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Victoria Holt: Mi enemiga la reina

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Victoria Holt Mi enemiga la reina

Mi enemiga la reina: краткое содержание, описание и аннотация

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Desde pequeña, Lettice Knollys tuvo que oír historias fabulosas sobre su prima, la futura reina Isabel I. Cuando esta subió al trono, Lettice pudo descubrir de primera mano los encantos, y las intrigas, de la corte inglesa de la segunda mitad del siglo xvI, un lugar en que la batalla por el poder se libraba también en alcobas, gabinetes y mazmorras. Pese a haber conseguido unas buenas nupcias con el conde de Essex, a Lettice la entristece que el impecable Robert Dudley, el conde de Leicester, solo tenga ojos para la reina. Tras la misteriosa muerte de la primera esposa de Robert, sin embargo, el favor del conde se desplazará de Isabel a la señora de Essex... y de este modo Lettice se verá convertida, a ojos de la reina, en la Loba. Un romance apasionado y secreto, los celos y la sed de venganza, las ansias de poder y la perpetuación de viejos rencores tienen cabida en esta espléndida novela de Victoria Holt, con la que retrató uno de los períodos más gloriosos de Inglaterra y un triángulo amoroso de calado histórico.

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Pero nosotros, que ansiábamos desvergonzadamente su muerte, podíamos prodigarle muy poca simpatía.

Recuerdo bien aquel neblinoso día de noviembre en que llegó el mensajero con la noticia. Era el día que habíamos estado esperando.

Tenía yo entonces diecisiete años, y nunca había visto a mi padre tan emocionado.

—¡Regocijémonos en este día! —gritó en el salón—. La Reina María ha muerto. Isabel ha sido proclamada Reina de Inglaterra por voluntad del pueblo. ¡Viva nuestra Reina Isabel!

Nos arrodillamos y dimos gracias a Dios. Luego, precipitadamente, hicimos los preparativos para el regreso.

Escándalo real

Mucho se sospecha de mí,

nada puede probarse,

dijo Isabel, prisionera.

Escrito con un diamante en el cristal de una ventana de Woodstock por Isabel antes de ser reina.

Volvimos a tiempo para su coronación. Qué día de regocijo popular y de ilusiones ante el futuro. El olor del humo de las hogueras de Smithfield aún parecía colgar en el aire, pero eso sólo aumentaba el júbilo. María la Sanguinaria había muerto y regía nuestra tierra Isabel la Buena.

La vi salir de la Torre a las dos de la tarde de aquel día de enero. Llevaba las vestiduras majestuosas de una Reina y parecía una pieza más de la carroza, cubierta de terciopelo verde, sobre la que había un palio sostenido por sus caballeros, uno de los cuales era Sir John Perrot, hombre de gran corpulencia que se pretendía hijo ilegítimo de Enrique VIII y, por tanto, hermano de la Reina.

Yo no podía apartar los ojos de ella, de su vestido de terciopelo carmesí, su capa de armiño y su sombrero a juego bajo el cual brillaba rojo su pelo al chispeante y crudo aire. Sus ojos castaños eran claros y vivaces, su cutis deslumbrantemente claro. En aquel momento, me pareció hermosa. Me pareció que era todo lo que mi madre nos había contado. Me pareció majestuosa.

Era de estatura media y muy delgada, lo cual hacía que aparentase menos años de los que en realidad tenía. Tenía por entonces veinticinco años y, para una chica de diecisiete, eso era ser muy mayor. Me fijé en sus manos, pues ella parecía llamar la atención hacia ellas desplegándolas el máximo posible, tan blancas, elegantes, de dedos largos y finos. La cara era ovalada y ligeramente alargada. Las cejas tan claras que apenas se veían. Los ojos penetrantes: un amarillo dorado, pero más tarde, a menudo, me parecerían muy oscuros. Era un poco miope y cuando intentaba ver con claridad, solía dar la impresión de penetrar el pensamiento de quienes la rodeaban, lo cual inquietaba muchísimo a todo el mundo. Poseía además una cualidad que incluso entonces (joven como era yo y en tal ocasión) logré percibir, y que hizo que me estremeciera al mirarla.

Luego captó y retuvo mi atención otra persona tan impresionante como ella. Esta persona era Robert Dudley, su Caballerizo Mayor, que cabalgaba a su lado. Nunca había visto un hombre así. Destacaba tanto en el cortejo como la propia Reina. En primer lugar, era muy alto y ancho de hombros y poseía uno de los rostros más hermosos que yo viera en mi vida. Era de noble apostura y su dignidad igualaba a la de la Reina. Pero en su expresión no había soberbia, sino gravedad y un aire de extremada pero tranquila confianza.

