Victoria Holt - Mi enemiga la reina

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Desde pequeña, Lettice Knollys tuvo que oír historias fabulosas sobre su prima, la futura reina Isabel I. Cuando esta subió al trono, Lettice pudo descubrir de primera mano los encantos, y las intrigas, de la corte inglesa de la segunda mitad del siglo xvI, un lugar en que la batalla por el poder se libraba también en alcobas, gabinetes y mazmorras.
Pese a haber conseguido unas buenas nupcias con el conde de Essex, a Lettice la entristece que el impecable Robert Dudley, el conde de Leicester, solo tenga ojos para la reina. Tras la misteriosa muerte de la primera esposa de Robert, sin embargo, el favor del conde se desplazará de Isabel a la señora de Essex... y de este modo Lettice se verá convertida, a ojos de la reina, en la Loba.
Un romance apasionado y secreto, los celos y la sed de venganza, las ansias de poder y la perpetuación de viejos rencores tienen cabida en esta espléndida novela de Victoria Holt, con la que retrató uno de los períodos más gloriosos de Inglaterra y un triángulo amoroso de calado histórico.

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Hablaba conmigo con más franqueza que con la mayoría de sus damas. Creo que se debía a nuestra relación familiar. Le gustaban las ropas exóticas y solíamos hablar de ellas del modo más frívolo. Tenía tantos vestidos que ni siquiera las mujeres del guardarropa podían estar seguras del número. Estaba muy delgada y la moda de entonces, tan cruel con las mujeres gruesas, le sentaba como a la que mejor. Soportaba los lazos apretados y las incómodas ballenas que teníamos que llevar porque atraían la atención hacia la delgada cintura; y sus gorgueras eran de encaje de oro y plata y solían estar majestuosamente salpicadas de joyas. Aún en aquellos tiempos, ella solía usar lo que llamábamos «pelo prestado de los muertos»: piezas falsas para dar consistencia adicional a sus bucles de un rojo dorado.

Estoy hablando de la época que precedió al escándalo de Amy Robsart. Después de aquello, ella no volvió nunca a ser tan alegre ni tan despreocupada. Pese a su incesante demanda de manifestaciones de asombro ante sus perfecciones, siempre estaba dispuesta a aprender de la experiencia. Ése era otro de los muchos contrastes que componían su complejo carácter. Nunca volvió a charlar tan despreocupadamente con nadie después de la tragedia.

Creo que en aquella época quizá se hubiese casado con Robert de haber estado él libre. Pero, al mismo tiempo, tenía la sensación de que no la hacía tan desgraciada el compromiso previo de él, que hacía imposible tal matrimonio. Yo era entonces demasiado ingenua para comprenderlo y creía que la razón de que le complaciese el que estuviese casado con Amy Robsart era únicamente que el matrimonio le había librado de una alianza con Lady Juana Grey. Pero era una explicación demasiado simple. No había duda de que me quedaba mucho que aprender sobre aquella mente tortuosa.

Me hablaba de él y a menudo sonrío al recordar ahora aquellas conversaciones. Ni siquiera ella, pese a todo su poder, podía leer el futuro. Él era su «dulce Robin». Le llamaba cariñosamente sus «ojos», porque, según decía ella, él andaba siempre pendiente de su bienestar. Isabel gozaba poniendo nombres de animales a los hombres apuestos que la rodeaban.

Pero ninguno podía compararse con sus «ojos» Todos estábamos seguras de que se habría casado con él si él no lo estuviese ya, pero cuando desapareció este impedimento, resultó que ella era demasiado astuta para caer en la trampa. Pocas mujeres habrían sido tan sabias. ¿Lo habría sido yo? Me lo pregunté. Lo dudaba.

—Estuvimos juntos en la Torre —me contó una vez—. Yo por la rebelión de Wyatt, Rob por la cuestión de Juana Grey. Pobre Rob, siempre decía que no le importaba gran cosa y que lo habría dado todo, todo lo que tenía, por verme a mí en el trono.

Vi aparecer en su rostro aquella expresión afable que lo alteraba por completo. Desaparecía del todo la expresión aguileña, se volvía de pronto blanda y femenina. No es que no fuese siempre femenina. Esa cualidad nunca dejaba de transparentarse en sus momentos de mayor dureza, y yo siempre creí que era, en cierta medida, su fuerza, la razón misma de que fuese capaz de hacer a los hombres trabajar para ella como para ningún otro ser humano. Ser mujer formaba parte de su genio. Sin embargo, jamás la vi mirar a nadie más que a Robert de aquel modo. Fue el amor de su vida… después de la Corona, desde luego.

