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Juliette Benzoni: El Rubí­ De Juana La Loca

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Juliette Benzoni El Rubí­ De Juana La Loca

El Rubí­ De Juana La Loca: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuarto volumen de la serie Las Joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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—¿No aprovechará para huir? ¿Me da su palabra?

Morosini le dedicó una sonrisa burlona.

—Se la doy con mucho gusto, si es que la palabra de un… ladrón representa algo para usted. No se preocupe: mañana seguiré estando aquí. No soy de los que se escabullen ante una acusación y tengo intención de llegar hasta el final de este asunto antes de volver a mi casa.

Después de pronunciar estas palabras, se despidió con desenvoltura y salió.

Sin apresurarse, fue a la residencia real totalmente decidido a no decirle a la reina ni una palabra acerca de sus dificultades con la policía. Presentó sus disculpas por no acompañar a su majestad durante el viaje de vuelta, alegando un irresistible deseo de quedarse algún tiempo más en Andalucía. A cambio, recibió la garantía de que siempre sería recibido con sumo placer, tanto en Madrid como fuera de la capital, y a continuación se despidió. Doña Isabel, a quien ese deseo de quedarse en Sevilla resultaba un tanto sorprendente, lo acompañó hasta la salida de los aposentos reales.

Cuando una mujer inteligente quiere saber algo, en general consigue averiguarlo. En este caso, además, Aldo no tenía ningún motivo para ocultarle la verdad.

—¿Lo acusan de robo? —dijo con indignación—. ¿A usted? ¡Pero eso es un disparate!

—Tiene su explicación: ha sido cosa de Don Basilio.

Ese hombre me detesta, debe de pensar que tengo algo contra su querido retrato y hace lo posible para librarse de mí. Actúa en buena lid…, sobre todo si cree sinceramente que soy culpable.

—¿Por qué no le ha dicho nada a su majestad?

—¡Ni pensarlo! Quiero cuidar mi imagen, y las relaciones con los alguaciles siempre dejan una pequeña sombra. Además, me gusta solucionar mis asuntos yo mismo.

—Está loco, amigo. Se expone a tener encima a ese tal Gutiérrez un montón de semanas. Puede perfectamente mandarlo a pudrirse en la cárcel hasta que encuentren el cuadro.

—¿Y qué pasa con los derechos de las personas?

—¿Los derechos? Recuerde que esto no queda lejos de África y que el tiempo no cuenta. En serio, si después de ese careo el comisario pretende retenerlo, exija que se informe a Madrid. De todas formas, voy a dar instrucciones al mayordomo que se ocupa de nuestra casa de Sevilla. Confío plenamente en él. Estará atento y, llegado el caso, me avisará.

Morosini le cogió una mano a la joven y se la acercó a los labios.

—Es usted una buena amiga. Gracias.

Después de despedirse de doña Isabel, se dirigió hacia la catedral vecina, imponente y hermosa bajo el sol matinal. Allí, por más que buscó en todas las puertas del monumento, no vio por ninguna parte el blusón rojo de su mendigo. En cierto sentido, valía más así, a fin de evitar que el policía encargado de vigilarlo se hiciera preguntas. Como no tenía otra cosa que hacer, Aldo decidió pasearlo. Para ofrecerle un ejemplo edificante, entró a rezar una oración en la catedral y luego se dirigió tranquilamente a la calle Sierpes, donde estaba prohibida la circulación de vehículos y que era el centro neurálgico de la ciudad. Allí abundaban los cafés, los restaurantes, los casinos y los clubes donde, detrás de amplios ventanales, los hombres acomodados de Sevilla se solazaban tomando bebidas frescas, fumando enormes puros y contemplando la animación de la ciudad. En vista de que era más de la una de la tarde, Morosini decidió ir a comer y entró en Calvillo para degustar el famoso gazpacho andaluz, unos langostinos a la plancha y mazapán, todo regado con un Rioja blanco que resultó excelente. No se podía decir lo mismo del café, tan denso que casi podía mascarse y que tuvo que ayudar a bajar bebiendo un gran vaso de agua. Tras de eso, considerando que su ángel de la guarda merecía un poco de descanso, decidió echar una siestecita, como todo el mundo, y regresó al agradable fresco del Andalucía. Su vigilante podría elegir entre los sillones del gran vestíbulo y las palmeras del jardín.

