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Danielle Steel: La casa

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Danielle Steel La casa

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Sarah es una exitosa abogada y socia del bufete en el que trabaja en San Francisco. Sin embargo, su vida personal es bastante desastrosa, pues vive desde hace cuatro años una relación que no le satisface en absoluto a Phil, un colega abogado. Todo cambia el día en que su cliente favorito, un anciano millonario, le lega una cuantiosa suma de dinero en su testamento y la posibilidad de adquirir la inmensa mansión en la que él residía. En esta casa solariega a Sarah le esperan muchas sorpresas: una emotiva historia familiar, la felicidad de ver sus sueños cumplidos… y un hombre completamente diferente a Phil.

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Sarah miró por la ventanilla del taxi cuando pasaron por delante de la catedral Grace, en lo alto de Nob Hill, y se recostó de nuevo pensando en Stanley. Se preguntó si estaba seriamente enfermo y si ese sería su último encuentro. La pasada primavera había sufrido dos neumonías y en ambas ocasiones había salido milagrosamente airoso. Tal vez esta vez fuera diferente. Las enfermeras lo cuidaban con esmero, pero, dada su edad, tarde o temprano algo conseguiría llevárselo. A ella le horrorizaba esa posibilidad, pero era consciente de que era inevitable. Sabía que iba a extrañarlo mucho cuando ya no estuviera.

Sarah llevaba su larga melena castaña echada cuidadosamente hacia atrás, y sus ojos eran grandes y de un azul casi aciano. El día que se conocieron, Stanley había reparado en ese detalle y le había preguntado si llevaba lentillas de color. Sarah se echó a reír y le aseguró que no. Su piel, por lo general clara, estaba bronceada tras varios fines de semana en el lago Tahoe. A Sarah le gustaba hacer senderismo, nadar y montar en bicicleta de montaña. Sus escapadas de los fines de semana constituían un excelente respiro después de las largas horas que pasaba en el despacho.

Se había ganado a pulso su nombramiento como socia del bufete. Oriunda de San Francisco, se había licenciado cum laude por la facultad de derecho de Stanford. Con excepción de sus cuatro años de universidad en Harvard, siempre había vivido en San Francisco. Sus referencias y su entrega al trabajo habían impresionado a Stanley y a los socios del bufete. El día que se conocieron, Stanley la acribilló a preguntas y comentó que más que una abogada parecía una modelo: Sarah era alta, delgada, de complexión atlética, y poseía unas piernas increíblemente largas que Stanley admiraba en secreto.

Vestía un traje azul marino, la clase de atuendo con el que siempre iba a verlo. Como único adorno, unos pendientes de brillantes que Stanley le había regalado por Navidad. Los había encargado personalmente por teléfono a Neiman Marcus. Por lo general no era un hombre espléndido, prefería dar dinero a sus enfermeras por Navidad, pero sentía debilidad por Sarah, y ese sentimiento era mutuo. Sarah le había regalado varias mantas de cachemir. La casa siempre estaba fría y húmeda, pero Stanley reñía a las enfermeras cuando encendían la calefacción: prefería cubrirse con una manta a ser, en su opinión, descuidado con el dinero.

A Sarah le intrigaba el hecho de que Stanley hubiera vivido siempre en el ático, en las dependencias del servicio, en lugar de hacerlo en la zona principal de la casa. Él argumentaba que había comprado la casa como inversión, que su intención siempre había sido venderla, aunque al final no lo hizo. La conservaba más por pereza que por una cuestión de cariño. Era una casa grande y bonita, construida en los años veinte. Stanley le había contado que la familia que la mandó construir se había arruinado en el crack de 1929 y que él la había comprado en 1930. A continuación, se instaló en uno de los cuartos que habían pertenecido a las criadas con una vieja cama de bronce, una cómoda que habían abandonado allí los anteriores propietarios y una butaca con los muelles, a esas alturas, tan reventados que sentarse en ella era como hacerlo en un bloque de cemento. Hacía ya diez años que la cama de bronce había sido reemplazada por una cama de hospital. De la pared pendía únicamente una vieja fotografía del incendio ocurrido tras el terremoto; no había ni una sola fotografía de una persona: en la vida de Stanley no había habido personas, solo inversiones y abogados.

