Barbara Dunlop - Secretos personales

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Un marido millonario y sexy, un precioso ático en Park Avenue y montones de dinero para dar y tirar. Elizabeth Wellington parecía tenerlo todo… ¿o no era así?
Reed, un hombre de negocios, estaba casado con su empresa y ella se pasaba muchas noches completamente sola. Todavía amaba y deseaba a su marido, pero Reed tenía secretos, algunos suficientemente importantes como para destruir su vida en común.
Entonces el destino les deparó una alegría inesperada: finalmente tenían la oportunidad de ser padres, pero, ¿sería demasiado tarde?

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Había docenas de correos electrónicos de Selina, y docenas de respuestas de Reed.

Elizabeth no tuvo el coraje de abrir ninguno de ellos. La última esperanza de que pudiera estar equivocada se le borró. Reed tenía una querida, y la vida de ella era una mentira.

Capítulo Diez

Reed no comprendía por qué Elizabeth se había ido de la fiesta. Si hubiera estado preocupada por Lucas tendría que haber dicho algo. Y él no había tenido otra alternativa que excusarse por ella.

– ¿Elizabeth? -la llamó cuando entró en el ático en voz baja para no despertar a Lucas-. ¿Elizabeth? -repitió, dejando las llaves encima de la mesa.

Su bolso y su abrigo estaban allí, y Hanna y Joe evidentemente se habían marchado ya.

Caminó por el pasillo y miró en su despacho, en la habitación de Lucas, y luego en el dormitorio de ambos.

– Estás aquí -dijo él.

Se detuvo al ver una maleta encima de la cama.

– ¿Qué ocurre?

¿Había habido alguna noticia? ¿Se marchaba a California?

Ella no respondió ni lo miró.

Sus mejillas estaban surcadas de lágrimas y tenía el cuerpo rígido cuando caminaba.

– ¿Elizabeth? -Reed se acercó a ella.

– ¡No me toques! -exclamó Elizabeth.

– ¿Qué sucede?

– Sabes perfectamente qué es lo que sucede -Elizabeth lo miró por primera vez y él vio su rabia.

– ¿Qué?

Ella abrió un cajón.

– No te hagas el tonto conmigo.

– No me hago nada. ¿Por qué estás haciendo las maletas? ¿Adónde vas? -preguntó él.

Algo iba temblé men te mal.

– Selina Marin. ¿Significa algo ese nombre para ti?

Oh. ¿Se había enterado del chantaje Elizabeth? ¿Temía por Lucas?

– No quería decírtelo -empezó a decir Reed-. Porque…

– ¿No crees que puedo imaginar por qué lo mantienes en secreto?

– Estaban sucediendo tantas cosas… Y tú tenías tantas preocupaciones…

Elizabeth se rió histéricamente, y luego dijo:

– ¿Crees que yo estaba demasiado ocupada como para que me hablases de tu querida? -espetó.

Reed se quedó demasiado pasmado como para reaccionar. Luego gritó:

– ¿Mi qué?

El grito despertó a Lucas. Y el bebé empezó a llorar.

Elizabeth se acercó a la puerta inmediatamente.

– ¿Me puedes decir de qué diablos estás hablando? -preguntó Reed, enfurecido, agarrándola del brazo.

– Déjame marchar.

Él la soltó y Elizabeth fue a la habitación del niño.

Reed la siguió.

– No tengo ninguna querida -afirmó, caminando tras ella.

Elizabeth agarró al niño en brazos y lo acunó contra su hombro.

– ¿Me has oído? -exclamó Reed.

– Te he pillado, Reed.

– ¿Pillado haciendo qué?

– Sé que ella no es una clienta, sé que no es una aspirante a un puesto de trabajo en tu empresa, sé que tus amigos y colegas te han estado encubriendo. Mientes cuando dices que estás en reuniones…

– No miento.

– Baja la voz.

– No miento, Elizabeth. Cuando digo que estoy en reuniones, estoy en reuniones. No puedo compartir contigo todos mis asuntos, pero eso es por tu propio bien.

Ella bufó.

– ¿Cuánto hace, Reed? ¿Cuánto tiempo llevas acostándote con Selina Marin?

– Selina Marin es detective privado.

– Qué bien. Es la cuarta profesión para la intrépida señorita Marin.

– Es detective. Y no me acuesto con ella -le aseguró.

– Demuéstralo.

