Mary Balogh - Cásate Conmigo

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Cuando Elliott Wallace, el Vizconde Lyngate, llega a Throckbridge, la pequeña villa está alborotada por la llegada del baile del día de San Valentín. Las damas de la ciudad están ocupadas acicalándose para el baile y chismorreando acerca de la misteriosa llegada del vizconde, pero Elliot tiene asuntos más urgentes de qué ocuparse. Su regreso tiene como objeto ver a su pupilo, el conde de Merton, en tanto que la promesa que ha hecho de buscarse una esposa para Navidad tiene un gran peso en su mente.
Cuando Elliot conoce al reciente joven conde, Stephen Huxtable, y a sus tres hermanas, la desagradable Margaret, la alegre Katherine y la sencilla y viuda Vanessa, se queda absorto en la vida de la familia. Ante las quejas por parte del conde que alega que sus hermanas le vuelven loco con tantas exigencias, Elliot decide que le propondrá matrimonio a la hermana mayor.
Desesperada por rescatar a su hermana de un matrimonio sin amor, Vanessa Dew se ofrece en su lugar. Elliot acepta tan sorprendente proposición, al tiempo que se ocupa de su misión. Pero durante la noche de bodas suceden cosas de lo más extrañas: estos desconocidos sin nada en común parecen no ser capaces de quitarse las manos de encima. Ahora, mientras la intriga gira en torno a un secreto del pasado, que guarda una increíble relación con los Huxtable, Elliot y Vanessa descubren los gloriosos placeres del tálamo nupcial… y también, que cuando se trata de la dicha conyugal, el amor está muy presente.

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– Pero Elliott y yo vivimos muy cerca de Warren Hall -le recordó-. Y Kate será mayor de edad dentro de unos cuantos meses. Stephen se pasará los próximos años en la universidad. Para entonces ya será un adulto.

– Pero todavía no ha llegado ese momento -señaló Margaret.

Vanessa ladeó la cabeza y observó a su hermana mayor con detenimiento.

– ¿No quieres casarte, Meg? -le preguntó-. ¿Nunca?

Crispin Dew era culpable de muchas cosas, pensó.

Margaret extendió las manos sobre su regazo y clavó la vista en ellas.

– Si no lo hago, algún día tendré que vivir en Warren Hall con la esposa de Stephen como la señora de la casa. O en Finchley Park contigo. O con Kate y su marido en alguna parte. Supongo que algún día tendré que casarme con el hombre que me haga el favor de proponerme matrimonio. Pero ese momento todavía no ha llegado.

Vanessa siguió mirando a la cabizbaja Meg.

– Meg -dijo después de un largo silencio-. Es muy posible que Stephen no sepa… lo de Crispin, a menos que Kate le haya dicho algo. Cree que has rechazado al marqués de Allingham por culpa suya.

– Y él es el motivo -repuso Margaret.

– No, no lo es -la contradijo ella-. Es por Crispin.

Margaret levantó la cabeza para mirarla con el ceño fruncido.

– Stephen tiene que saberlo -dijo ella-. Tiene que saber que no es él quien te mantiene apartado de la felicidad.

– Stephen es mi felicidad -apostilló Margaret con ferocidad-. Al igual que lo sois Kate y tú.

– Así nos cargas a todos con la culpa -le recriminó-. Te quiero con locura, Meg. También quiero muchísimo a Kate y a Stephen, pero no os describiría a ninguno como «mi felicidad». Mi felicidad no puede proceder de otra persona.

– ¿Ni siquiera de lord Lyngate? -Preguntó Margaret-. ¿Ni de Hedley?

Negó con la cabeza.

– Ni siquiera de Hedley ni de Elliott -contestó-. Mi felicidad debe proceder de mi interior; de lo contrario, sería demasiado frágil para que me sirviera y representaría una carga demasiado pesada para beneficiar en algo a mis seres queridos.

Margaret se puso en pie y se acercó a la ventana para echarle un vistazo a Berkeley Square.

– No lo entiendes, Nessie -dijo su hermana-. Nadie lo entiende. Cuando le hice la promesa a papá, sabía que era un compromiso de doce años, hasta que Stephen alcanzara la mayoría de edad. Ya van ocho años. No voy a desentenderme de los cuatro años restantes solo porque hayan cambiado las circunstancias, solo porque estés felizmente casada, porque Kate esté siendo cortejada por un sinfín de buenos partidos y porque Stephen esté deseando probar sus alas. O porque yo haya recibido una buena proposición de matrimonio y pueda partir hacia Northumberland para comenzar una nueva vida, dejando a Kate y a Stephen a tu cargo y al de lord Lyngate.

Esto no tiene nada que ver con Crispin Dew. No tiene nada que ver con nada, salvo con una promesa que hice libremente y que estoy dispuesta a cumplir. Os quiero a todos. No voy a rehuir mi deber aunque a Stephen le resulte irritante. No lo haré.