En la casa tampoco había objetos personales. Los primeros propietarios habían vendido los muebles en una subasta, por unas pocas monedas, y Stanley nunca se molestó en reamueblarla. Las estancias, elegantes en su día, eran espaciosas. De algunas ventanas pendían cortinas hechas jirones, mientras que otras estaban tapadas con tablones para que los curiosos no pudieran fisgonear. Y aunque Sarah no lo había visto, le habían contado que había un salón de baile. En realidad no conocía la casa. Siempre entraba por la puerta de atrás y subía directamente al ático por la escalera de servicio. Su único propósito cuando acudía a esa casa era ver a Stanley. No tenía motivos para pasearse por ella, aunque era consciente de que algún día, cuando él ya no estuviera, probablemente tendría que ponerla a la venta. Todos sus herederos vivían en Florida, Nueva York o el Medio Oeste, y a ninguno le interesaría poseer semejante mansión en California. Por muy bella que hubiera sido en otros tiempos, no sabrían, como le había sucedido a Stanley, qué hacer con ella. Costaba creer que llevara setenta y seis años en la casa y que jamás la hubiera amueblado ni hubiera abandonado el ático. Pero así era Stanley. Algo excéntrico quizá, modesto y sin pretensiones, y un cliente leal y respetado. Sarah Anderson era su única amiga. El resto del mundo se había olvidado de su existencia. Y los pocos amigos que había tenido en otro tiempo estaban muertos.

El taxista se detuvo en el número de la calle Scott que Sarah le había dado. Ella pagó, cogió la cartera, se apeó del taxi y pulsó el timbre de la puerta de servicio. Como había imaginado, allí arriba el aire era más frío y brumoso, y tiritó bajo la delgada tela de su chaqueta: debajo del traje azul marino llevaba solo un fino jersey de color blanco. Su aspecto era, como siempre, serio y profesional cuando la enfermera le abrió la puerta y sonrió. Sarah sabía que la casa tenía cuatro plantas y un sótano, y las enfermeras mayores que cuidaban de Stanley se movían despacio. La enfermera que le abrió era relativamente nueva, pero había visto a Sarah en otra ocasión.

– El señor Perlman la está esperando -dijo educadamente, haciéndose a un lado para dejar pasar a Sarah antes de cerrar la puerta tras de sí.

Siempre utilizaban la puerta de servicio, pues quedaba más cerca de la escalera que conducía al ático. Nadie había abierto en años la puerta principal, que permanecía cerrada con llave y cerrojo. Las luces del resto de la casa nunca se encendían. Desde hacía años, las únicas luces que brillaban eran las del ático. Las enfermeras preparaban la comida en una pequeña cocina situada en la misma planta, que en otros tiempos había servido de despensa. La cocina principal, actualmente una pieza de museo, estaba en el sótano. Tenía una fresquera, y neveras que antiguamente el vendedor de hielo llenaba con grandes bloques. Los fogones eran una reliquia de los años veinte y Stanley no los había encendido desde los años cuarenta. La cocina estaba diseñada para albergar a un gran número de cocineros y sirvientes que supervisaban un ama de llaves y un mayordomo, un estilo de vida que nada tenía que ver con Stanley. Durante años Perlman había llegado a casa con sándwiches y comida preparada que compraba en cafeterías y restaurantes modestos. Nunca cocinaba, y siempre salía a desayunar, hasta el día que quedó postrado en la cama. La casa no era más que el lugar donde dormía, se duchaba y se afeitaba por las mañanas. Después se iba a su despacho, situado en el centro de la ciudad, para seguir generando dinero. Raras veces regresaba a casa antes de las diez de la noche. A veces incluso pasada la medianoche. No tenía razones para darse prisa en llegar a casa.

Cartera en mano, Sarah siguió a la enfermera a un ritmo solemne. La escalera, iluminada por unas pocas bombillas peladas, siempre estaba en penumbra; era la que había utilizado el servicio en los tiempos gloriosos. Los escalones, de acero, estaban cubiertos por una estrecha franja de moqueta desgastada. Las puertas que conducían a las diferentes plantas permanecían siempre cerradas y Sarah no divisó la luz del día hasta que alcanzó el ático. La habitación de Stanley se hallaba al final de un largo pasillo, invadida en su mayor parte por la cama de hospital. Había sido preciso trasladar la estrecha y siniestra cómoda al pasillo para hacerle sitio. La cama tenía como única compañía la desvencijada butaca y una mesilla de noche. Cuando Sarah entró en el cuarto, el anciano abrió los ojos y la miró. Tardó unos instantes en reaccionar y eso la inquietó. Luego, poco a poco, una sonrisa se abrió paso en sus ojos y alcanzó finalmente los labios. Parecía cansado y Sarah temió que en esta ocasión Stanley no estuviera equivocado. Por primera vez aparentaba los noventa y ocho años que tenía.

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