Barbara Dunlop - Secretos personales

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Un marido millonario y sexy, un precioso ático en Park Avenue y montones de dinero para dar y tirar. Elizabeth Wellington parecía tenerlo todo… ¿o no era así?
Reed, un hombre de negocios, estaba casado con su empresa y ella se pasaba muchas noches completamente sola. Todavía amaba y deseaba a su marido, pero Reed tenía secretos, algunos suficientemente importantes como para destruir su vida en común.
Entonces el destino les deparó una alegría inesperada: finalmente tenían la oportunidad de ser padres, pero, ¿sería demasiado tarde?

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– Sí, señor -contestó el hombre con una sonrisa picara.

Reed volvió a mirar a Selina y a Collin.

– Entrad -dijo con tono de irritación.

– Es importante -repitió Selina mientras se sentaban, con un tono de disculpa.

– Siempre es importante -dijo Reed-. Ese es el problema en mi vida. Si decidiera entre Elizabeth y las cosas que no son importantes, no tendría problema, ¿no? -no esperó una respuesta-. Pero todos los días, casi cada hora, hay algo vitalmente importante que ocupa mi tiempo y mi atención. Me paso las noches con vosotros y con Gage y Trent, porque corro el riesgo de ir a la cárcel, porque un extorsionador podría quitarme dinero… Incluso podría morir alguien… Pero, ¿sabéis qué? Eso se va terminar a partir de este momento. Ahora mismo voy ir a mi casa con Elizabeth.

Selina miró a Collin y dijo:

– ¿Quieres decírselo tú o se lo digo yo?

Collin hizo un gesto a Selina para que hablase.

– Se trata de la conexión de Pysanski.

– No me digas. Se ha empeorado el asunto, ¿no?

– He pasado los dos últimos días en Washington -dijo Selina-. Y descubrí que todas las compras de Hammond y Pysanski estaban hechas en las cuarenta y ocho horas siguientes a que se hiciera la lista provisional del comité sobre el proyecto en cuestión.

– ¿Cuántas empresas había en la lista? -preguntó Reed.

¿Habían comprado Hammond y Pysanski las empresas que aparecían en la lista especulando?

– Generalmente, de tres a cinco -dijo Selina-. Pero parece que la decisión no oficial coincidió con la lista provisional. Porque invirtieron en la empresa adecuada todas las veces.

– Entonces, Kendrick es culpable -dijo Reed.

– Al principio, yo también pensé que era Kendrick. Pero luego encontré esto. -Sacó un papel de su maletín-. Uno de los ayudantes del senador, Qive Neville… Aparecían diez mil dólares depositados en su cuenta el día después a la compra de valores de Hammond y Pysanski.

– ¿Sería un retribución? -preguntó Reed.

Selina asintió.

– Pero Gage y tú comprasteis vuestras acciones antes que Hammond y Pysanski -dijo ella-. Antes de la lista provisional -sonrió Selina.

– Entonces, ¿se ha acabado? -preguntó Reed.

Collin le golpeó el hombro.

– Se ha acabado -le dijo.

La limusina paró frente al número 721 de Park Avenue.

Reed le devolvió el papel del banco a Selina.

– Bien hecho, equipo. Espero que no os toméis mal esto. Pero adiós -Reed salió del coche.

– ¿Sabes? Hay otra opción -dijo Hanna.

– No, no la hay -respondió Elizabeth.

No había forma de salvar su matrimonio. Lo único que le quedaba era salvarse a sí misma. Reed no iba a cambiar nunca. Por eso tomaba una medida tan drástica.

Hanna dejó la copa de vino en la mesa baja y dijo:

– Puedes decirle que te has equivocado, que lo amas, y que quieres salvar tu matrimonio.

– Sí -se oyó una voz masculina.

Elizabeth casi tiró la copa que tenía en su regazo. Hanna abrió los ojos como platos y miró hacia el vestíbulo.

– Puedes hacer eso -dijo Reed dejando las llaves.

– Reed… -dijo Hanna tragando saliva.

– Hola, Hanna.

– Lo siento tanto… -dijo, incómoda-. Yo estaba… Estábamos…

Reed negó con la cabeza.

– No lo sientas. Si pensara que puedes convencerla, me marcharía y te dejaría que siguieras.

– Ella no me convencerá -dijo Elizabeth, decidida.

