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Danielle Steel: La casa

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Danielle Steel La casa

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Sarah es una exitosa abogada y socia del bufete en el que trabaja en San Francisco. Sin embargo, su vida personal es bastante desastrosa, pues vive desde hace cuatro años una relación que no le satisface en absoluto a Phil, un colega abogado. Todo cambia el día en que su cliente favorito, un anciano millonario, le lega una cuantiosa suma de dinero en su testamento y la posibilidad de adquirir la inmensa mansión en la que él residía. En esta casa solariega a Sarah le esperan muchas sorpresas: una emotiva historia familiar, la felicidad de ver sus sueños cumplidos… y un hombre completamente diferente a Phil.

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– Cielos, espero que no -rió Stanley-. Ni siquiera había imaginado que llegaría hasta aquí.

Sarah le dejó una pila de libros nuevos, música y un pijama de raso negro que Stanley pareció encontrar divertido. Nunca lo había visto de tan buen humor, de ahí que la llamada que recibió el 1 de noviembre, dos semanas más tarde, la afectara doblemente. Siempre había sabido que tarde o temprano sucedería, pero, así y todo, la noticia la cogió totalmente desprevenida. Después de más de tres años llevando sus asuntos legales y disfrutando de su amistad, había empezado a creer que Stanley viviría eternamente. La enfermera le contó que el anciano había fallecido plácidamente durante la noche, mientras dormía escuchando la música que ella le había regalado y luciendo el pijama de raso negro. Después de una buena cena se quedó dormido y se marchó de este mundo sin un suspiro, sin un gemido, sin una última palabra a nadie. La enfermera lo encontró una hora más tarde, cuando fue a ver cómo estaba. Dijo que la expresión de su rostro era de absoluta paz.

Los ojos de Sarah se llenaron de lágrimas. Había tenido una mañana difícil en el despacho, tras una acalorada discusión con dos de sus socios por algo que habían hecho y que ella no aprobaba. Tenía la sensación de que se habían confabulado contra ella. Y la noche previa había discutido con el hombre con quien salía, lo cual no era nada insólito, pero así y todo le afectó. En el último año habían empezado a discrepar más. Los dos llevaban una vida ajetreada y estresante y solo se veían los fines de semana. No obstante, a veces ella y Phil se irritaban por tonterías. Y la noticia de la muerte de Stanley era la gota que colmaba el vaso. Sarah sentía que se le había ido alguien importante, y le vino a la memoria el recuerdo de la muerte de su padre, acaecida veintidós años atrás, cuando ella tenía dieciséis.

En cierto modo, pese a ser su cliente, Stanley era la única figura paterna que Sarah había tenido desde entonces. Le decía constantemente que no trabajara tanto, que aprendiera de los errores que él había cometido. Ningún otro hombre le había dicho jamás esas cosas, y era consciente de lo mucho que iba a echarle de menos. No obstante, era para esto para lo que habían estado preparándose, la razón por la que ella había entrado en su vida, para organizar su patrimonio y la forma en que iba a ser repartido entre los herederos. Había llegado el momento de hacer su trabajo. A lo largo de los últimos tres años había estado elaborando las bases. Sarah lo tenía todo organizado, a punto y en orden.

– ¿Se encargará usted de los preparativos? -preguntó la enfermera.

La mujer ya había comunicado la noticia a las demás enfermeras, y Sarah se ofreció a llamar a la funeraria. Stanley la tenía escogida desde hacía tiempo, pero había insistido en que no deseaba funeral. Quería que lo incineraran y enterraran con la máxima discreción. No quería dolientes. Todos sus amigos y socios estaban muertos y sus familiares no le conocían. Solo tenía a Sarah para organizarlo todo.

Después de hablar con la enfermera efectuó las llamadas pertinentes y comprobó, sorprendida, que la mano le temblaba al marcar los números. Stanley sería incinerado al día siguiente y enterrado en Cypress Lawn, en un espacio dentro del mausoleo que había comprado doce años atrás. Le preguntaron si habría oficio religioso y Sarah dijo que no. La funeraria recogió el cuerpo una hora después, y la congoja acompañó a Sarah durante todo el día, en especial mientras dictaba la carta para los herederos. En ella proponía realizar una lectura del testamento en las oficinas de su bufete, algo que Stanley había solicitado en el caso de que los herederos estuvieran dispuestos a viajar a San Francisco. Así podrían aprovechar la oportunidad de inspeccionar la casa que habían heredado y decidir qué hacer con ella. Existía la posibilidad de que alguno quisiera conservarla y deseara comprar a los demás su parte, si bien tanto Sarah como Stanley habían considerado esa opción muy poco probable. Ni uno solo de los herederos vivía en San Francisco y a ninguno le interesaría tener una casa allí. Sarah tenía numerosos detalles de los que ocuparse. Y el cementerio le había notificado que la inhumación de Stanley tendría lugar a las nueve de la mañana del día siguiente.

