LaVyrle Spencer - Hacerse Querer

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En el siglo pasado, los hombres emprendedores se aventuraban solos en el lejano territorio de Minnesota, en el noroeste de los Estados Unidos. Así se hizo necesaria la costumbre de mandar a pedir esposas sin conocerlas previamente.
Ansiosa por escapar a la humillación de su sórdida existencia en Boston, Anna acepta convertirse en novia por correspondencia de Karl, un adinerado granjero. El esperaba una muchacha de veinticinco años, hábil cocinera, experta ama de casa, dispuesta al trabajo rural y… virgen. Generoso por naturaleza, Karl deberá perdonar a Anna todas sus mentiras. Pero hay un secreto que ella aún le oculta a fin de preservar el amor incipiente…

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– ¡Hablen en inglés! -les espetó-. ¡Maldición! ¡Si van a entrar es mejor que hablen en inglés! ¡Sé que pueden, porque Karl me lo dijo!

– Tonka Squaw! -dijo otro, con una amplia sonrisa.

– ¡Escupe fuego! -dijo otro.

Luego se volvieron a reír de sus pantalones.

– Bueno, si no fueran tan groseros, los invitaría a esperar a Karl adentro pero, ¡maldito sea!, si los voy a dejar entrar cuando todo lo que hacen es burlarse de mí.

Se volvió rápidamente y se dirigió a la cabaña; todos la siguieron en silencio. En la puerta, los desafió:

– ¡El que entre aquí mejor que se olvide de mis pantalones y se guarde los comentarios hirientes para sí mismo!

Todos entraron, siguiendo a Anna bien de cerca. Sin decir nada, se agacharon y se sentaron con las piernas cruzadas delante del fuego. Anna se preguntó qué debía hacer para entretenerlos.

Decidió que el mejor curso de acción era la acción misma.

Simuló estar muy atareada preparando la cena, y así, quizá se cansarían de observarla y se irían. Ya había tenido problemas, en otra oportunidad, cuando hizo una especie de torta con ingredientes picados, que cocinó en el trébede en lugar de hacerlo en el horno. Se exprimió el cerebro, tratando de recordar la receta que Karl le había enseñado, y pensó que lo arruinaría todo. Pero no le importaba. Cualquier cosa con tal de mostrarse ocupada y distraer al grupo. Pero los indios seguían hablando entre ellos, soltando cada tanto una carcajada, como si lo que Anna estaba haciendo fuera la cosa más divertida del mundo.

Preparó una mezcla con zapallitos y vinagre dentro de una olla de barro que depositó sobre la mesa mientras fue a buscar una cuchara limpia. Al darse vuelta, vio que uno de los indios, con la nariz como la de un castor, estaba metiendo la mano en la olla. Sin pensarlo, le dio un golpe en los nudillos con el cucharón de madera.

– ¡Deje eso! -le espetó-. ¿Qué modales son ésos? ¿Cómo se atreve a meterse en mi casa y poner su mano grande y sucia en mi comida y comer a mis espaldas? ¡Siéntese y no se meta en mi camino y, tal vez, sólo tal vez, le dé algo de mi torta cuando esté hecha! ¡Mientras tanto ponga las manos donde corresponde!

Los compañeros de Nariz de Castor se rieron con ganas. Mientras él se apretaba los nudillos, los demás se apretaban las costillas desternillándose de risa y repitiendo una y otra vez:

– Tonka Squaw. Tonka Squaw.

– ¡Quietos! Ustedes no son mejores que él -les advirtió, blandiendo la cuchara-. Vinieron sin ser invitados.

Se ocupó de la mezcla de su torta, turbada por la presencia de los cinco indios sentados que la observaban. Hasta ahora, parecían respetar su coraje. Mientras diera resultado, seguiría manteniéndolo. De cualquier modo, no contaba con ninguna otra defensa contra su temor.

Supo, antes de terminar la mezcla, que había vuelto a arruinarla. Pero fue poniéndola a freír en la sartén como si fuera un manjar epicúreo. Los indios la observaban y murmuraban entre ellos, intrigados por este método de cocción complicado. Las tortitas salieron más chatas que la nariz de Nariz de Castor, pero ya era demasiado tarde. Siguió friendo hasta que se acabó la masa. Así como estaban, las puso en la fuente de madera más grande que tenía, y dijo:

– Ahora, si tienen paciencia, les haré un poco de té.

Puso la fuente en la mesa, vigilando a los indios para que no se abalanzaran sobre la comida antes de que ella se lo ordenara. Ellos miraban las tortas con ojos hambrientos pero ninguno se aventuró a tocarlas, al recordar la furia con la que la muchacha había descargado la cuchara de madera sobre los nudillos de Nariz de Castor.

