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Colleen McCullough: La Pasión Del Doctor Christian

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Colleen McCullough La Pasión Del Doctor Christian

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En el año 2032, la vida en Estados Unidos es difícil por falta de combustible; la calefacción funciona media hora al día. Ha comenzado una nueva era glacial y en invierno se ha de evacuar a los habitantes de los Estados del Norte. Asimismo está prohibido tener más de un hijo. El presidente decide animar a la población lanzando la operación Mesías. Se trata de seleccionar a un hombre o mujer de 30 a 45 años, religioso sin dogmatismo y, sobre todo, dotado de un carisma irrefutable; también debe tener, por lo menos, cinco generaciones de antepasados norteamericanos. Dentro de la comisión que realiza la búsqueda del personaje está la doctora Judith Carriol. Es ella la que se decide por la candidatura del médico Joshua Christian, quien, aunque reacio a publicar sus trabajos, ha alcanzado notoriedad local con su descubrimiento de la «neurosis del milenio». Judith arregla un encuentro casual con Christiany le convence para que escriba un libro que ha de ser el más importante de toda la historia de la Humanidad. Con la publicación del libro empieza el lanzamiento del nuevo Mesías, quien no sospecha que forma parte de un proyecto de la Casa Blanca.

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– Entonces debemos suponer que se quedó en el lugar de destino, donde no hay teléfono ni ninguna persona, así que si tiene la radio estropeada, no puede ponerse en contacto con nosotros -dijo, mirando a Harold Magnus con reproche-. Gracias, si sabe algo avíseme de inmediato. Estoy en el despacho del ministro del Medio Ambiente. ¡No, no, no cuelgue todavía! Necesito un helicóptero grande para llevar de ocho a diez personas y varios kilos de equipo médico. Es urgente. Búsquelo mientras yo me ocupo de lo demás.

– No puedo hacerlo, señora -contestó-. Todos los aparatos están destinados para el Presidente y las personalidades que deben asistir a la ceremonia.

– ¡Al diablo con la ceremonia y las personalidades! -exclamó la doctora Carriol-. Quiero ese helicóptero.

– Necesitaré una orden del Presidente -dijo la voz, lacónicamente.

– La tendrá, así que empiece a moverse.

– Sí, señora.

Se encendió la luz de otra llamada.

– ¿Sí?

– Walter Reed, doctora Carriol, el administrador.

Le alcanzó el teléfono al señor Magnus.

– Tome, hable usted -dijo fríamente-. Es su problema.

Mientras él hablaba, la doctora Carriol salió de su despacho y pidió comunicación con la Casa Blanca.

– ¿Algún problema, Judith?

– Un gran problema, señor Presidente. Tenemos una situación de emergencia. Aparentemente el doctor Christian está en Pocahontas Island sin la atención médica que debía tener hace horas. No me pueden dar un helicóptero para llevar a los médicos sin una autorización suya, porque dicen que la ceremonia necesita todos los helicópteros para llevar a las personalidades. ¿Podría dar la orden para que me cedan uno?

– Espere un momento. -Ella oyó cómo él daba instrucciones y luego volvió a hablar con ella-. ¿Qué sucedió?

– El señor Magnus tuvo un leve ataque de corazón cuando le dejé esta madrugada. Me temo que sucedió antes de que pudiera organizar la atención médica que debía enviar al doctor Christian. Esto es un gran problema, supongo que se hace usted cargo. Quiero ir inmediatamente a la isla con el equipo médico. También ha habido un problema con el helicóptero que le llevó hasta allí, porque el piloto no ha hecho contacto desde las seis y media de la mañana.

– De modo que Harold ha tenido un ataque al corazón, ¿no es así? -Le pareció que el Presidente hablaba con un tono levemente sarcástico.

– Se desmayó en su despacho, señor. Pedí una ambulancia a Walter Reed.

– ¡Pobre Harold! -dijo, esta vez con un tono abiertamente irónico-. Téngame informado, ¿quiere? Es un consuelo saber que hay alguien sensato en el Ministerio.

– Gracias, señor Presidente.

Volvió a la oficina y esperó que su jefe acabara de hablar con el administrador.

– ¡Muy bien, está todo arreglado -exclamó, sintiéndose un poco mejor al ver que las cosas estaban bajo control-. Ahora puedo dejarle el problema, ¿no? Necesito ir a cambiarme para la ceremonia.

– ¡Ah, no! -dijo la doctora Carriol con firmeza y tranquilidad-. Acabo de salvarle de la furia del Presidente, diciéndole que tuvo usted un ataque al corazón, leve por supuesto, esta mañana. Así que deberá parecer muy enfermo y hará que le lleven en una ambulancia al Walter Reed Hospital, tan pronto como lo pueda organizar.