Sarah sabía que tardaría días o semanas en tener noticias de los herederos. Quienes no desearan o no pudieran asistir a la reunión recibirían una copia del testamento inmediatamente después de su lectura. Y era preciso autenticar el patrimonio. Liberar los bienes de Stanley llevaría su tiempo. Sarah puso en marcha la maquinaria ese mismo día.

Entrada la tarde, la enfermera jefe se personó en su despacho para entregarle las llaves de todas las enfermeras. La asistenta que llevaba años limpiando las habitaciones del ático seguiría haciéndolo. También mantendrían la empresa de limpieza que acudía una vez al mes para ocuparse del resto de la casa. Sarah se sorprendió de lo poco que había que hacer. Además, Stanley tenía tan pocos muebles y objetos personales que, cuando llegara el momento de vaciar la casa para ponerla a la venta, Goodwill podría llevárselo todo. No había nada en esa casa que los herederos pudiesen querer. Stanley era un hombre sencillo, con pocas necesidades y ningún lujo, y se había pasado los últimos años postrado en la cama. Hasta su reloj de pulsera carecía de valor. Había comprado un reloj de oro en una ocasión, pero lo había regalado. Todo lo que tenía eran inmuebles y centros comerciales, pozos de petróleo, inversiones, acciones, bonos y la casa de la calle Scott. Stanley Perlman había poseído una enorme fortuna y muy pocos objetos. Y gracias a Sarah, en el momento de su fallecimiento su patrimonio estaba en perfecto orden.

Sarah se quedó en el despacho hasta las nueve de la noche examinando archivos, respondiendo correos electrónicos y archivando documentos que llevaban días descansando sobre su mesa. Finalmente comprendió que estaba retrasando el momento de volver a casa, como si temiera que el vacío de la calle Scott se hubiera trasladado a su hogar. El dolor que le producía la ausencia de Stanley era profundo. Telefoneó a su madre, pero no la encontró. Telefoneó a Phil, miró la hora y cayó en la cuenta de que estaba en el gimnasio. Pocas veces, por no decir nunca, se veían entre semana. Phil iba al gimnasio todas las noches después del trabajo. Era abogado laboralista de un despacho de la competencia especializado en casos de discriminación y trabajaba tantas horas como ella. Cenaba con sus hijos dos veces por semana porque no le gustaba quedar con ellos los fines de semana, que prefería dedicar a actividades de adultos, casi siempre con Sarah. Trató de localizarlo en el móvil, pero Phil lo apagaba cuando estaba en el gimnasio. No dejó ningún mensaje porque no sabía qué decir. Sabía que Phil la haría sentirse como una estúpida. Podía imaginar la conversación. «Mi cliente de noventa y nueve años murió anoche y estoy muy triste.» Phil se reiría de ella y respondería: «¿Noventa y nueve años? ¿Estás bromeando?… Se diría que hace mucho que salió de cuentas.» Sarah le había mencionado a Stanley una o dos veces, pero casi nunca hablaban de trabajo. A Phil le gustaba dejarlo en la oficina. Ella, en cambio, lo trasladaba a casa de muchas maneras. Se llevaba carpetas para estudiarlas y se preocupaba de sus clientes, de sus problemas y planes tributarios. Phil dejaba a sus clientes en la oficina, y sus preocupaciones sobre la mesa. Sarah iba con ellos a todas partes. Y la tristeza por la muerte de Stanley le pesaba profundamente.

No tenía a nadie con quien hablar. Nadie con quien compartir su abrumadora sensación de vacío. Le era imposible explicar lo que sentía. Experimentaba la misma sensación de pérdida que el día que su padre falleció, pero esto era mucho peor. Esta vez no sentía estupefacción, y tampoco alivio. En realidad no había vivido la muerte de su padre como la pérdida de un ser querido, sino como la pérdida de una idea. La idea del padre que nunca había sido, de la fantasía que su madre había creado para ella. Pese a vivir en la misma casa, Sarah llevaba años sin hablar con su padre cuando este murió. Era imposible. Siempre estaba demasiado borracho para poder hablar o pensar, o para salir con ella. Cuando llegaba del trabajo bebía hasta perder el conocimiento y llegó un momento en que ya ni se molestaba en ir a trabajar. Se quedaba en el dormitorio y bebía mientras su madre se esforzaba por encubrirlo, trabajaba en una inmobiliaria para mantenerlos a los tres y pasaba por casa varias veces al día para comprobar su estado. El padre de Sarah murió a los cuarenta y seis años de una afección hepática siendo un completo extraño para su hija. Stanley, en cambio, había sido su amigo. Y el dolor, en este caso, era mucho más intenso. Ahora que Stanley no estaba, tenía alguien a quien echar de menos.

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