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LaVyrle Spencer: Promesas

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LaVyrle Spencer Promesas

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Emily Walcott es una jovencita voluntariosa y temperamental, así como una hija obediente y dispuesta a acatar el futuro que sus padres han decidido para ella. Su vida en Sheridan transcurre plácidamente entre la herrería de su padre y los libros de veterinaria, carrera a la que dedica toda su pasión. Charles, amigo de la infancia y futuro esposo, no parece despertar en ella más que un sentimiento de afecto fraternal. Tom Jeffcoat, un joven emprendedor y apuesto, llega a la población con el fin de instalar una herrería, convirtiéndose así en competidor del señor Walcott. Su sola presencia provoca en Emily verdadero fastidio. Ambos librarán una feroz batalla en la que el rechazo acabará dando lugar a una pasión desenfrenada que les arrojará a un abismo insondable. Tan insondable como sus propios sentimientos. La sociedad victoriana de finales del siglo pasado, con sus debilidades y defectos, es el escenario que la autora elige para sus personajes, describiendo la vida de la época en un pueblo del pujante oeste norteamericano.

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Giró en la silla y entregó a Jeffcoat un recibo por dos bayos con manchas blancas y una carreta de caja doble verde, bordeada de rojo. Walcott era un hombre prevenido: con los registros que llevaba, jamás lo acusarían de robar un caballo.

– ¿Le molestaría si le pregunto qué está haciendo en el pueblo, señor Jeffcoat?

Mientras guardaba el recibo en el bolsillo, respondió:

– En absoluto. Un hombre llamado J. D. Loucks puso un anuncio en el periódico de Springfield referido a este pueblo, y a lo que podía ofrecer a un hombre joven y emprendedor. Me pareció un sitio en el que me agradaría vivir, de modo que tomé el tren a Rock Springs, me aprovisioné allí e hice el resto del trayecto en carreta, y aquí estoy.

– Y aquí está, ¿para hacer qué?

– Pienso establecer un negocio y mi hogar aquí, en cuanto compre algo de tierra para hacerlo.

– Bueno -rió con suavidad el hombre mayor-. J. D. Loucks estará más que feliz de venderle cuantos terrenos quiera y en el pueblo hace falta más gente joven. ¿Cuál es su campo de trabajo?

Jeffcoat vaciló un instante antes de responder:

– Me dedico a la herrería. Me enseñó mi padre, en Springfield.

– ¿En Missouri o Illinois?

– Missouri.

– Missouri, ¿eh? Eso significa que debe de haber herrado muchos caballos que atravesaron este territorio de camino al Oregon Trail, ¿no es cierto?

– Sí, señor, así es.

– En este pueblo ya hay herrero, ¿sabe?

– Eso he visto. Anduve por las calles antes de detenerme aquí.

Edwin se levantó y abrió la marcha hacia la yunta, que aún esperaba afuera.

– Le diré algo que no es secreto para nadie en Sheridan. El viejo Pinnick podría hacer más y mejores trabajos. Pero pasa más tiempo en el Mint Saloon que en la forja, y si hubiese herrado bien a Sergeant, para empezar, no tendríamos que estar curándolo ahora.

– Con que Pinnick, ¿eh?

– Así se llama su competidor: Walter Pinnick. Es demasiado perezoso para colocar un cartel sobre la herrería y anunciarse. Se limita a dejar que el ruido del martillo atraiga a los clientes… cuando suena. -Afuera, en el sol, Walcott se interrumpió para escuchar y, por supuesto, el martilleo de antes había cesado-. El viejo Pinnick debe de haber tenido un ataque de sequedad en la garganta -concluyó en tono sarcástico, prosiguiendo luego hacia la yunta de animales.

Jeffcoat reflexionó un momento y llegó a la conclusión de que era mejor ser franco con ese hombre.

– Señor, quiero ser sincero con usted. Yo también he estado con caballos toda mi vida y pienso hacer algo más que herrar. Para decirle la verdad, tengo intenciones de abrir un establo para alojar caballos.

Walcott se detuvo con la mano en una brida y se volvió para mirar al joven. Dio la impresión de que el aire quedaba atrapado en su garganta y luego salía en un suave silbido.

– Bueno… -dijo, dejando caer la barbilla. Pensó un instante y luego alzó la vista riendo-. Me ha pillado por sorpresa, joven.

– Por lo que he visto y leído, creo que hay negocio suficiente para los dos en este pueblo. Pasan montones de vaqueros de Texas llevando rebaños o empezando con sus pequeños ranchos en la vecindad, ¿no es cierto? Y ahora que se otorga tierra para establecer colonos, están llegando inmigrantes también. Un valle como este tiene que atraerlos. Diablos, tiene más de ciento cincuenta kilómetros de ancho, por no hablar de la tierra apta para la cría de ovejas en las colinas que lo rodean. Creo que Loucks tiene razón. Pronto, este pueblo se convertirá en un centro comercial.