De repente se puso verde y parecía realmente muy enfermo.

– ¡Pero me voy a perder al rey de Inglaterra! -Luego su expresión se volvió más peligrosa-. ¿Por qué tuvo que contarle eso al Presidente?

– No tuve otra posibilidad. No hay helicóptero disponible para llevar el equipo médico a Pocahontas, y necesité que diera la orden, lo cual significa que sabe todo lo que pasó. Lo siento, señor Magnus, pero yo no inventé el lío. Usted lo hizo. Y ahora se quedará sin ceremonia. Ése será su castigo.

Cuando salió de allí, se prometió que nunca más volvería a quedarse sin coche por culpa del ministro.

Cuando el gran helicóptero del ejército salió del Walter Reed Hospital eran las once y media. Dentro iba la doctora Carriol; Charles Miller, cirujano vascular; Ignatius O'Brien, cirujano plástico; Mark Ampleforth, especialista en shock y quemaduras; Horace Percey, psiquiatra; Samuel Feinstein, fisiólogo; Barney Williams, anestesista; Emilia Massino, enfermera general y Lurline Brow, especialista en terapia intensiva.

Antes de que el helicóptero saliera, la doctora Carriol informó al equipo de que el doctor Christian estaba muy enfermo. Les dijo que aquellos que debieran quedarse serían recompensados con un vuelo a Palm Springs y unas semanas bajo el sol del sur de California. Todas las provisiones serían enviadas por el helicóptero presidencial y no podrían contratar personal doméstico. El piloto del avión del Ejército se encargaría de poner en marcha el generador diesel. En ese vuelo llevarían comida y bebida necesaria para un día y todo el equipo médico necesario, así como una cama de hospital y un tanque con combustible por si no los había en la isla.

Volaron por el mismo terreno por el que había volado Billy unas horas antes y el piloto y la doctora Carriol miraron buscando rastros de un accidente. Cuando dejaron atrás Washington, el cielo se llenó de nubes, pero no era peligroso para la altitud a la que volaba, el helicóptero. Cuando llegaron a la isla estaban seguros de que encontrarían allí a Billy y a su helicóptero.

Dieron vueltas a la isla buscando el helicóptero, pero no hallaron ningún rastro. El piloto se encogió de hombros.

– Me parece, señora, que no se alejaron mucho de aquí -dijo, señalando el lugar donde Billy aterrizó.

– De todas maneras, baje. Quiero echar un vistazo.

Para entonces, ya eran las doce y media, porque el gran aparato del ejército era mucho más lento que el de Billy.

– Apuesto a que el generador está en esa cabaña, bajo los árboles -dijo el piloto, señalando hacia un lugar, que estaba a unos cuatrocientos metros de la casa-. Será mejor que bajen todos antes de que baje a examinar el lugar.

– Gracias por no tener en cuenta las reglas sobre transporte de pasajeros y combustible.

– El Presidente me pidió que lo hiciera así.

El equipo médico desembarcó con todas las cosas y el piloto se dirigió hacia la choza.

Todos esperaban que ella les condujera, así que la doctora Carriol tomó la iniciativa y se dirigió hacia la verja doble de la pared del patio y empujó para entrar.

– ¡Dios mío! Este lugar debió estar infestado de malaria en otra época -dijo el doctor Ampleforth-. ¿Quién construyó la casa aquí?

– Por lo que recuerdo, toda la Costa Oeste estaba infestada de malaria -dijo la doctora Carriol-. Y supongo que se las arreglaron.

Cuando entraron, todo parecía normal, porque el hombre gris colgaba entre las densas sombras, al fondo del pasillo.

La doctora Carriol caminó enérgicamente por el patio y se encaminó a la casa. El equipo médico la seguía, inseguro de la misión que debía llevar a cabo.

A mitad de camino se detuvo abruptamente.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó alguien.

Se detuvo, anduvo unos pasos y volvió a detenerse, tendiendo los brazos para impedir que los demás avanzaran.

– Quédense donde están, por favor.

El doctor Christian colgaba, con los huesos sobresaliendo de sus pies destrozados, con todo el peso de su cuerpo inclinado hacia la tierra, menos la cabeza y las manos. Sus dedos estaban firmemente atados a la soga que mantenía sus muñecas. Miraba hacia abajo, con los ojos entornados. La soga se había clavado en su cuerpo, porque el rostro estaba igualmente congestionado. La lengua estaba dentro de sus labios partidos. Los ojos no se le salían de las órbitas. El paro respiratorio le había privado de oxígeno y su cuerpo tenía el color aguado de la madera. Los moratones eran apenas perceptibles.

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