LaVyrle Spencer - Promesas

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Emily Walcott es una jovencita voluntariosa y temperamental, así como una hija obediente y dispuesta a acatar el futuro que sus padres han decidido para ella. Su vida en Sheridan transcurre plácidamente entre la herrería de su padre y los libros de veterinaria, carrera a la que dedica toda su pasión. Charles, amigo de la infancia y futuro esposo, no parece despertar en ella más que un sentimiento de afecto fraternal.
Tom Jeffcoat, un joven emprendedor y apuesto, llega a la población con el fin de instalar una herrería, convirtiéndose así en competidor del señor Walcott. Su sola presencia provoca en Emily verdadero fastidio.
Ambos librarán una feroz batalla en la que el rechazo acabará dando lugar a una pasión desenfrenada que les arrojará a un abismo insondable. Tan insondable como sus propios sentimientos.
La sociedad victoriana de finales del siglo pasado, con sus debilidades y defectos, es el escenario que la autora elige para sus personajes, describiendo la vida de la época en un pueblo del pujante oeste norteamericano.

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Jeffcoat prefirió el riel de atar sombreado a la derecha, en lugar del soleado, a la izquierda, y pasó por la puerta abierta, distinguiendo la silueta de un hombre que trabajaba herrando a un caballo, enmarcado con claridad en la construcción abierta.

Su competidor.

Se detuvo en la sombra, enrolló las riendas en torno del asa del freno, se apeó y, con los puños sobre las orejas, flexionó la cintura. Sentía la piel tensa como el cuero de un tambor. Soltó una gran bocanada de aire y saltó de lado. Se detuvo junto a la gran puerta sur del establo y escudriñó el interior. Era como un túnel de ferrocarril, oscuro y fresco por dentro, e iluminado en los extremos. En el más alejado, el sujeto seguía trabajando, de cara a la puerta contraria, con el casco de un gran potro zaino sobre el regazo.

Mientras se acercaba, Jeffcoat observó al caballo y al hombre. El animal tenía hocico corto, pecho ancho y era alto. Al examinarlo más de cerca, vio que el hombre no era tal sino un muchacho flaco y menudo vestido con gastados pantalones azules, una camisa roja desteñida, tirantes negros, un delantal de cuero hasta los tobillos y una gorra blanda de lana marrón, con un botón en la coronilla.

Al acercarse Jeffcoat, el zaino relinchó, bajó la pata delantera y topeteó al muchacho con la barriga, torciéndole la gorra.

– ¡Maldito seas, Sergeant, saco de huesos, pedazo de mocoso! ¡Quédate quieto! -El muchacho le dio un golpe al animal en el hombro y se enderezó la gorra de un manotazo-. ¡Si vuelves a hacer eso, dejaré que te cures tú solo esta miserable grieta!

Atrapó con una mano la pata delantera, la colocó sobre su regazo y volvió a tomar el punzón para tratar el casco.

Jeffcoat sonrió, pues el animal sobrepasaba el peso del muchacho en unos cientos de kilos. Pero, pese a su juventud, el chico sabía lo que estaba haciendo. Las grietas de miembros de animales no podían tomarse a broma.

– Muchacho, ¿tú estás a cargo aquí?

Emily Walcott dejó caer el casco de Sergeant y se dio la vuelta, indignada. Paseó la mirada de expresión disgustada sobre el joven moreno, al que le hacía falta un afeitado y las mangas de la camisa: alguien se las había arrancado de los hombros. Examinó los brazos desnudos, los pantalones polvorientos, la cara con patillas con mirada socarrona y contestó, sardónica:

– Sí, señora , seguro.

Jeffcoat se quitó el sombrero:

– Oh… me he equivocado. Pensé que…

– ¡No importa lo que pensó! Puedo pasar sin oírlo otra vez. ¡Y, después de eso, no se moleste en quitarse el sombrero!

Era delgada como un látigo y más o menos de la misma forma, de unos diecisiete años, toda ojos azules, labios apretados y mejillas encendidas de indignación. Jeffcoat, que nunca había visto a una mujer en pantalones, se quedó atónito.

– Le ruego que me disculpe, señora.

– Soy señorita y no se moleste en pedirme disculpas. -Arrojó a un lado el punzón-. ¿En qué puedo servirlo?

– Ahí afuera tengo una yunta de animales hambrientos que necesitan hospedaje.

En ese preciso momento, a Sergeant se le ocurrió estirar el cuello, capturar la gorra de la señorita Walcott y comenzar a mordisquearla.

– ¡Maldito sea tu pellejo, Sergeant, dame eso! -Se la quitó de un tirón, la secó en los pantalones y la revisó, malhumorada, mientras el cabello negro le caía en mechones, sostenido a medias por peinetas-. ¡Mira lo que has hecho, maldito! ¡Lo has agujereado!

