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LaVyrle Spencer: Promesas

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LaVyrle Spencer Promesas

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Emily Walcott es una jovencita voluntariosa y temperamental, así como una hija obediente y dispuesta a acatar el futuro que sus padres han decidido para ella. Su vida en Sheridan transcurre plácidamente entre la herrería de su padre y los libros de veterinaria, carrera a la que dedica toda su pasión. Charles, amigo de la infancia y futuro esposo, no parece despertar en ella más que un sentimiento de afecto fraternal. Tom Jeffcoat, un joven emprendedor y apuesto, llega a la población con el fin de instalar una herrería, convirtiéndose así en competidor del señor Walcott. Su sola presencia provoca en Emily verdadero fastidio. Ambos librarán una feroz batalla en la que el rechazo acabará dando lugar a una pasión desenfrenada que les arrojará a un abismo insondable. Tan insondable como sus propios sentimientos. La sociedad victoriana de finales del siglo pasado, con sus debilidades y defectos, es el escenario que la autora elige para sus personajes, describiendo la vida de la época en un pueblo del pujante oeste norteamericano.

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Con el rostro hundido entre las manos, Emily pensó en Charles. El sencillo, bueno y trabajador Charles, que era su compañero de juegos desde la infancia, y que, abrumado al saber que ella se marchaba de Philadelphia, adoptó la trascendental decisión de venir junto con la familia al territorio de Wyoming e iniciar su vida allí.

Charles, al que estaba tan agradecida al comienzo, cuando fueron a vivir a ese lugar nuevo, donde había poca gente de su misma edad. Que insistió en que fijaran una fecha para la boda, cuando, en realidad, lo que ella quería era estudiar primero medicina veterinaria. Charles, al que se sentía comprometida antes aún de estarlo.

Suspiró, se levantó con un esfuerzo y fue a la cocina. Gracias a la necesidad, era el único lugar de la casa despojado de decoraciones extravagantes. Tenía la mejor cocina económica que era posible comprar, un fregadero de granito verdadero y una bomba instalada dentro de la casa. En el fondo había un lavadero con un calefactor de queroseno, una máquina de lavar con engranajes metálicos, una batidora fácil de manejar y verdaderos rodillos escurridores de madera con una cómoda manivela.

Emily le echó un vistazo y se volvió fastidiada, deseando poder estar en el establo limpiando pesebres.

Pero fue al piso alto a ver a su madre.

Según las pautas de Sheridan, la casa era rica, no sólo porque el padre la había dotado de comodidades en beneficio de su esposa enferma, sino porque Charles Bliss era carpintero, y viajó acompañado de su habilidad y de sus planos… cosa que significó un gran alivio para la madre, temerosa de tener que vivir en una desnuda choza de troncos, con ratones e insectos. En cambio, vivía en una elegante casa de madera de dos plantas, con grandes habitaciones ventiladas y un impresionante recibidor con una escalera abierta de barandas con barras con forma de carrete.

Emily subió esa escalera, giró en la cima y se detuvo en la entrada del dormitorio de sus padres, un cuarto espacioso con una segunda puerta que daba a una pequeña terraza con baranda, que miraba al Sur. Su padre insistió en que Charles incluyese ese balcón, para que la madre pudiese salir y disfrutar del aire fresco y del sol cada vez que lo necesitara. Pero ya no lo usaba. La puerta estaba abierta en ese momento y dejaba pasar el sol sobre el suelo barnizado del cuarto donde yacía, en la inmensa cama con forma de trineo, en la que habían nacido Emily y Frankie. Encima de esa cama, su madre parecía más frágil que nunca.

En un tiempo fue hermosa, con el cabello grueso y brillante de intenso color rubio. Lo llevaba con tanto garbo como los polisones, los mechones retorcidos en un impresionante moño en forma de ocho que sobresalía en la parte de atrás de la cabeza, casi como el busto generoso se proyectaba por delante. Ahora el cabello estaba opaco y se extendía en una trenza floja, y el busto casi no existía. Usaba una bata de seda desteñida en lugar de los crujientes satenes y gasas que llevaba en otras épocas. La piel tenía una alarmante cantidad de arrugas y se veía fláccida sobre los huesos.

Mientras la hija observaba a la madre dormida, Josephine tosió y se tapó la boca con el sempiterno pañuelo, gesto que se había vuelto tan involuntario como la tos misma.

La mirada triste de Emily pasó al catre que estaba colocado junto a la ventana lateral, donde su padre dormía hacía unos meses para no molestar a su esposa… razonamiento ante el cual la muchacha se intrigaba con frecuencia, pues era seguro que la tos tenía que molestar al padre.