Naturalmente, no durmió. Principalmente, porque la siesta no formaba parte de sus hábitos, pero también porque, pese a su aparente serenidad, aquella historia le fastidiaba. No tenía ganas de eternizarse en Sevilla. Además, el comisario Gutiérrez no le inspiraba ninguna confianza; si lo había dejado libre, quizá fuese para tener tiempo de pensar la mejor forma de soslayar la protección real sin jugarse la carrera, pero estaba decidido a clavarle las garras. Fuera cual fuese el resultado del careo del día siguiente, Morosini estaba casi seguro de que encontraría la manera de hacerlo pasar por la cárcel.

Unos golpes en la puerta interrumpieron su acceso de morbidezza , como decían en su país, y su lento descenso hacia las oscuras profundidades del desánimo. Fue a abrir y se encontró frente a un botones con uniforme rojo adornado con galones, que le presentaba una carta sobre una bandeja de plata. En realidad, no era más que una nota, pero al leerla Aldo tuvo la impresión de que acababan de insuflarle oxígeno: en unas pocas palabras, la duquesa de Medinaceli le rogaba que fuese a charlar un rato con ella hacia las siete. «Estaremos solos. Venga, por favor. Me disgustaría que se llevara de Sevilla una imagen desagradable.»

¿Significaba eso que doña Ana estaba al corriente y no daba ningún crédito a la acusación formulada contra él? Confiaba en ello. Además, quizá la amable mujer supiera algo sobre la joya.

Así pues, fue con entusiasmo a darse una ducha, antes de ponerse un elegante traje gris antracita cuyo corte impecable hacía plena justicia a sus anchos hombros, sus largas piernas y sus estrechas caderas. Una camisa blanca con cuello de pajarita y una corbata de seda en tonos grises y azules completaron un atuendo perfecto para visitar a una dama a última hora de la tarde. Una rápida mirada a un espejo le mostró que su espesa y morena cabellera empezaba a encanecer en las sienes, pero ese detalle no le preocupó. Al fin y al cabo, le sentaba bien a su piel mate, tensada sobre una osamenta de una arrogante nobleza, y a sus ojos azul acero, en los que a menudo chispeaba la ironía.

Tranquilo sobre su aspecto físico, cogió un sombrero y unos guantes y llamó a recepción por el teléfono interior para pedir un coche ante el que, al cabo de un momento, se abrió la verja de la Casa de Pilatos.

Encontró a la señora de la casa en el jardín. Ataviada con un vestido de crespón rojo oscuro y luciendo un collar de perlas de varias vueltas, lo esperaba sentada en un gran sillón de mimbre, junto a una mesa sobre la que había algunos refrescos. Morosini observó que parecía nerviosa, ansiosa incluso; no obstante, respondió a su besamanos con una encantadora sonrisa.

—Ha sido muy amable viniendo, príncipe. Ver de nuevo este palacio no debe de causarle un placer infinito.

—¿Por qué no? Es una fiesta para los ojos —repuso Aldo en tono cordial, dejando que su mirada vagara por la jungla florida y perfumada de uno de esos jardines que constituyen una de las más bellas manifestaciones del espíritu andaluz.

—Sin duda, pero en él suceden cosas desagradables. No sé cómo expresarle lo confusa y disgustada que me siento por que se hayan atrevido a involucrarlo en este desagradable asunto del cuadro robado. Debería haber venido a contármelo de inmediato. De no ser por doña Isabel, aún no me habría enterado.

—Ah, ha sido ella quien…

—Sí, ha sido ella… Esa acusación es ridícula. No nos conocemos mucho, pero su reputación habla en su favor. Hay que estar mal de la cabeza, como ese pobre Fuente Salada, para tomarla con usted. En cuanto a ese majadero que afirma que lo vio perseguir a una dama que no existía, voy a despedirlo…

—¡Ni se le ocurra hacerlo! El pobre chico se ha limitado a decir la verdad. Me vio salir; Estaba cruzando el patio principal con una bandeja cargada de copas y le pregunté el nombre de una dama a la que sólo veía yo. Él no vio a nadie.

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