En tanto machacaba y luego cubría con agua los pétalos de rosa, recordó que prevenían el escorbuto, según le había dicho Karl; Anna se preguntó por qué diablos tendría ella que salvar a esos indios groseros de la enfermedad. Cuando la infusión ya estaba lista, surgió el problema de dónde encontrar suficientes tazas para servirles el té a los cinco juntos, pero ya se las arreglaría.

Fue hasta la puerta, se detuvo y, volviéndose hacia los hombres sentados, los amonestó con el dedo:

– ¡No se atrevan a tocar las tortas hasta que yo vuelva!

Luego corrió hasta el manantial para traer un cacillo y un par de jarritos vacíos.

Al volver, oyó sus murmullos guturales y se puso a servir el té en el cacillo, los dos jarros y las tres tazas, haciendo de ello toda una ceremonia. Se moriría antes de beber de ese cazo. Se lo pasó a Cara de Búfalo, el que se había burlado de sus pantalones. ¡Dejaría que él bebiera del cazo! Ella era una dama y usaría la taza, con pantalones o sin ellos.

Éste era pues el espectáculo que esperaba a Karl y a James a su regreso del arroyo; chorreaban agua, pero traían una sorprendente pesca de bocudos róbalos. Anna reinaba, suprema, la única en el grupo sentada en una silla. A sus pies estaban los cinco indios, con el pelo aceitoso y cubiertos con una piel de ante, tomando té de rosas -¡nada menos!- y comiendo las tortas más horribles que Karl jamás hubiera visto; comiéndolas y haciendo gestos de aprobación como si fueran alimento de ángeles.

Anna miró a Karl, y él percibió que la joven estaba asustada y que aflojó los hombros con alivio al verlo. ¿Cuánto haría que los indios estaban allí?

– ¡Pelo Blanco! ¡Ah! -lo saludó uno de ellos.

– ¡Hola, Dos Cuernos! -contestó Karl-. Veo que han conocido a mi esposa.

Dos Cuernos era el mejor amigo de Karl; era a él a quien Anna había insultado haciéndole tomar el té del cacillo. Pero a él no parecía importarle.

– Tonka Squaw! -repitió Dos Cuernos.

– Tonka Squaw! -dijeron a coro, si a eso se le podía llamar coro.

– Así es -asintió Karl con una mueca, levantando una ceja y también la temperatura de Anna.

– Tonka Squaw vestir como Pelo Blanco. ¿Cómo saber si ella ser squaw?

Karl se rió.

– Lo sé por lo que hay adentro.

“De modo”, pensó Anna, “que Tonka Squaw significa mujer que usa pantalones. ¡Espera a que te encuentre solo, Karl Lindstrom!”

Todos se rieron del comentario de Karl, aunque la mirada sombría de Anna le indicó que se había apresurado a hacer bromas con respecto a sus pantalones delante de sus amigos.

– Tengo pescado. Se quedarán todos para la cena -dijo Karl.

“Lo único que faltaba”, pensó Anna. “Estuve entreteniendo a sus groseros amigos toda la tarde, ¡y no se le ocurre mejor idea que obligarme a aguantarlos durante toda la cena también!”

– Anna puede tirar al fuego unas pocas papas más -agregó Karl.

Eso es justo lo que Anna hizo. Había llegado al colmo del malhumor. Salió a buscar más papas, golpeando el piso con los pies. Anna sabía que a los indios les gustaban las papas y el pan blanco, tan diferente del que ellos hacían con el maíz. Regresó y arrojó las papas en las brasas sin preocuparse de envolverlas en hojas de plátano. ¡No estaba dispuesta a empaparse para ir a juntar hojas de plátano a fin de obsequiar a esa banda de indios insolentes!

Karl había empezado a limpiar el pescado sobre la mesa. Los indios expresaron su desaprobación, lo que avivó aún más el furor de Anna.

– ¿Por qué Tonka Squaw no limpiar el pescado? Pelo Blanco sentarse y fumar pipa con amigos.

– Anna no es muy buena para limpiar cosas -explicó Karl, con lo cual la enojó todavía más-. Nunca aprendió a limpiar el pescado, de todos modos. Ésta es la primera vez que traemos pescado desde que ella vino aquí.

– Mal comienzo para un matrimonio -fue el consenso general del grupo.

Anna dedujo que jamás verían a un indio que se respetara a sí mismo, limpiando pescado si tenía una esposa que lo hiciera por él. Empezó a sentir menos resentimiento hacia Karl por eximirla de esa aborrecible tarea. Fue al manantial a buscar agua y accedió a lavar cada filete después de que Karl lo raspaba con el cuchillo.

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