—Su hermano Wildford se había casado con Juana —continuó—. Aquel zorro astuto de Northumberland lo preparó todo. Podría haber sido Rob… ¡os imagináis! Pero el destino hizo que se casara antes para que no estuviese disponible y, aunque fuese un matrimonio desigual, hemos de estarle agradecidos. En fin, el caso es que estuvimos juntos en la Torre de Beauchamp. Vino a verme el conde de Sussex. Lo recuerdo con toda claridad. Vos también lo recordaríais, prima Lettice, si pensaseis que de allí a poco os cortarían la cabeza. Yo había decidido que conmigo no utilizarían el hacha. Yo pediría una espada de Francia —puso de pronto los ojos en blanco y me di cuenta de que pensaba en su madre—. Pero en realidad, nunca pensé en morir. Decidí que a mí no me pasaría eso. Me mantuve firme ante todo. Algo decía en mi interior: «Ten paciencia. De aquí a unos años, todo esto cambiará». Sí, lo juro. Sabía que pasaría esto.

—Eran las oraciones de vuestros súbditos lo que oíais —dije yo.

Nunca identificaba los halagos, o quizá le gustasen tanto que los engullía como un glotón que sabe que es malo para él pero le resulta irresistible.

—Quizás, quizás, pero me llevaron a la Puerta de los Traidores y, por un momento, sólo por un momento, mi corazón desfalleció. Cuando bajé y me metí en el agua, porque los muy estúpidos habían calculado mal la marea, grité: «Aquí llega, como prisionero, un súbdito tan fiel como nunca haya pisado estos escalones. Ante ti, oh Dios, lo digo, pues no tengo ya más valedor que tú.» •—Conozco muy bien vuestras palabras, Majestad —le dije—. No quedaron olvidadas. Unas palabras valerosas y sabias, pues el Señor, al ponerle vos por valedor vuestro, debía demostrar que Él era tan buen aliado como todos vuestros enemigos juntos.

Me miró y se echó a reír.

—Me divertís mucho, prima —dijo—. Tenéis que quedaros conmigo.

Luego siguió explicando:

—Fue todo tan romántico… pero en fin, todo lo que se relaciona con Rob lo es siempre. Se hizo amigo del chico del guardián, que le adoraba. Hasta los niños perciben el encanto de Robin. El muchacho le llevaba flores y Robin me las mandaba a mí… con el chico… y en ellas me enviaba una nota. Supe así que estaba en la Torre y dónde. Siempre fue muy audaz. Podría habernos llevado directamente al patíbulo, pero en fin, como dijo él cuando yo le torturaba con esto, ambos estábamos ya a medio camino, y siempre se negó a admitir la derrota. Y ésa es una cualidad que compartimos. Cuando me permitieron salir a pasear para hacer ejercicio por el recinto de la Torre, pasé por delante de la celda de Robert. Oh, sí, aquellos carceleros no se atrevían a ser demasiado duros conmigo. ¡Fueron sabios! Siempre existía la posibilidad de que yo pudiese recordar… algún día. Y así hubiese sido. Pero localicé a Robín y le vi a través de los barrotes de la ventana, y ese encuentro dulcificó la estancia en la prisión para ambos.

Cuando empezaba a hablar de Robert le resultaba difícil parar.

—Él fue el primero en venir a mí, Lettice —continuó—. Era natural y lógico. La Reina, mi hermana, estaba enferma de muerte. Pobre María, cuánto dolor me causó esta noticia. Siempre fui una súbdita buena y fiel como deben ser todos con su soberano. Pero el pueblo estaba harto por lo que había sucedido durante su reinado. Querían que acabase la persecución religiosa, querían una Reina protestante.

Sus ojos se velaron levemente. Sí, pensé, así era, Reina mía. ¿Y si hubiesen querido una Reina católica, lo habríais aceptado vos? No me cabía duda alguna sobre su respuesta. Para ella la religión tenía poca importancia. Quizá fuese lo natural; la Reina difunta se había visto tan oprimida por la suya que había arruinado su buen nombre entre su pueblo y había hecho que se alegraran de su muerte.

—Un soberano ha de reinar apoyándose en la voluntad del pueblo —dijo Isabel—. Bien sabe Dios que esta verdad es para mí muy clara. Cuando mi hermana estaba al borde de la muerte, el camino de Hatfield estaba lleno de los que venían a rendir homenaje a Isabel cuyo nombre, poco antes, pocos se atrevían a mencionar. Pero Robert siempre había estado conmigo, y era natural que fuese el primero en venir a mí. Ante mí vino en cuanto llegó de Francia. Habría estado conmigo antes, tal como me dijo, si el hacerlo no me hubiese puesto a mí en peligro. Y trajo consigo oro… una prueba de que si hubiese sido necesario combatir por mis derechos, habría estado a mi lado y habría recaudado dinero para apoyarme… sí, lo habría hecho.

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