De nuevo, Walcott rió con amargura.

– Bueno, esperemos que así sea. Hasta ahora, el centro comercial de la zona parece ser Buffalo, pero estamos creciendo. -Se volvió hacia los caballos-. ¿Piensa dejar la carreta también?

– Si puedo…

– La pondré atrás, junto a la fosa de herraduras. Por la carga que lleva, parece que piensa construir de inmediato.

– En cuanto compre ese solar.

– Hallará la oficina de Loucks en la calle Smith. Pregunte a cualquiera y le indicarán.

– Gracias, señor Walcott.

– Llámame Edwin. Es un pueblo pequeño y solemos llamarnos por el nombre.

Jeffcoat le tendió la mano, aliviado de que hubiese reaccionado con calma ante las noticias.

– Gracias por su ayuda, Edwin, y puede llamarme Tom.

– De acuerdo, Tom. No sé si desearle buena suerte o no.

Al separarse, rieron, y Jeffcoat, sacando una bolsa de la carreta, alzó una mano en señal de saludo y le informó:

– Los caballos se llaman Liza y Rex.

Mientras veía alejarse a Tom Jeffcoat, Edwin sintió una fugaz punzada de envidia. Joven, no mayor de veinticinco años y aventurero, volando lejos, con toda la vida y las elecciones por delante en un territorio en el que la gente joven tenía garantizado el derecho de elegir por sí misma. Cuando él tenía esa edad, las cosas eran muy distintas. En aquella época, el futuro de un hombre con frecuencia estaba determinado por padres severos y autoritarios que planeaban su vida con la mejor de las intenciones, pero sin consultarlo. Lo planeaban todo, desde el modo en que se ganaría la vida hasta la mujer con quien se casaría, y Edwin había sido un hijo respetuoso y obediente. Se hizo palafrenero como su padre y se casó con la señorita Josephine Borley, con la que seguía respetuosamente casado. Pero había alguien a quien nunca había olvidado.

Aunque sucedió veintidós años atrás, todavía pensaba en ella. Fannie. Con sus ojos brillantes y su espíritu valeroso. Fannie, la prima de Josephine, tan diferente de ella como las brasas del carbón. Fannie, que en lugar de preguntar por qué , siempre preguntaba por qué no . Que a los diecisiete años luchó por el sufragio femenino, montó a horcajadas y fumó a escondidas con él y luego le exigió: "Bésame y dime si tengo sabor a humo". Fannie, de la que había huido en cuanto se casó, pues quedarse cerca de ella resultaba peligroso. Fannie, que heredó la fortuna de sus padres cuando estos murieron y la empleó para viajar y experimentar cosas que a la mayoría de las mujeres les parecían estrafalarias, hasta impropias. La última carta, escrita en su habitual estilo animado, informaba que había comprado una bicicleta Monarch y se había unido al Club del Ciclismo de Damas de North Shore, que planeaba hacer una salida de cuatro días desde Malden a Gloucester, Massachusetts, pernoctando en el Pavilion y en Essex House, paradas más breves en Marblehead Neck y Nahant, y atracciones tales como un almuerzo al aire libre sobre las rocas de Pigeon Cove y visitas a Rafe's Chasm y Norman's Woe.

Fannie, extravagante Fannie… ¿qué aspecto tendría ahora? ¿Sería feliz? ¿Estaría enamorada? Su vida estaba llena de acontecimientos poco comunes, de actitudes progresistas, liberales, pero nunca tuvo un marido. ¿Por qué? En esos veintidós años, ¿hubo alguien especial? Las cartas jamás mencionaban a ningún hombre, excepto en relación con alguna de sus actividades sociales. Pero Edwin nunca dejó de preguntarse si habría algún hombre en particular y nunca dejaría de hacerlo.

Sabía que era por el recuerdo de Fannie por lo que nunca se opuso a los extravagantes deseos de Emily. Emily era tan parecida a la Fannie que él recordaba que la amaba de modo incondicional y siempre tuvo la secreta esperanza de que fuese como ella: en parte rebelde, en parte hada, pero siempre mujer. Cuando su hija comenzó a merodear el establo y pidió permiso para ayudar con los caballos, Edwin accedió encantado. Cuando arregló un par de pantalones del padre y empezó a usarlos para estar en el cobertizo, no hizo comentarios. Cuando leyó en el periódico el anuncio del doctor Barnum sobre el curso de correspondencia en medicina veterinaria y pidió permiso para inscribirse, lo pagó con todo gusto.

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