Barbara Dunlop - Secretos personales

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Un marido millonario y sexy, un precioso ático en Park Avenue y montones de dinero para dar y tirar. Elizabeth Wellington parecía tenerlo todo… ¿o no era así?
Reed, un hombre de negocios, estaba casado con su empresa y ella se pasaba muchas noches completamente sola. Todavía amaba y deseaba a su marido, pero Reed tenía secretos, algunos suficientemente importantes como para destruir su vida en común.
Entonces el destino les deparó una alegría inesperada: finalmente tenían la oportunidad de ser padres, pero, ¿sería demasiado tarde?

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– Yo también puedo hacer eso -lo interrumpió Reed.

– Demasiado tarde -dijo Collin-. Además, nuestro argumento no es que tú has estado presente en la vida de Lucas desde que nació, sino que Elizabeth y tú sois quienes Brandon y Heather escogieron para guardianes. La solidez económica es evidente también. Sólo…

Reed sabía a qué se refería y lo interrumpió.

– Soy inocente hasta que se demuestre lo contrario -señaló-. Un juez lo entenderá, supongo.

– Ellos intentarán usarlo a su favor.

– Que lo hagan.

– No te pongas hostil -le advirtió Collin.

– No necesito ponerme hostil. Estoy en mi derecho.

– Y no te muestres engreído. Algunos jueces ven la riqueza como una desventaja y no como una ventaja.

– Quizás debieras ir en mi lugar el día del juicio, Collin.

– ¿Quieres decir contigo?

– No, en mi lugar. El miércoles me reemplazaste con éxito en la reunión que tuviste con mi mujer.

– No seas idiota -le dijo Collin, sorprendido.

– Elizabeth parecía muy agradecida.

– Me enviaste tú -señaló Collin.

– Ambos sabemos por qué yo no estaba allí.

– ¿Me estás acusando de algo?

– ¿Hay algo de qué acusarte?

Collin señaló la copa que tenía Reed en la mano.

– ¿Cuántas llevas?

– No las suficientes.

– ¿Realmente piensas que tengo alguna intención con tu esposa?

– No.

Por supuesto que no. La sola idea era ridícula.

– Bien. Porque si me interesara tu esposa te lo diría directamente. Luego lo solucionaríamos.

– Vale. Pero pienso yo que podría encargar a Joe que te matase.

Reed se daba cuenta de que estaba dirigiendo hacia Collin una rabia que no tenía nada que ver con él.

– Es verdad -dijo Collin-. Pero, antes de eso, tenemos que ocuparnos de la fecha del juicio.

– Sí. ¿Y si las cosas no salen como esperamos? -preguntó Reed.

– Tenemos muchas cosas a favor. Ojalá pudiera decir lo mismo del asunto del Organismo regulador del mercado de valores.

De pronto Reed vio a lo lejos a Selina con cara de preocupación. En la pista de baile estaba Elizabeth bailando con otro hombre.

Entonces Reed le pidió a Collin:

– Echa un vistazo a mi mujer, y distráela, si hace falta…

– De acuerdo -dijo Collin.

Reed fue en dirección a Selina.

– ¿Qué sucede?

– Se trata de Hammond y Pysanski -respondió casi sin aliento.

– ¿Qué ocurre?

– Hay pruebas, fechas, compras, beneficios… de que no es la primera vez que una decisión de un comité de Kendrick produce una ganancia inesperada.

Reed miró hacia el salón de baile y se dio cuenta por primera vez de que Kendrick y su mujer no habían ido a la fiesta. ¿Había subestimado la importancia del problema para Kendrick? ¿Sería posible que el senador fuese realmente culpable?

Reed se acercó a Selina y bajó la voz cuando dijo:

– Sigue…

– Hammond puso cincuenta mil dólares en una empresa llamada End Tech en el año 2004. Dos meses más tarde, la empresa consiguió un contrato federal para R &D inalámbrico. Hammond y Pysanski compraron Aviaciones Norman justo antes del premio a un gran helicóptero en el 2006. Y el año pasado Hammond consiguió Saville Oil Sands justo antes de la escisión del mercado.

Reed soltó un juramento.

– Sí -Selina estuvo de acuerdo-. Si sumas eso a Ellias, tenemos un cuadro nefasto para poner delante de un jurado.

– ¿Y Kendrick puede tener conexión en todos estos casos?

– Su comité tomó la decisión todas las veces.

– Estoy perdido -dijo Reed.

– Eres inocente -señaló Selina.

