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Colleen McCullough: La Pasión Del Doctor Christian

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Colleen McCullough La Pasión Del Doctor Christian

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En el año 2032, la vida en Estados Unidos es difícil por falta de combustible; la calefacción funciona media hora al día. Ha comenzado una nueva era glacial y en invierno se ha de evacuar a los habitantes de los Estados del Norte. Asimismo está prohibido tener más de un hijo. El presidente decide animar a la población lanzando la operación Mesías. Se trata de seleccionar a un hombre o mujer de 30 a 45 años, religioso sin dogmatismo y, sobre todo, dotado de un carisma irrefutable; también debe tener, por lo menos, cinco generaciones de antepasados norteamericanos. Dentro de la comisión que realiza la búsqueda del personaje está la doctora Judith Carriol. Es ella la que se decide por la candidatura del médico Joshua Christian, quien, aunque reacio a publicar sus trabajos, ha alcanzado notoriedad local con su descubrimiento de la «neurosis del milenio». Judith arregla un encuentro casual con Christiany le convence para que escriba un libro que ha de ser el más importante de toda la historia de la Humanidad. Con la publicación del libro empieza el lanzamiento del nuevo Mesías, quien no sospecha que forma parte de un proyecto de la Casa Blanca.

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– No creo que Mary y Martha lleguen a casa hasta mañana -dijo James.

– ¡Pobrecitas! Pensar que van a enterarse sin que estemos con ellas para ayudarlas -dijo su madre, que no había derramado una sola lágrima.

– Voy a hacer café -dijo Miriam, desapareciendo hacia la cocina, porque era incapaz de sentarse, incapaz de pensar o de mirar a aquellos tres rostros queridos.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó la madre a Andrew, que estaba sentado a su lado.

– Seguiremos. El trabajo no ha terminado. Acaba de empezar. Seguimos.

James se estremeció.

– Será muy duro, sin la gula de Joshua.

– No, va a ser más fácil.

– Sí -dijo James, después de un momento-. ¡Sí, lo haremos!

Permanecieron sentados los tres, en perfecta comunión.

Martha y Mary estaban en el tren cuando oyeron la noticia. Aunque en ese momento, Mary se disgustó por el comportamiento de Andrew con ellas dos, tuvo tiempo de calmarse en el esfuerzo por coger el tren, sobre todo porque debía de cuidar de Martha. Cuando estuvieron en el tren, Mary agradeció a Andrew su postura.

El tren estaba casi vacío a causa de la marcha. A las nueve de la noche llegó a Filadelfia y se detuvo. La plataforma estaba desierta, sin rastros de seres humanos, pero con sus despojos.

Los altavoces anunciaron en voz alta y clara las noticias de la radio local.

Mary y Martha oyeron en voz alta y clara las noticias de la radio local.

Martha se derrumbó contra Mary, pero no se desmayó. Mary escuchó la voz sin sorprenderse. El tren se puso en movimiento otra vez, como si el hombre que lo conducía prefiriera alejarse de esa voz.

«Lo sabía -pensó Mary-. Esta mañana supe que no volvería a verle y prefiero no estar con todas cuando lo anuncien. Los chicos y Miriam se ocuparán de mamá. Debo resignarme. Ya no puedo soportarlo más. Todo lo que deseaba era viajar. Y ellos me lo negaron siempre. Él me lo negó. La única persona que he amado, no me amó nunca, nunca pudo amarme.»

– ¡Oh, Mary! ¿Cómo voy a vivir? -preguntó Martha, con el rostro escondido.

– Como el resto de nosotros -respondió Mary-. A su sombra, como siempre.

El doctor Charles Miller, cirujano vascular, dijo a su esposa, que se preparaba para acostarse:

– ¡Se crucificó él mismo! ¡Te lo digo en serio! Y no puedo dejar de preguntarme: ¿Es así como le hemos hecho sentir? ¿Creyó que debía morir por nosotros? ¡Oh Dios, mío!

El doctor Ignatius O'Brien, cirujano plástico, le comentaba a su amante del mismo sexo, en su estudio de Arlington:

– ¡No creo que mi carne deje de hormiguearme! Al principio, pensé que estaba vivo, porque sus ojos miraban con una pena tan amarga y había una sabiduría en ellos… No puedo creer que esos ojos hayan muerto con el resto de su cuerpo.

El doctor Samuel Feinstein le dijo a su secretaria de mediana edad, en su consultorio del hospital Walter Reed.

– Bueno, por lo menos, esta vez no pueden culpar a los judíos, Ida. Si fuera cristiano, probablemente, sabría si lo que hizo fue una blasfemia o un martirio, pero no lo soy y nunca lo seré. ¿Pero sabe lo que más me impresionó? Esa mujer, Judith Carriol, parada allí con una gran sonrisa, diciendo algo así como: «¡Bien hecho, Joshua! Nunca pude soñar un mejor final para la Operación Mesías!» Oh, Ida, ¿significa eso que él lo fue?