Eran casi las diez de la noche, y aquel día era otro ejemplo de la agenda despiadada de Reed. Había ido a Chicago por una reunión. Claramente, había pasado todo el día allí. Claramente, había tenido cosas más importantes que hacer que arropar a Lucas cuando se fuera a dormir.

Quizás fuera culpa suya. Tal vez ella no fuera lo suficientemente interesante como para que él volviese a casa a su lado. Tal vez debería haber conseguido un trabajo hacía años y haberse transformado en una esposa más interesante para él.

Pero, ¿cómo iba a saber si ella era interesante o no si apenas aparecía para conversar?

Reed agarró la botella de vino y levantó las cejas al ver que estaba vacía.

– ¿Queréis que abra otra? -preguntó.

Hanna se puso de pie.

– Yo tengo que marcharme, y dejaros…

– Quédate -le dijo Reed-. Evidentemente, tú estás de mi parte. Parece que habéis empezado sin mí, pero me encantaría unirme a la fiesta.

Hanna miró a Elizabeth como sin comprender. Esta se encogió de hombros. Reed y ella no tenían planes de estar solos. Y era casi mejor que estuviera Hanna, para que no se hiciera una situación tan incómoda entre ambos hasta la hora de dormir.

– Trae otra botella de vino -le dijo Elizabeth.

Reed sonrió sinceramente y ella sintió que aquella sonrisa la debilitaba. Sería mejor no emborracharse si se quedaba con él.

Reed fue a buscar el vino y luego volvió con una botella abierta.

– Es un Château Saint Gaston del ochenta y dos -dijo con satisfacción Reed.

Elizabeth pestañeó.

– ¿Acabas de abrir una botella de vino que cuesta diez mil dólares? -preguntó Hanna con un carraspeo.

Reed fingió mirar la etiqueta.

– Creo que sí -contestó Reed, y sirvió tres copas de vino.

– Propongo un brindis -dijo, aún de pie.

– Por favor, no lo hagas… -dijo Elizabeth.

Ella no sabía qué tenía él en mente, pero desconfiaba.

– Un brindis -dijo Reed con voz más suave-. Por mi hermosa e inteligente esposa.

– Reed… -le rogó Elizabeth.

– Hoy te he mentido -dijo Reed.

Eso no tenía nada de nuevo, pensó ella.

– No he estado en Chicago.

Ella se estremeció ante aquella creatividad.

– Me da igual. Salud -dijo ella. Levantó la copa para beber.

– Esta es una botella de vino de diez mil dólares. Merece cierto respeto… -comentó él.

Elizabeth dejó escapar un profundo suspiro.

– He estado en California -continuó.

Elizabeth esperó.

– Irónicamente, por consejo de mi querido padre, fui a ver a los Vance.

Ella se quedó helada.

– No… -dijo ella.

– Y mientras estaba allí me di cuenta de que tú, querida Elizabeth, tienes razón, y que yo estoy totalmente equivocado -se sentó en el reposabrazos del sofá donde estaba ella-. Te prometo que no te mentiré nunca más.

Elizabeth buscó sus ojos. La miraban con calidez y cariño, pero ella no sabía qué decir.

– Gracias -pronunció finalmente.

Él sonrió y luego levantó la copa y tomó un sorbo de vino.

Elizabeth hizo lo mismo, aunque no podía probar nada.

– Te amo -dijo Reed.

– ¡Eh! Realmente creo que… -Hanna se puso de pie.

– Bebe el vino -le ordenó Reed-. Es posible que te necesite más tarde.

Hanna se sentó nuevamente.

– ¿Por dónde iba? -preguntó él.

– ¿Estás borracho? -preguntó Elizabeth, tratando de entender aquel comportamiento.

No parecía Reed.

– Oh, sí, ahora recuerdo. Los Vance no van a impugnar el testamento.

– ¿Qué? -Elizabeth tenía miedo de haber oído mal.

Él asintió para confirmarlo y luego repitió:

– Los Vance no van a pelear por la custodia de Lucas. Y no, no estoy borracho.

Elizabeth sintió una punzada de optimismo.

– ¿Cómo…? -empezó a preguntar.

– Con habilidad, inteligencia y ganas. Además de un jet privado muy rápido.

– Deja de dar vueltas -le pidió Elizabeth.

Aquélla era una conversación sería.

– Oh, creo que voy a dar unas vueltas más -Reed bebió otro sorbo de vino. Y agregó-: Vale cada céntimo.

– Sigue, Reed.

– Gracias. Y ahora, ¿quieres ayudarme a convencerla de que vale la pena que se quede conmigo?

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