– Me habrías arruinado la representación -contestó.
– ¿Ah, sí?
La vio asentir con la cabeza.
– ¿Y el hecho de saberlo ha arruinado tu matrimonio? -le preguntó-. ¿Ha arruinado el resto de tu vida?
– Elliott, ¿me estás contando toda la verdad? -inquirió ella a su vez.
– Sí -le aseguró, enfrentando su mirada.
Ella suspiró y se dio la vuelta.
– Nunca he creído en el «felices para siempre» y tampoco lo he buscado -dijo-. Qué tonta he sido al pensar que, sin embargo, lo había encontrado a tenor del día de ayer y de esta mañana. Porque no es así. Pero no te preocupes, no hay nada arruinado. Seguiré adelante. Seguiremos adelante. ¿De verdad te resulto irres…? ¿De verdad te resulto atractiva?
– Sí -respondió. Podría haber rodeado la cama en ese momento para abrazarla, pero tal vez sería un error. Porque el gesto le habría hecho dudar de su sinceridad-. Pero no he usado la palabra «atractiva», por muy bien empleada que esté. La encuentro un poco… insípida para este caso. He usado la palabra «irresistible».
– ¡Vaya! -exclamó ella-. Pues no sé cómo puedes decir algo así. Debo de estar espantosa. -Se miró el vestido.
– La verdad es que sí -convino-. Si hubiera ratones, estoy segurísimo de que saldrían corriendo nada más verte. No sé si sabes que la ropa de vestir no está hecha para meterse en la cama. Y tampoco sé si sabes que el pelo hay que cepillárselo cada cierto tiempo.
– ¡Ah! -exclamó Vanessa con una carcajada. Una carcajada trémula e insegura.
– Permíteme llamar a tu doncella -dijo-. Voy a bajar para decirles a mi madre y a Cecily que esta noche no van a morirse de hambre, que bajarás dentro de media hora.
– Será una tarea hercúlea ponerme presentable solo en media hora -repuso ella mientras Elliott rodeaba la cama de camino a su vestidor.
– No creo -la contradijo él al tiempo que tiraba del cordón de la campanilla-. Lo único que tienes que hacer es sonreír, Vanessa. Tu sonrisa es pura magia.
– En ese caso, tendría que interpretar tus palabras al pie de la letra y bajar tal como estoy, tonto. A tu madre le daría un soponcio.
– Volveré dentro de veinticinco minutos -le dijo antes de entrar en su propio vestidor, tras lo cual cerró la puerta.
Elliott se quedó un rato apoyado en ella, con los ojos cerrados.
Tenía mucho muchos pecados por los que hacer penitencia. Les había hecho daño a muchas personas de un tiempo a esa parte. Sin embargo, a él también se lo habían hecho durante los dos últimos años, y precisamente se trataba de personas en las que confiaba, de modo que se había volcado en sus obligaciones y le había dado la espalda al amor. Y a la risa y a la alegría.
De todas formas, les había hecho daño a muchas personas.
El amor, la risa y la alegría, se repitió.
Personificados en la mujer con la que se había casado a regañadientes y con tanto cinismo.
Se había casado con un tesoro que no merecía en absoluto.
¿Qué acababa de decir Vanessa? Frunció el ceño mientras intentaba recordar.
«Nunca he creído en el "felices para siempre" y tampoco lo he buscado. Qué tonta he sido al pensar que, después de todo, lo había encontrado a tenor del día de ayer y de esta mañana.»
Había sido feliz con él. El día anterior y esa misma mañana.
Feliz para siempre. ¡Dios Santo!
Vanessa había sido feliz.
Desde luego que lo había sido.
Al igual que lo había sido él.
Vanessa pensaba que la tarea de introducir a sus hermanas en la alta sociedad sería hercúlea. Al fin y al cabo, ella conocía tan poco de la alta sociedad como sus hermanas, aunque estuviera casada con un vizconde, con el heredero de un ducado. Podría decirse que prácticamente no sabía nada ni conocía a nadie.
