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LaVyrle Spencer: Y el Cielo los Bendijo

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LaVyrle Spencer Y el Cielo los Bendijo

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¿Puede el amor sobrevivir a una desgarradora pérdida? Browerville, Minnesota, 1950: la vida es perfecta para Eddie Olczak. Hombre de fe inquebrantable, Eddie está sumamente satisfecho con la vida que lleva. Adora a su esposa, Krystyna, a sus hijas, Anne y Lucy, y su trabajo como manitas para St. Joseph, la iglesia católica que es la piedra angular de la sociedad de Browerville. Pero cuando un trágico accidente se lleva la vida de Krystyna, Eddie está seguro de que su corazón no se repondrá jamás. El amor que ella prodigaba a su familia, el modo en que cepillaba el pelo de las niñas, en que recibía a Eddie al final de la jornada… todos esos preciosos dones se han perdido para siempre. La ciudad forma una piña para darle su apoyo, pero hay un miembro de la comunidad que es incapaz de expresar lo que la pérdida de Krystyna ha supuesto para ella. La hermana Regina, profesora de las niñas en St. Joseph, siempre ha sentido una afinidad especial con los Olczak. Pero sus votos le impiden acercarse demasiado a ellos… incluso en un momento tan trágico. La hermana Regina siempre ha intentado reafirmar su compromiso cuando las estrictas reglas de la orden la desesperan. Pero con el tiempo, en tanto que Eddie y ella se van conociendo mejor, y encuentran una conexión que va más allá del amor común por Krystyna y las niñas, se enfrenta a un difícil desafío. Y ambos deben reunir el valor para mirar dentro de su corazón y tomar sus propias decisiones.

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Recorrieron el pasillo central y subieron por los escalones de madera hasta el segundo piso, más allá de la hilera de puertas cerradas de los dormitorios, hasta la diminuta capilla en el extremo noroeste.

Dentro de la capilla seis monjas estaban arrodilladas en sendos reclinatorios. Dos reclinatorios más esperaban, vacíos. La hermana Agnes se arrodilló en uno. La hermana Regina lo hizo en el otro. No dijeron una palabra. Ni un solo velo se movía en la absoluta quietud de la capilla. Al frente de la habitación, sobre un diminuto altar, un par de velas ardían al pie de un crucifijo de alabastro. La luz de dos ventanas que daban al norte se apagaba al pasar por una banda de encaje marrón que teñía la capilla del tono rojizo y oscuro del té.

Ni los descansos para los brazos ni los apoyos para las rodillas de los reclinatorios tenían cojines. La hermana Regina se hincó sobre el firme roble y sintió un dolor que subía desde las piernas hasta las articulaciones de la cadera. Lo ofreció al cielo por los fieles fallecidos, con la esperanza de que pudiera cumplir mejor con sus votos. Uno de ellos era el voto de pobreza. La austeridad y la falta de comodidades terrenales, representada en ese momento por la falta de cojines en los reclinatorios, eran parte de esa pobreza. Ella lo aceptaba sin chistar, del mismo modo que aceptaba que el cielo fuera azul. Como parte de su vida de monja benedictina, y después de once años de haber entrado en el noviciado, ya no pensaba en la suavidad de los muebles de su hogar ni en el lujo de beber toda la leche tibia que deseara directamente de vaca. Juntó las manos, cerró los ojos e inclinó la cabeza, como sus hermanas.

Había comenzado la meditación. Ése era el momento en el cual se podía estar más cerca de Dios, pero para hacerlo, uno tenía que vaciarse cada vez más y llenarse de su amor divino.

Y fue en el instante en que la hermana Regina intentaba vaciarse a sí misma, cuando las campanas comenzaron a repicar al unísono, lo que indicaba el inicio de la vida eterna para Krystyna Olczak. Ante aquellas notas de celebración, la cabeza de la hermana Regina se levantó y abrió los ojos. Él las estaba tocando, el señor Olczak, ¡oh! ¿Cómo podía soportarlo?

Se encontró haciendo justo lo que la reverenda madre le advirtió que no hiciera: poner en tela de juicio la muerte de Krystyna. Ansiaba discutir todo aquello con su abuela Rosella, la mujer más profundamente religiosa que la joven Regina Potlocki hubiera conocido. La abuela nunca cuestionaba la voluntad de Dios. Fue Rosella quien estuvo convencida por completo de que era la voluntad de Dios que la joven Regina se convirtiera en monja.

Hubo un momento, mientras veía a las niñas Olczak marcharse con sus tías, tíos, abuelos y primos, en que la hermana Regina deseó que ella también pudiera refugiarse en el seno de su familia, sólo por aquel día, pero cuando tomó los votos renunció a todos los lazos temporales con su familia. La Santa Regla sólo permitía visitar el hogar una vez cada cinco años. Su familia eran ahora aquellas siete monjas con las que vivía, trabajaba y oraba en el convento.

Abrió los ojos y las miró tan discretamente como le fue posible.