Se acercó a Meg y le rodeó la cintura con un brazo.

– ¿Por qué no vamos de compras? -sugirió-. Ayer vi el bonete más maravilloso del mundo, pero era azul marino y a mí no me sentaría nada bien. Pero a ti te quedaría perfecto. ¿Por qué no le echamos un vistazo antes de que lo compre otra persona? Por cierto, ¿dónde está Kate?

– Ha salido a dar un paseo en carruaje con la señorita Flaxley, lord Bretby y el señor Ames -contestó Margaret-. Tengo más bonetes de los que me harán falta en toda la vida, Nessie.

– En ese caso, ¿qué más da otro? -replicó-. Vamos.

– Ay, Nessie… -Margaret soltó una trémula carcajada-. ¿Qué iba a hacer yo sin ti?

– Tendrías más sitio en el armario, desde luego -respondió ella, y las dos se echaron a reír.

Sin embargo, Vanessa regresó a Moreland House un par de horas después con el alma en los pies. La infelicidad de los seres queridos solía ser mucho más difícil de sobrellevar que la propia, pensó… y saltaba a la vista que Meg era infeliz.

Por supuesto que ella misma no era infeliz. Sin embargo…

Sin embargo, había disfrutado de una felicidad delirante durante su luna de miel y también durante unos cuantos días antes y después de su presentación. Y esa felicidad la había llevado a desear más.

Era incapaz de contentarse con un matrimonio que marchara bien y que fuera agradable.

Además, estaba casi segura de estar embarazada. Tal vez eso marcaría una diferencia en su relación. Pero ¿por qué iba hacerlo? Tan solo estaba cumpliendo la misión por la que Elliott se había casado con ella.

Pero… ¡estaba embarazada de Elliott, por Dios! Llevaba a su hijo en su seno. Deseaba con desesperación volver a ser feliz. No solo feliz consigo misma, a pesar de lo que le había dicho a Meg. Quería ser feliz con él. Quería que él estuviera delirante de felicidad cuando le comunicara las noticias. Quería que…

Bueno, quería el sol, por supuesto. ¡Qué tonta era!

No disfrutaban de muchas noches libres. De hecho, cuando se presentaba una les parecía un raro respiro.

Durante una de esas noches Cecily se fue al teatro con un grupo de amigas, acompañadas por la madre de una de ellas. Elliott se refugió en la biblioteca después de la cena. La vizcondesa viuda, que se quedó en el salón para charlar con Vanessa mientras tomaban el té, fue incapaz de contener los bostezos hasta que por fin se retiró, aduciendo que estaba agotada.

– Creo que podría dormir una semana entera -le dijo mientras Vanessa le daba un beso en la mejilla.

– Estoy segura de que bastará con una buena noche de sueño -le aseguró-. Pero si no basta con eso, yo acompañaré mañana a Cecily a la fiesta y usted podrá descansar. Buenas noches, madre.

– Qué buena eres -le dijo su suegra-. Me alegro muchísimo de que Elliott se casara contigo. Buenas noches, Vanessa.

La joven se quedó sentada un rato, leyendo. Sin embargo, comenzó a experimentar la ya acostumbrada y leve melancolía, lo que la distrajo de las aventuras de Ulises en su intento por regresar a Itaca y a su Penélope.

Elliott estaba en la biblioteca de la planta baja y ella estaba allí arriba, durante una de las escasas noches en las que se quedaban en casa. ¿Sería así la rutina de toda su vida de casados?

¿Iba a permitir ella que lo fuera?

Tal vez Elliott subiese si supiera que su madre se había acostado y que ella estaba sola.

Tal vez le molestara que ella bajase.

Y tal vez, pensó a la postre mientras se ponía en pie con decisión y marcaba con un dedo la página por la que iba, debería bajar y averiguarlo. Al fin y al cabo, era su casa y estaba hablando de su marido. Y no estaban distanciados. No habían discutido. Si su relación acababa enfriándose, ella tendría parte de culpa por no bajar e intentar arreglar las cosas.

Llamó a la puerta de la biblioteca y la abrió sin esperar a que él le diera permiso para entrar.

El fuego crepitaba en el hogar, aunque no hacía frío. Elliott estaba sentado en un sillón orejero de piel junto a la chimenea, con un libro en las manos. Le encantaba la biblioteca con sus altas estanterías, llenas de libros encuadernados en cuero, que cubrían tres de las cuatro paredes, y con el antiguo escritorio de roble, tan grande como para que tres personas pudieran tenderse encima. Era muchísimo más acogedora que el salón. No le extrañaba que Elliott decidiera encerrarse allí por las tardes. Esa noche parecía mucho más acogedora que nunca. Y Elliott parecía estar muy a gusto, repantingado en el sillón con un pie apoyado en la rodilla contraria.

– Tu madre estaba cansada -le dijo-. Se ha acostado. ¿Te importa si me siento aquí contigo?

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