Mis ansiosas miradas iban de él a la joven Reina y volvían a él.

Me di cuenta de que la Reina se paraba a hablar con la gente más humilde, y que sonreía y les dedicaba su atención, aunque fuese por muy breve espacio. Supe luego que era política suya no ofender jamás al pueblo. Sus cortesanos padecían a menudo los rigores de su irritación, pero con la plebe era siempre la reina benevolente. Cuando gritaban: «¡Dios salve a su gracia!», ella contestaba: «¡Dios os salve a todos!», recordándoles que se preocupaba tanto por el bienestar de ellos como ellos por el suyo. Le ofrecían ramilletes de flores y, por muy humilde que fuese el que lo hacía, los aceptaba tan graciosamente como si de valiosísimos presentes se tratase. Se decía que un mendigo le había dado un ramo de romero en Fleet Bridge y que aún seguía en su carroza cuando llegó a Westminster.

Nosotros cabalgábamos con el cortejo (¿no éramos, después de todo, sus parientes?) y vimos así los desfiles de Cornhill y el Chepe, que estaba lleno de estandartes y gallardetes que colgaban de todas las ventanas.

Al día siguiente, asistimos a su coronación y la vimos entrar en la Abadía caminando sobre la alfombra púrpura colocada para ella.

Aunque estuviese demasiado distraída para prestar atención a la ceremonia, me pareció muy hermosa cuando la coronaron primero con la pesada corona de San Eduardo y después con la de perlas y diamantes, más pequeña. Y cuando Isabel quedó coronada Reina de Inglaterra sonaron gaitas, tambores y trompetas.

—Ahora la vida será muy distinta para nosotros —dijo mi padre; y qué razón tenía.

Poco después, la Reina envió a buscarle. Le concedió una audiencia y regresó lleno de entusiasmos y esperanzas.

—Es maravillosa —nos dijo—. Es todo lo que debe ser una Reina. El pueblo la adora y ella está llena de buena voluntad hacia todos. Agradezco a Dios que me haya conservado con vida para servir a una Reina así, y juro servirla hasta la muerte.

Isabel admitió a mi padre en su Consejo y le comunicó que deseaba que su buena prima Catalina (mi madre) se convirtiese en dama de su Cámara Regia.

Nosotras, las chicas, estábamos entusiasmadas. Eso significaría que por fin iríamos a la Corte. Tantas horas de estudios musicales (madrigales, laúd y clavicordio), tanta danza, tanto aprender a hacer cortesías y reverencias, todo lo que habíamos soportado para aprender a comportarnos con elegancia y gracia, nos serviría al fin para algo. Hablábamos sin parar; pasábamos toda la noche despiertas discutiendo nuestro futuro, pues no podíamos dormir, de nerviosas que estábamos. Quizás yo tuviese alguna premonición de que caminaba hacia mi destino, tan profunda era la incontrolable excitación que me poseía.

La Reina expresó deseos de vernos, no en grupo sino una a una.

—Habrá sitio para todas vosotras —nos explicó muy emocionada mi madre—. Y todas tendréis oportunidades.

«Oportunidades» significaba la posibilidad de hacer buenos matrimonios, v eso era algo que había preocupado muchísimo a nuestros padres durante nuestro exilio.

Y por fin llegó el día en que me correspondió comparecer ante Su Majestad. Recuerdo muy bien aquel día, recuerdo todos los detalles del traje que llevaba. Era un traje de seda de un azul intenso, con muchos adornos, la falda acampanada y las mangas acuchilladas. El corpiño era muy ajustado y mi madre me dio un cinturón que ella tenía en gran estima, para la cintura. Estaba adornado con piedrecitas preciosas de diversos colores y me dijo que me daría suerte. Poco después, decidí que así era. Yo quería llevar el pelo descubierto, a decir verdad, pues estaba muy orgullosa de él, pero mi madre me dijo que sería mucho más adecuado uno de los nuevos gorritos franceses, tan de moda entonces. Protesté un poco, pues el velo que colgaba por detrás me tapaba el pelo, pero hube de ceder de inmediato, pues mi madre estaba muy nerviosa pensando en la impresión que yo podría causarle a la Reina, e insistió en que si la desagradaba echaría a perder no sólo mis propias posibilidades sino también las de los demás.

Lo que más me impresionó en esta primera entrevista fue su aura de soberanía, de que en aquel momento (aunque ninguna de las dos lo supiésemos entonces) nuestras vidas quedaron ligadas. Ella habría de jugar en mi vida un papel más importante que ninguna otra persona (salvo, quizá, Robert). Y mi papel en la suya, pese a los grandes acontecimientos acaecidos en su reinado, no fue en modo alguno insignificante.

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