Jeffcoat se esforzó mucho por ocultar una sonrisa.

– Tendría que amarrarlo con dos cuerdas cortas, en vez de una, para que no pueda hacer eso.

Emily lo miró con malicia mientras se encasquetaba la gorra, metía el cabello dentro y la inclinaba hacia la oreja izquierda de modo que la breve visera caía en ángulo sobre las cejas negras de expresión enfadada. Con la gorra puesta, cubierta hasta el cuello por el sucio delantal de cuero, tenía más aspecto de muchacho que nunca.

– Gracias, lo recordaré -respondió, sarcástica, enfilando hacia la calle, con el delantal golpeándole los talones a cada paso que daba-. ¿Qué quiere, alojarlos solamente? Eso cuesta un dólar por noche, incluyendo el heno. El postre es aparte. Dos monedas por una ración extra de avena. Almohazarlos, otras dos. Si los guarda afuera, en el corral, se ahorrará diez centavos. -Llegó junto a la yunta y se volvió, pero Jeffcoat no la había seguido-. ¡Eh, señor, vociferó, tengo cosas que hacer! -Puso los brazos en jarras y tamborileó, impaciente, con los dedos sobre el delantal de cuero-. ¿Dónde quiere dejarlos? ¿Adentro o afuera? -Como no obtuvo respuesta, asomó la cabeza por la puerta y gritó a voz en cuello-: ¡Eh! ¿Qué diablos está haciendo? -y entró a zancadas con los puños balanceándose a los lados como badajos de campanas.

– Esta no es una grieta, es una fisura -dijo el aludido, examinando la pata de Sergeant como si fuese el dueño del lugar-. Necesitaría una herradura de tres cuartos, o quizás hasta una placa de cobre para que presione la horquilla y las paredes del casco, si no quiere que quede cojo para siempre. Tal vez serviría un remache.

– Yo atenderé a mis propios caballos, si no le importa -replicó con acritud, desatando la cuerda de Sergeant y conduciéndolo a un pesebre.

¿Quién diablos se creerá que es, que puede venir aquí a darme consejos? No es más que un sucio vaquero sin mangas siquiera, metiéndose en un establo ajeno y barbotando como un geiser, y yo sé todo lo que hay que saber sobre el cuidado de cascos. ¡Todo!

Pero Emily Walcott ardía de indignación porque sabía que el extraño tenía razón: tendría que haber utilizado dos trozos de cuerda, pero tenía demasiada prisa.

Al salir del pesebre, no dedicó al desconocido más que una mirada fugaz y lo dejó atrás.

– Aquí alojamos caballos. Los alimentamos, los almohazamos, les damos agua y los enjaezamos, y alquilamos arreos de montar. ¡Pero lo que no hacemos es permitir que un mozo de cuadra de poca monta quiera hacer su aprendizaje con nuestros animales!

Para azoramiento de Emily, cuando pasó junto al hombre este estalló en carcajadas. Se dio la vuelta con mirada asesina y las comisuras de la boca caídas como si estuviesen atadas a sus zapatos.

– Señor, no tengo tiempo para perderlo con usted. Tal vez con sus caballos, si habla rápido. Y bien, ¿los deja adentro o afuera? ¿Heno o avena?

– ¿Mozo de cuadra de poca monta? -logró decir, todavía riendo.

– Está bien, como quiera. -Obstinada, cambió de dirección dirigiéndose hacia una compuerta que daba al henil y pasó junto al hombre con expresión hostil-. Lo siento, estamos completos -le advirtió con sequedad-. Pruebe en Rock Springs. Está a unos pocos kilómetros, en esa dirección. -Hizo un ademán con el pulgar hacia el sur.

Rock Springs estaba a más de quinientos sesenta kilómetros y había tardado dieciocho días en cubrirlos. La muchacha comenzó a subir la escalera hasta que una mano aferró una de sus gastadas botas de vaquero que olían a caballo.

– ¡Eh, espere un minuto!

La bota se salió y quedó en la mano de Jeffcoat.

Tan sorprendido como ella, se quedó mirando con la boca abierta el pie descalzo, con el tobillo sucio y briznas de heno pegadas a la piel, y pensando que era la presentación más extraña que había tenido con un miembro del sexo opuesto. En el lugar del que provenía, las damas usaban vestidos de algodón con enaguas de trencillas y delantales blancos almidonados, en vez de los de cuero, y sombreros de paja en vez de gorras de muchacho, y delicados zapatos abotonados pero no botas de vaquero con estiércol pegado. Y medias largas… delicadas medias de hilo de Escocia que ningún caballero veía jamás. Sin embargo, ahí estaba, contemplando fijamente el pie descalzo.

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