– Bueno, yo sí sé. Sé que no quiero tropezar con esas faldas empapadas. Además, ¿quién me va a ver, salvo tú y James?
A Karl no se lo ocurría ningún argumento lógico. Había considerado sus vestidos inapropiados. Pero, ¿pantalones? No pudo evitar decirle:
– Supongo que en Boston no había nadie que te impidiera ir por ahí en pantalones cuando se te antojara, ¿no es cierto?
Anna lo miró de soslayo y, luego, apartó los ojos. Encontró la cama todavía sin hacer y se puso a estirar las sábanas.
– Hacía casi todo lo que quería allí.
– Estoy seguro de ello. ¿Y no te gustaba aprender a preparar masa de panqueques?
– Aquí estoy -dijo Anna, y estiró los brazos, las palmas hacia arriba-, lista para aprender. Pero no puedo prometerte que me guste.
Karl explicó que tenía que adaptar la receta de su madre para hacer panqueques suizos, delgados y livianos, porque se las tenía que arreglar sin huevos.
Se veía a tal punto ridículo, ese Karl suyo tan enorme, de pie al lado de la mesa batiendo la masa de los panqueques, que Anna no pudo evitar hacerle bromas. Durante toda la lección se negó a estar seria, mientras Karl le daba las instrucciones, usando medidas curiosas.
– Dos palmas llenas de harina.
– ¿Las palmas de quién? ¿Las tuyas o las mías? -lo provocó.
– Dos pizcas de sal.
– Tendría que pedirte prestados tus palmas y tus dedos cuando me toque a mí, porque son de distinto tamaño de los míos.
– Bastante bicarbonato de soda, levadura, como para llenar la mitad de una cascara de avellana.
– ¿Y si yo nunca vi una avellana? -preguntó con picardía.
Le arrancó la promesa de mostrarle una, pronto, y la orden de enderezarse y prestar atención, aunque el mismo Karl tenía que hacer lo imposible por mantenerse serio.
– Un trozo de tocino del tamaño de dos nueces, más o menos.
– Por fin, nueces, algo que conozco. Es la primera medida útil que me has dado.
– Sin huevos -dijo, desalentado-. No hay gallinas, no hay huevos.
– ¿Sin huevos? -Anna fingió lamentarlo- ¿Qué voy a hacer? Estoy segura de que mis panqueques serán tan duros como piedras, sin huevos.
Karl hacía denodados esfuerzos para contenerse y no besar esa carita traviesa. Prometió que pronto saldrían a buscar huevos de guaco. Luego venía la leche de cabra.
– Lo suficiente como para darle consistencia.
Anna observó de cerca la mezcla, metiendo la cabeza en su camino para que él no pudiera ver, y le avisó cuando le pareció que la mezcla estaba “a punto”.
Los panqueques resultaron ser una comida de lujo, en especial cubiertos por la miel, que, según Karl explicó, había sido preparada ahí mismo en primavera, con la resina extraída de sus propios arces. Pronto le enseñaría cómo hacerla.
Anna se perdió el arreo de los caballos esa mañana porque tuvo que quedarse a limpiar los platos y raspar la leche de cabra del fondo del balde de madera, con ese jabón amarillo desagradable que le quemaba la piel. Cada vez se le hacía más evidente a Anna por qué un hombre necesitaba ayuda aquí, en este desierto. ¿Quién, en su sano juicio, no desearía que alguien se ocupara de las desagradables tareas de la casa?
Pero, una vez fuera de la cabaña, recuperó el ánimo. Afuera, era donde más disfrutaba: cuando el viento agitaba sus cabellos; cuando los caballos estornudaban y movían la cabeza con impaciencia; cuando veía a James satisfecho porque había ayudado con el arnés, otra vez, y se había acordado de todo con claridad; cuando Karl tomaba su hacha y los cinco partían al encuentro de los alerces nuevamente.
Ahuyentaron una bandada de guacos esa mañana, y Karl abatió uno de esos pájaros escurridizos y veloces de un solo tiro, riéndose cuando descubrió a Anna en cuclillas y tapándose los oídos con los codos, aterrorizada.
– Es sólo un guaco -dijo-, mi muchachito valiente en pantalones.