– Dile eso a un jurado después de que la acusación les muestre fotos de los holdings de mis propiedades y mis aviones.

– De acuerdo. Es un desafío, sí.

Fue la primera vez que Reed vio un brillo de ansiedad en los ojos de la mujer.

– ¿Selina?

Selina lo miró con una sinceridad que decía más que cualquier palabra.

Elizabeth estaba bailando con Trent Tanford, su vecino, cuando vio a Reed hablando con una mujer. Esta no estaba vestida de fiesta, sino que llevaba un par de vaqueros y una chaqueta. Estaba de espaldas y ella no la identificó, pero la expresión de Reed era intensa.

Cuando terminó la canción, Elizabeth le dio las gracias a Trent y decidió ponerse detrás de una columna de mármol para tener una vista mejor de Reed con aquella misteriosa mujer.

Y de repente la mujer se dio la vuelta y ella se quedó helada. Se le hizo un nudo en el estómago.

Era la mujer del perfume de coco.

Reed se había apartado de la fiesta de su aniversario para tener una conversación íntima con la mujer sobre la que había mentido sobre su trabajo y a quien había llevado a su casa.

– ¿Elizabeth?

Vio a Gage frente a ella cuando se dio la vuelta.

– ¿Quieres bailar conmigo?

– Claro… -dijo Elizabeth.

Y se dejó llevar a la pista por Gage. Intentó ignorar a Reed, pero no pudo. Él parecía enfadado. La mujer parecía disgustada. Y luego Collin se unió a ellos, el traidor.

¿Habría estado cubriendo las mentiras de Reed?

– Gage… Mmmm… La mujer que está allí con Reed… ¿Sabes cómo se llama? -preguntó Elizabeth en voz baja y con tacto-. La conocí hace unas semanas en la oficina de Reed, pero no puedo acordarme de su nombre.

Gage dudó un momento. Elizabeth desconfió de él también.

– Creo que es Selina.

Elizabeth lo miró.

– Está relacionada con la aplicación de la ley de algún modo… -dijo Gage.

Estupendo. Primero Selina era una persona que había ido a una entrevista de trabajo, luego era una cliente y ahora era una persona relacionada con la ley. Ella no era estúpida. Aquello era una conspiración, y no podía creer a nadie.

– Suena bien -dijo ella.

Elizabeth vio a Amanda hablando con Alex Harper, pero de repente Alex tocó a Amanda en el hombro y ésta se dio la vuelta y se marchó. Alex frunció el ceño y pareció que la llamaba. Pero Amanda siguió caminando.

Luego finalmente terminó el baile. Y Elizabeth miró por última vez a su marido y luego salió por una puerta lateral.

– No te esperaba tan temprano -dijo Hanna.

– Echaba de menos a Lucas -mintió Elizabeth, con la esperanza de ocultar que había estado llorando en la limusina.

– Lucas es un encanto, y Joe realmente cambia pañales… -comentó Hanna.

– Protección pediátrica -intervino Joe, levantándose de la silla.

– Pero tenías razón -dijo Hanna-. No se le permite hacer nada cuando está de servicio.

Elizabeth se rió.

– ¿Le has propuesto algo a mi guardaespaldas?

– Soy su chófer -la corrigió Joe.

– Es una persona que cumple las normas -dijo Hanna.

– ¿Te importaría llevar a Hanna a su casa? -le preguntó Elizabeth a Joe.

No veía la hora de quedarse sola y desahogarse.

– En absoluto. Hay… un pequeño asunto que tenemos que terminar -contestó Joe.

– Yo… -empezó a decir Hanna.

Elizabeth se alegró por su amiga.

– Buenas noches, Elizabeth -le dijo Joe.

– Te llamaré -dijo Hanna.

– Cierre con llave -le advirtió Joe.

Elizabeth cerró con llave. Luego se dio la vuelta y se agarró de la mesa que había en la entrada.

Se sentía mareada.

¿Qué iba a hacer?

¿Cómo Reed podía hacerle el amor tan apasionadamente cuando la mujer del perfume de coco, Selina, lo esperaba en Nueva York?

Caminó por el pasillo, acercó la oreja a la habitación de Lucas y decidió hacer algo que jamás había hecho. Abrir el ordenador portátil de Reed.

Le llevó sólo tres intentos adivinar su contraseña y meterse en su correo. Miró las fechas de los mensajes, hasta que llegó a las fechas de cuando habían estado en Francia. Selina Marin. Selina Marin. Selina Marin…

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