Amanda Quick - Seduccion

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Lo llamaban «el demonio» y decían que jamás amaría a otra mujer. Ella aceptó el desafío.
En el pueblo lo llamaban «el demonio», pues el sombrío y enigmático Julian, conde de Ravenwood, era un hombre de temperamento iracundo.
Su primera esposa había muerto de modo misterioso, un hecho que no se olvidaba fácilmente. Había quienes sostenían que la bella lady Ravenwood se había ahogado en las turbias y oscuras aguas de la laguna. Otros implicaban directamente al conde, basándose en su carácter.
Ahora Sophy Dorring, una muchacha criada en el campo, está a punto de convertirse en la nueva esposa de Ravenwood, atraída por su fuerza masculina y por el brillo de deseo que ardía en sus ojos…

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– No un poquito enamorado. -Julián levantó la mano de Sophy y le besó la palma-. Muy enamorado. Perdidamente enamorado. Sólo lamento que haya tardado tanto en darme cuenta.

– Siempre tuviste inclinación por ponerte un poco obstinado en ocasiones.

Julián le sonrió y la sentó sobre sus piernas.

– Y tú, mi dulce esposa, tienes las mismas tendencias. Por suerte, nos entendemos mutuamente. -La besó y luego la miró a los ojos-. Lamento algunas cosas, Sophy. No siempre te he tratado como era debido. Siempre te he impuesto cosas porque pensaba que era lo mejor para ti y nuestro matrimonio. E indudablemente, en el futuro actuaré como yo crea que es mejor, aunque tú no coincidas.

Sophy hundió los dedos en las profundidades de la oscura cabellera de Julián.

– Como dije, obcecado y cabeza dura.

– Y acerca del bebé, cariño…

– El bebé está bien, milord. -El recuerdo de las acusaciones de Waycott acudió a su memoria-. Debes saber que no fui a ver a la vieja Bess para pedirle una poción que abortara al bebé.

– Ya lo sé. Tú no serías capaz de hacer algo así. Pero el hecho es que yo no tenía necesidad de dejarte embarazada tan pronto. Pude haberlo evitado.

– Algún día, milord -le dijo ella con una sonrisa-, me dirás cómo se hace exactamente para evitar un embarazo. Anne Silverthorne me contó algo sobre un cierto tipo de saquillo que se hace con los intestinos de la oveja y que se coloca en el miembro viril atado con unas finas cuerdas rojas. ¿Tú sabes de esas cosas?

Julián gruñó.

– Pero ¿cómo rayos hace Anne Silverthorne para enterarse de estas cuestiones? Por Dios, Sophy, qué malas compañías te has buscado en Londres. Es una suerte que te haya traído al campo de inmediato, antes de que terminaran de arruinarte moralmente las amistades de mí tía.

– Cierto, milord. Y… me alegra aprender todo lo que debo saber sobre corrupción en tus manos. -Sophy tocó las grandes manos de Julián con mucho amor y luego le besó delicadamente la muñeca. Cuando alzó la vista, él advirtió lo enamorada que estaba.

– Desde un principio -le dijo él, con voz suave- he dicho que tú y yo nos llevaríamos muy bien.

– Aparentemente, tenías razón, milord.

Julián se puso de pie y también a ella, para tenerla frente a frente.

– Casi siempre tengo razón -le dijo rozándole los labios con los suyos-, Y en aquellas ocasiones en las que me equivoco, te tendré a ti para que me corrijas. Y ahora, es casi el amanecer. Necesito tu ternura y tu ardor. Eres un tónico para mí. He descubierto que, cuando te tengo en mis brazos, olvido todo. Sólo importas tú. Vayamos a la cama.

– Me encantará, Julián.

Él la desvistió lentamente. Sus manos expertas delinearon cada curva y se deleitaron en cada centímetro de su piel. Inclinó la cabeza para librar sus rosados y erectos pezones, mientras con la mano buscó su femineidad.

Y cuando estuvo completamente seguro de que ella estaba lista para recibirlo, la llevó a la cama y la tendió allí. Le hizo el amor hasta que ambos olvidaron todos los desagradables acontecimientos del día.

Mucho más tarde, Julián giró sobre un costado de sí, cobijando a Sophy en uno de sus brazos. Bostezó y dijo:

– Las esmeraldas.

– ¿Qué pasa con ellas? -Sophy se acurrucó contra él-, ¿Las encontraste en la canasta?

– Sí y te las pondrás la próxima vez que la ocasión requiera tanta elegancia. Estoy ansioso por ver cómo las luces.