– ¿Sólo un guaco? Sonó como un huracán.
– La próxima vez que lo oigas sabrás que son sólo alas y no necesitarás esconderte como un ratón.
La facilidad con la que Karl derribó al pájaro convenció a Anna de que era un tirador consumado, junto con todo lo demás. Le sacó las vísceras de inmediato. Al mediodía terminó de prepararlo, mientras James observaba y aprendía, y Anna sentía náuseas.
Karl estaba radiante de orgullo cuando les mostró dónde guardaba el arroz de la India. Este cereal también se obtenía en el lugar, de un lodazal en su propia tierra, en el sector nordeste. Puso el arroz a remojar en agua hirviendo, prometiéndoles una sabrosa cena. Enseguida les enseñó cómo rellenar el guaco con el oloroso arroz, cómo envolverlo todo en hojas de plátano húmedas y meterlo en las brasas junto con las batatas envueltas de la misma manera. Les enseñó también a endulzar las batatas con miel de arce; la comida estaría realmente sabrosa cuando volvieran del baño.
Anna se sintió menos cansada esa noche y también algo más dispuesta a hundirse en esa agua fría. Mientras Karl y James, con el agua hasta el pecho, arrojaban piedras rosadas en la bajada y se concentraban para ver dónde caían y poder recuperarlas luego, Anna inhaló profundamente, se deslizó por debajo del agua por detrás de Karl y le mordió un tobillo. Karl aulló. Anna lo oyó claramente debajo del agua y afloró a la superficie, gritando y arrojando agua por la boca. Karl había formado un remolino de arena al saltar y patear ante el supuesto ataque.
– ¡Oh, Karl! ¡Qué raro eres! -dijo Anna, jadeante-. Te asustas de un pececito que no produce ni la mitad de la conmoción que un montón de guacos.
Pero una sola mirada de Karl bastó para que supiera que la guerra de juegos se había desatado. Él se agachó, entrecerró los ojos, amenazante, y comenzó a deslizarse con la cara a ras del agua como un cocodrilo; sólo se le veían los ojos mientras avanzaba silenciosamente. La muchacha retrocedía, protegiéndose con las manos.
– ¡Karl… no… Karl… sólo bromeaba! -Anna se sacudía y pataleaba con desesperación, riendo y aullando, tratando de librarse de Karl.
James vociferaba:
– ¡Agárrala! ¡Ya la tienes, Karl!
– ¡James, mierda, soy tu hermana! ¡Se supone que debes estar de mi lado! -gritó Anna, manoteando en el agua con torpeza. Miró por sobre el hombro y vio que no había logrado alejarse.
– ¡Agárrala, Karl! Me dijo “mierda”.
– Ya la oí. ¿No crees que una mujer con semejante boca debe ser castigada?
– ¡Sí! ¡Sí! -gritó el hermano desleal, con entusiasmo y disfrutando cada minuto.
– ¡Traidor! -exclamó Anna con fastidio mientras Karl avanzaba, con un brillo salvaje en la mirada. De repente, desapareció; Anna giró una vuelta entera pero sólo encontró pequeñas ondulaciones que surcaban la superficie.
– ¿Dónde se fue? ¿Karl? ¿Dónde estás…?
Emergiendo como una ballena, Karl arremetió contra Anna, atrapándola con el hombro por detrás de las rodillas y levantándola por el aire mientras el bosque retumbaba con su alarido. Fue lanzada de cabeza y aterrizó con un ignominioso ruido sordo. Salió a la superficie con el pelo arremolinado, lo que provocó una escandalosa carcajada de los hombres, en profunda camaradería.
– Me parece que he creado un nuevo monstruo marino.
Karl señaló a Anna, que venía al ataque con los dedos retorcidos y gruñendo; su rostro lucía hermoso a través de esa maraña de pelo que le chorreaba. Karl simuló no poder defenderse cuando la joven lo atrapó con ambas manos por detrás de la cintura y lo hizo trastabillar. La cosa se puso peor para Anna pues cayó para atrás y Karl quedó sentado sobre ella. Debajo del agua, sus brazos se resbalaron por el cuerpo mojado de Karl y entraron en contacto con otras partes de su cuerpo, además del estómago.
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