Sin embargo, no resultó ser difícil en absoluto. Solo hacía falta tener una posición respetable como la esposa de un caballero perteneciente a ese selecto grupo. Elliott superaba con creces ese requisito.
Las Huxtable se convirtieron en una especie de curiosidad. En su caso, porque acababa de casarse con uno de los solteros más codiciados de toda Inglaterra. En el caso de Margaret y de Katherine, porque eran las hermanas del nuevo conde de Merton, que había resultado ser un muchacho muy joven, muy apuesto y muy atractivo pese a su falta de sofisticación, o tal vez precisamente por eso. Además, Margaret y Katherine contaban con el interés añadido de su considerable belleza.
La alta sociedad, descubrió pronto Vanessa, ardía constantemente en deseos de conocer caras nuevas, de escuchar historias nuevas y de enterarse de nuevos escándalos. La historia de que el flamante conde de Merton y sus hermanas habían estado escondidos en un pueblecito recóndito, viviendo en una casa más pequeña que el cobertizo de un jardín (por que la alta sociedad también tenía la tendencia de exagerar mucho), había capturado la imaginación colectiva y avivado las conversaciones de salón durante más de una semana. Al igual que el hecho de que una de sus hermanas hubiera conseguido la mano, si no el corazón, del vizconde de Lyngate ni más ni menos. Como no era una belleza, no tildaban la unión de matrimonio por amor, aunque si era un matrimonio de conveniencia, resultaba extraño que el vizconde no se hubiera casado con la hermana mayor. Y el interés se avivó muchísimo cuando corrió la noticia de que la señora Bromley Hayes había dejado de ocupar el puesto de amante del vizconde de Lyngate de manera fulminante después de que fuera vista por Hyde Park acompañada de la vizcondesa.
El prestigio de la flamante vizcondesa de Lyngate aumentó de manera considerable.
Los Huxtable recibían invitaciones a todos los eventos frecuentados por la flor y nata de la alta sociedad: a bailes, a veladas, a conciertos, a comidas al aire libre, a desayunos al estilo veneciano, a cenas, al teatro… La lista era interminable. De hecho, podrían estar de fiesta desde la mañana hasta la noche. En fin, tal vez no «la mañana» en el sentido estricto de la expresión. La mayoría de la aristocracia se levantaba después del mediodía, ya que se pasaba buena parte de la noche bailando, jugando a las cartas, charlando o entreteniéndose de cualquier otra forma.
De modo que una invitación a desayunar era en realidad una invitación a un almuerzo a media tarde. Vanessa no entendía cómo muchas de esas personas estaban encantadas de comenzar sus jornadas por la tarde y concluirlas al amanecer.
¡Qué pérdida de horas de luz y de sol!
Acompañó a sus hermanas a un buen número de eventos sociales, pero no tuvo que esforzarse para presentarles personas de cuyo nombre no solía acordarse, ni para buscarles grupos en los que integrarse o parejas de baile. Tal como Elliott había predicho, se encontraban con la misma gente en casi en todos los eventos a los que acudían, y los nombres, las caras y los títulos se hicieron más familiares.
Margaret y Katherine pronto entablaron amistades e hicieron un grupo de conocidos, y no tardaron en tener su propia corte de admiradores… al igual que le sucedió a ella, para su total asombro. Caballeros a quienes apenas recordaba la invitaban a bailar o se ofrecían a llevarle algún refrigerio o a acompañarla a dar un paseo por los jardines o alrededor de la pista de baile. Algunos incluso la invitaron a pasear en carruaje o a caballo por Rotten Row.
No era nada inusual, por supuesto, que las mujeres casadas contaran con sus chichisbeos. Y recordó que Elliott le dijo en el teatro que era normal que una mujer casada apareciera en público con un caballero que no fuera su esposo.
A su entender, eso decía mucho de la naturaleza de los matrimonios de la alta sociedad, aunque ella no tenía ningún deseo de amoldarse a sus costumbres. Si Elliott no podía acompañarla, prefería la compañía de sus hermanas o de su suegra a la de un caballero desconocido.
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