Sophy se quedó quieta.

– No creo que quiera ponérmelas, Julián. No me gustan. Creo que no van con mi piel.

– No seas tonta, Sophy. Te quedarán magníficas.

– Son para una mujer más alta. Rubia, quizá. De todas maneras, como soy yo, seguramente tendría problemas con el broche. Se me abriría y así perdería el collar. Las cosas que me pongo se desarreglan, milord. Y tú lo sabes.

Julián sonrió en la oscuridad.

– Es uno de tus encantos. Pero no temas. Yo siempre estaré a tu lado para recoger todo lo que se te cae, incluso las esmeraldas.

– Julián, de veras no quiero ponerme las esmeraldas -insistió ella.

– ¿Por qué?

Sophy se quedó en silencio por un rato.

– No puedo explicarlo.

– Es porque, mentalmente, las asocias con Elizabeth, ¿no?

Ella suspiró.

– Sí.

– Sophy, las esmeraldas de Ravenwood nada tienen que ver con Elizabeth. Esas piedras han pertenecido a mi familia durante tres generaciones y seguirán siendo nuestras siempre que haya esposas Ravenwood para usarlas. Elízabeth puede haber jugado con ellas por un tiempo, pero jamás le pertenecieron en el estricto sentido de la palabra. ¿Entiendes?

– No.

– Ahora eres tú la obcecada, Sophy.

– Es uno de mis encantos.

– Te pondrás las esmeraldas -prometió Julián, estrechándola contra su pecho.

– Nunca.

– Ya veo -dijo Julián, con un brillo especial en los ojos- que tendré que buscar la forma de persuadirte.

– No hay modo de que lo consigas -contestó ella con gran determinación.

– Ah, mi dulce. ¿Por qué insistes en subestimarme? -Con las manos le tomó el rostro y la besó. Momentos después, Sophy se relajaba sumisamente contra su cuerpo.

En la primavera del año siguiente, los condes de Ravenwood ofrecieron en su casa una gran fiesta para celebrar el nacimiento de un saludable niño. Ninguno de los invitados faltó a la cita en el campo, incluso los más difíciles de convencer para abandonar la ciudad de Londres por algunos días, como era el caso de lord Daregate.

Durante un momento de tranquilidad, en los jardines de Ravenwood, Daregate sonrió condescendientemente a Julián.

– Siempre dije que a Sophy le quedarían preciosas las esmeraldas. Estaba hermosa con ellas durante la cena de esta noche.

– Le transmitiré tus elogios -contestó Julián con gran satisfacción-. Estaba muy nerviosa. No quería ponérselas. Tuve que trabajar largo y tendido para lograr que se las pusiera.

– Pero ¿por qué te habrá costado tanto convencerla? -dijo Daregate-. Cualquier mujer habría estado más que dispuesta a lucirlas.

– Sucede que las asociaba demasiado con Elizabeth.

– Claro, eso habrá molestado sobremanera a una criatura tan sensible como Sophy. ¿Y cómo la persuadiste?

– Un marido inteligente, eventualmente aprende cómo es el mecanismo de razonamiento en una mujer. Me ha tomado cierto tiempo, pero lo logré -dijo Julián, complacido-. En este caso, se me ocurrió decirle que las esmeraldas son una combinación perfecta con el color de mis ojos.

Daregate lo miró y soltó una carcajada.

– Lo tuyo fue brillante, por cierto. Sophy no habría podido resistirse a semejante razonamiento. Y también, combinan perfectamente con el color de ojos de tu hijo. Parece ser que es cierto que las esmeraldas de los Ravenwood se transmiten de generación a generación. -Daregate se detuvo para observar el pequeño jardín que se había hecho apartado de los demás-. ¿Qué tenemos por aquí?

Julián miró a sus pies.

– El jardín de hierbas de Sophy. Lo plantó en primavera y los pobladores locales ya han venido a pedir algunos gajos, recetas y preparados. Estos días me he gastado fortunas en estas hierbas. Creo que Sophy podrá escribir su propio tratado de botánica en cualquier momento. Estoy casado con una mujer muy ocupada.

– Yo también apoyo la teoría de que es mejor casarse con una mujer ocupada -dijo Daregate-. Creo que el trabajo las quita del medio.

– Eso es divertido, sobre todo teniendo en cuenta que tu mayor trabajo está en las mesas de juego.

– No por mucho tiempo más, creo -anunció Daregate- Se corre e! rumor de que mi primo está empeorando rápidamente. Está en reposo y refugiado en su religión.

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