La hermana Dora, que daba clases al primero y segundo grados, era la más animada y feliz de todas. Era una excelente maestra. Aunque la Santa Regla prohibía las amistades especiales dentro de la comunidad, la hermana Dora era la favorita de Regina.

La hermana Mary Charles, que impartía el quinto y sexto grados, era una tirana que obtenía satisfacción al azotar a los niños traviesos con una tira de hule en el salón floral. La hermana Regina pensaba seriamente que la hermana Mary Charles necesitaba que alguien le diera a ella una zurra para ver si así cambiaba su forma de ser.

La hermana Gregory, la maestra de piano, tan gorda como un cerdo de Yorkshire de los que llevan a vender al mercado, siempre rechazaba el postre por las noches, con el pretexto de ofrecer su sacrificio al cielo, pero luego, cuando lo ponían frente a ella, lo mordisqueaba hasta terminarlo.

La hermana Samuel, la organista, era patéticamente bizca y con frecuencia sufría ataques inclementes de la fiebre del heno. Estornudaba por todo.

La hermana Ignatius, la cocinera, era muy vieja, artrítica y completamente adorable. Había estado en aquel convento más tiempo que cualquiera de ellas.

La hermana Cecilia, la encargada de la administración de la casa, era la que le decía a la madre Agnes todo lo que descubría o de lo que se enteraba dentro de la comunidad, para lo cual alegaba que el bienestar espiritual de una afectaba al bienestar espiritual de todas. Era una chismosa descarada y la hermana Regina comenzaba a cansarse de tener que perdonarla por ello.

La hermana Agnes, la superiora del convento y directora de la escuela, estaba confabulada con la hermana Cecilia para supervisar las conciencias de las demás monjas, en lugar de dejar que cada una de ellas se encargara de la propia. Enseñaba el séptimo y octavo grados y se apegaba estrictamente a la Santa Regla y a la constitución de la orden.

Todas meditaban en silencio; el señor Olczak había ayudado a cada una de ellas cientos de veces; todas conocían a las dos niñas y habían dependido de la caridad de su madre en innumerables ocasiones. ¿En realidad podían no preocuparse por los efectos que aquella tragedia tendría en esa familia? Bueno, pues la hermana Regina no podía. Su mente estaba llena de imágenes de Anne, Lucy y su padre. ¿Ya se habría marchado a casa con ellas? ¿Lloraría aquella noche en su cama, sin Krystyna? ¿Lo harían las niñas? ¿Qué se sentiría amar a alguien así y luego perderlo?

Cuando la meditación terminó, la madre Agnes se levanto y guió en silencio a las hermanas fuera de la capilla; la hilera de mujeres descendió los escalones para dirigirse calladamente al refectorio, a sus lugares acostumbrados. Comenzaron dando gracias, dirigidas por la hermana Gregory, quien encabezaba las plegarias esa semana. La hermana pidió una bendición especial para el alma de Krystyna Olczak y su familia. Luego empezaron con su sencilla cena, que esa noche consistía en estofado de vaca, servido sobre fideos hervidos, con un plato de betabeles en conserva que cultivaban en su propio jardín y que la hermana Ignatius había cocinado.

Después de los rezos vespertinos las monjas se retiraron a sus celdas, regidas por el voto de silencio nocturno hasta las seis y media de la mañana. La celda de la hermana Regina era un duplicado de las otras: un cuarto estrecho con un camastro, un escritorio, una silla, una lámpara, una ventana y un crucifijo. No tenía baño ni reloj y sólo contaba con un pequeño clóset en el que colgaban dos mudas extra de ropa y un espejo diminuto, apenas del tamaño de un platito, que ella usaba para acomodarse el velo en su sitio. No usaba el espejo para otra cosa, porque había dejado atrás la vanidad hacía muchos años, junto con otras sofisticaciones mundanas, cuando hizo sus votos.

Se quitó el hábito y se puso un camisón blanco que sacó del clóset. Cuando sonó la última campanada a las diez de la noche para que las luces se apagaran, la hermana Regina yacía tendida en la oscuridad, con los brazos apretados sobre las mantas, que estiraba con fuerza contra el pecho, con la esperanza de que eso aliviara la angustia que sentía en su interior. Sin embargo, todo el dolor y tristeza que con tanta obediencia había sublimado, estallaron en una oleada de llanto. Y aunque comenzó como dolor por los Olczak, fue cambiando hasta convertirse en algo muy distinto, porque en algún momento, mientras lloraba, se dio cuenta de que también lo hacía por su creciente insatisfacción con la vida que eligió. Había creído que la vida comunal de las benedictinas sería una fuente de fuerza, apoyo y que le proporcionaría una constante sensación de paz interior. Un valle de serenidad sin conflicto donde el sacrificio, la oración y el trabajo arduo le acarrearían la felicidad interna que no deja cabida para desear nada más. Pero en vez de ello, lo que obtenía era silencio cuando necesitaba comunicarse, alejamiento cuando necesitaba proximidad.

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