Permaneció quieta un momento, pensando en cosas que una correcta joven victoriana no debería pensar, cosas referidas a padres y madres, a camas compartidas y al momento en que compartir la cama dejaría de tener importancia. Nunca había visto a su padre tocar a su madre de un modo que no fuese decoroso. Incluso cuando entraba en esta habitación, si Emily estaba presente, jamás la besaba sino que le hacía una caricia fugaz en la frente o la mano. Y sin embargo, era indudable que la quería. Emily lo sabía. Después de todo, ella y Frankie, ¿no eran prueba de ello? Y papá estaba muy triste desde que su madre enfermó. Una vez, en mitad de la noche, Emily lo descubrió sentado en el porche de adelante, con las lágrimas rodándole por la cara, reflejando la luz de la luna, y volvió a entrar sigilosamente, para que no sospechara jamás que le sorprendió esa pena secreta.

Cuando un hombre amaba a una mujer, ¿lo manifestaba de la forma respetuosa en que papá lo hacía con mamá, o acariciándola, como había empezado a hacer Charles con Emily? ¿Cómo reaccionó su madre la primera vez que su padre la tocó? ¿Lo hizo antes de que se casaran? Le costaba imaginar a su madre permitiendo semejantes libertades, incluso cuando estaba sana, pues Josephine Walcott exhalaba un aire de corrección que parecía descartar esa posibilidad.

Qué falta de respeto pensar tales cosas en la entrada del dormitorio, donde su madre yacía enferma, moribunda, y mientras su padre se enfrentaba no sólo a esa triste verdad, sino también a una crisis comercial.

– ¿Emily?

– Oh, mamá, lo siento. ¿Te he despertado?

Se acercó a la cama y tomó la mano frágil de su madre. Josephine sonrió, cerró los ojos y movió débilmente la cabeza. Todos sabían que pocas veces dormía bien, sino que permanecía en un estado de semisueño, tan fatigoso como el trabajo manual para las personas sanas. Abrió los ojos y palmeó la cama, junto a su cadera. Cada vez con mayor frecuencia empleaba gestos para transmitir mensajes, ahorrando lo más posible el aliento.

– No -replicó Emily-. Estoy sucia. He estado ayudando a papá en el establo. Además, tengo cosas que hacer abajo. ¿Quieres que te traiga algo?

Josephine contestó con un vago movimiento de la cabeza.

– En todo caso, toca la campanilla.

Una pequeña campanilla de bronce había rodado por el borde de las mantas, bajo la rodilla de Josephine, y Emily la tomó y la acercó a la mano de su madre.

– Graci…

Un espasmo de tos la interrumpió y Emily huyó de la habitación, sintiéndose culpable por haberlo provocado y por preferir hasta lavar la ropa en lugar de ver sufrir a su madre.

Tardó casi una hora en calentar el agua y en refregar con los nudillos para quitar las manchas de sangre. Todavía estaba haciéndolo cuando llegó Frankie con dos truchas moteadas de negro, ensartadas en un tridente.

– ¡Mira lo que he pescado, Emily!

Era el muchacho más hermoso que jamás había visto y con frecuencia afirmaba que era el que se había quedado con la gallardía de toda la familia, tenía ojos azules de largas pestañas, hoyuelos, una bonita boca y un pelo oscuro que, en unos pocos años, muchas mujeres anhelarían acariciar. Al perder el último diente de leche, se quedó con una notable y perfecta dentadura. Nunca dejaba de maravillar a Emily pues, aunque sólo era una parte de él que había llegado al tamaño de la madurez, llevaba consigo la promesa de una madurez total en un futuro muy próximo. Ya estaban estirándosele los miembros, y si el tamaño de los pies daba algún indicio, Frankie pronto tendría la altura de su madre, que sobrepasaba al padre en más de cinco centímetros.

Emily se sentía mal al pensar en su hermano. No tenía más que doce años pero, al estar enferma la madre, la última parte de su niñez le era arrebatada, quitándole el feliz abandono que merecía. No era justo, como no lo era la situación para ninguno de ellos y menos aún para la madre. Tenían que arremangarse y ocuparse de las tareas domésticas lo mejor que pudieran, les gustara o no. Por lo tanto, Emily se fortaleció contra el ruego que preveía, mientras admiraba el botín de pesca de su hermano.

– Hermoso pescado. ¿Quién lo limpiará?

– Earl y yo. ¿Dónde está papá?

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