Reed casi se rió. Elizabeth era casi tan mala como la Organización reguladora del mercado de valores, pidiéndole que demostrase algo que no había sucedido nunca.

– Vi los correos electrónicos.

– ¿Qué correos electrónicos?

– Los correos desde Francia. Le escribías a esa mujer todos los días. ¿Cómo has podido hacer algo así? -los ojos de Elizabeth se llenaron de lágrimas.

Reed se pasó una mano por el pelo, preguntándose cómo era posible que su vida se hubiera descarrilado de tal manera.

Vio que Lucas tenía los ojos cerrados, y decidió salir de su dormitorio para que Elizabeth terminase de acostarlo nuevamente.

Esperó en el vestíbulo. Por su mente pasaron varias posibilidades que la podían haber llevado a pensar aquello.

Tenía que sacar a la luz lo del chantaje, pensó. Pero, ¿cómo había podido imaginar Elizabeth que tenía una aventura con Selina? Seguramente debía de haber algo más que correos electrónicos sobre negocios para que lo culpase con tanta certeza.

Elizabeth salió del dormitorio de Lucas y dejó la puerta entreabierta.

Reed extendió la mano hacia ella y le dijo con suavidad:

– Ven y siéntate.

Ella agitó la cabeza.

– Por favor, ven. Algo ha ido muy mal, y no vamos a solucionarlo hasta que lo hablemos.

– No quiero que me mientan.

– No voy a mentirte.

Ella se rió forzadamente.

– Un mentiroso diciéndome que no va a mentir. ¿Cómo es posible que dude de la sinceridad de eso?

– Elizabeth… -dijo él.

– Hemos terminado, Reed. Se acabó.

– ¿Cómo has visto mis correos? -le preguntó él.

– Me metí en tu ordenador -dijo ella después de sentirse momentáneamente sobresaltada.

– La contraseña no estaba allí para mantenerte al margen.

– Le escribiste desde Biarritz todos los días. Mientras tú… Mientras nosotros…

– ¿Los leíste?

Elizabeth agitó la cabeza. Él le agarró la mano, pero ella se soltó.

– Me han hecho un chantaje, Elizabeth -le confesó.

– ¿Porque tienes una aventura?

Reed contó hasta diez.

– Sentémonos.

Ella lo miró con desconfianza.

– ¿Quieres saber la verdad?

Ella pestañeó rápidamente.

– Quiero saber la verdad. Necesito saber la verdad. No me mientas más. Por favor, Reed, no lo puedo soportar.

Él sintió que su corazón se contraía. Y aquella vez, cuando le agarró la mano, ella se lo permitió.

Reed la llevó al salón y la hizo sentar en una silla frente a él.

– Me han chantajeado -empezó a decir-. El mes pasado me enviaron una carta en la que me pedían diez millones de dólares o «el mundo conocerá el sucio secreto de cómo los Wellington hacen su dinero». Yo la ignoré. Luego empezó la investigación de la Organización reguladora del mercado de valores, y nos dimos cuenta de que eso estaba relacionado con el chantaje. También nos dimos cuenta de que mi chantaje podía estar relacionado con Trent y con Julia y, aquí está el mayor problema, la policía no podía descartar que la muerte de Marie Endicott no haya sido un asesinato y no esté relacionada con los chantajes.

– ¿Y no me lo contaste? -preguntó Elizabeth.

– No quería preocuparte. Tú estabas tratando de quedarte embarazada.

– ¿Pero cómo es posible que no me lo contases?

– No había nada que tú pudieras hacer.

– Yo podría haberte dado apoyo moral.

– Sí, bien.

Ella pareció enfadada y se puso de pie.

– Quiero decir, yo soy suficientemente hombre como para no cargar a mi mujer con mis problemas.

– Entonces cargaste a Selina en mi lugar.

– Sí. Y a Collin, a Trent y al Departamento de Policía del Estado de Nueva York.

– Pero no a mí.

– Elizabeth…

– Yo no soy de cristal.

– Estábamos intentando concebir un bebé. La fiesta te estaba llevando un montón de tiempo… Después la Organización reguladora inició la investigación, y luego estaba Lucas. Y pensé que no tenías que saber que podía haber un asesino en el asunto. El doctor Wendell dijo específicamente que no tenías que tener estrés. Un asesino es estrés, da igual como lo cuentes.

– Y por eso contrataste a Joe.

– Selina contrató a Joe.

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