El doctor Amplefforth, especialista en shock y quemaduras, le contaba a su novia de dieciocho años, durante un encuentro planeado originalmente para discutir sobre su matrimonio.

– Escucha, Sussy, cuando estoy preocupado, sé que hablo en sueños. Pero son sólo tonterías. Así que si me oyes hablar, por el amor de Dios, no te creas nada, ¿de acuerdo?

El doctor Horace Percey confesaba a su propio analista en el consultorio, al comienzo de la sesión.

– ¡Fue horroroso, Martin! El hombre de Holloman, relleno de paja. ¿Le escuchaste anoche, hablando del credo para el tercer milenio? Más bien me parece un nuevo opio para las masas.

El doctor Barney Williams le decía a su mujer durante la comida.

– ¡Pobre infeliz! Sólo en ese horrible lugar y tuvo las agallas de morir así… Debe haber tardado una hora en poder colgarse así. ¡Oh, y su cara!

La señorita Emilia Massino, enfermera general y capitán de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, le comentaba a su amante, disculpándose por no estar de buen humor.

– No voy a poderlo olvidar mientras viva, Charles. ¿Conoces esos retratos de Jesús, cuya mirada te sigue a donde vayas? Bueno, así eran sus ojos. Tuve que moverme alrededor de él. Pero sus ojos me seguían…

La señorita Lurline Brown, enfermera especializada en terapia intensiva y mayor del Ejército norteamericano, le decía a su ministro:

– ¡Oh, reverendo Jones, yo tenía que estar allí! Cada vez que regreso tengo una experiencia mística. Ahora sé por qué. Así que le dije a mi marido y a mis hermanos que vayan a la isla y consigan esa cruz. ¡Él es el nuevo Redentor! ¡Aleluya!

Dos días más tarde, Tibor Reece, apesadumbrado, recordó algo que había olvidado hacer y dio las órdenes. Como resultado de esas órdenes, tres malhumorados marinos profesionales, se trasladaron en helicóptero a Pocahontas Island. Recibieron órdenes de entrar en el patio, encontrar un cobertizo de piedra, sacar todos los maderos que encontraran, llevarlos a una zona despejada, rociarlos con combustible y esperar a que se convirtieran en cenizas.

No les explicaron los motivos de esas órdenes. Aterrizaron, entraron en el patio y sacaron los maderos del cobertizo. Los arrastraron hasta un claro frente a la pared del patio y les prendieron fuego. Las maderas ardieron bien, porque estaban secas y eran muy viejas. En media hora, todo lo que quedó de ellas fue una mancha negra en el suelo.

Los marines subieron al helicóptero y se alejaron. Cuando llegaron a Quantico, informaron a su jefe de que la misión estaba cumplida. El oficial informó a su general y éste pasó la noticia a la Casa Blanca. Como nadie había mencionado que uno de los maderos tenía la forma de una T, ellos no advirtieron nada raro, pero la cruz no estaba en la isla.

A la semana siguiente, un muchacho, perteneciente a una familia tabacalera de Carolina del Norte, telefoneó al Ministerio del Medio Ambiente para informarles de que, lamentablemente, su familia había decidido retirar la oferta de donación del lugar del Presidente, porque consideraron que el Presidente no usaría un lugar tan desolado.

– Tenemos una oferta que no podemos rechazar, una oferta mucho más grande que la que ustedes nos ofrecían originalmente. La oferta proviene de una organización religiosa negra, muy poderosa y muy grande. Parece ser que quieren convertir el lugar en un centro de trabajo. Y como además preservarán los pájaros y la vida silvestre, honestamente nos parece que no podemos negarnos. Voy a ser sincero. ¡Necesitamos urgentemente ese dinero!

El funcionario terminó la conversación con un suspiro, pero sin sentirse demasiado molesto. De todas maneras, cuando bajó a informar de la llamada, no lo hizo al señor Magnus, porque éste había sido retirado de su puesto de forma repentina e inesperada. La razón oficial que se dio fue un problema de salud, pero corrían rumores por todo el Ministerio de que Harold Magnus estaba comprometido con la muerte del doctor Christian. El nuevo candidato era un profesional, una decisión del Presidente, que agradó a todo el departamento: la doctora Judith Carriol.

El funcionario informó del asunto a la doctora Judith Carriol.

Se puso muy rígida y sus ojos, que siempre parecían lejanos, cobraron vida. Rió hasta que se le cayeron las lágrimas y tuvo que toser para no ahogarse.

– Por supuesto, si usted quiere, podemos insistir -dijo el empleado-. La oferta fue verbal, pero tenemos una carta.

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