Виктория Холт - CASTILLA PARA ISABEL
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Pensaba que en cualquier momento podía haber cambios. En cualquier momento, el pueblo podía decidir que estaba harto de Enrique y entonces marcharían sobre Arévalo para llevarse a Alfonso y coronarlo rey.
La infanta había oído decir que la desvalorización de la moneda había provocado el caos en ciertos sectores de la comunidad y que, como resultado, se habían incrementado los robos.
Algunas de las familias más nobles de Castilla, declarando que estaban al borde de la bancarrota habían perdido todo sentido de la decencia y convertíose en salteadores de caminos. Viajar era, por aquel entonces, menos seguro de lo que lo había sido durante siglos y los castillos, que otrora fueran los hogares
de las familias nobles, eran poco menos que guaridas de ladrones. Algunos de tales nobles llegaban incluso al punto de remediar sus contratiempos apoderándose de cristianos y cristianas en pueblos y aldeas, para después venderlos como esclavos a los moros.
Semejante conducta era en verdad deplorable y era evidente que en Castilla imperaba la anarquía.
Se necesitaban muchas reformas, pero lo único que al rey parecía importarle eran sus fantásticos desfiles y el placer de sus favoritos.
Isabel rogaba por el bienestar de su país.
«Ah, ¡qué diferentes seremos Fernando y yo, cuando gobernemos juntos!», decíase para sus adentros.
Un día su madre vino a verla sumamente alterada e Isabel recordó aquella noche en que la había sacado de la cama para dar gracias a Dios porque el rey de Aragón la había pedido en matrimonio para su hijo Fernando.
-Isabel, hija mía, tengo una noticia maravillosa. El príncipe de Viana nos pide tu mano en matrimonio. Es un ofrecimiento brillante. Carlos no sólo es heredero de Aragón, también es el gobernador de Navarra. Mi querida Isabel, ¿por qué me miras tan azorada? Deberías regocijarte.
Isabel se había puesto pálida; levantó la cabeza y se enderezó en toda su estatura, olvidadas por una vez las reglas del decoro.
-Habéis olvidado, Alteza, que estoy ya comprometida con Fernando -objetó.
La reina viuda soltó la risa.
-Eso... vaya, olvidémoslo. ¿Fernando de Aragón? Un matrimonio muy conveniente, pero no es más que un segundón. Carlos, el heredero de Aragón, el gobernador de Navarra, pide tu mano. No *reo por qué habría de demorarse el matrimonio.
Fue una de las pocas ocasiones de su vida en que la joven Isabel perdió el control. Se arrodilló y, aferrándose a las faldas de su madre, la miró implorante.
-Pero, Alteza -gimió-, yo soy la prometida de Fernando.
-Esa promesa no es una obligación, hija mía. Este matrimonio es más adecuado. Debes admitir que tus mayores saben lo que es mejor para ti.
-Alteza, el rey de Aragón se enojará. ¿Acaso las uñas de Fernando no le son más caras que todo el cuerpo de su hijo mayor?
Las palabras de la infanta hicieron sonreír a su madre.
-Carlos ha reñido con su padre, pero el pueblo de Aragón ama a Carlos y él es el único a quien reconocerán como rey. Los territorios de Navarra también le pertenecen. Vaya, si no podrías esperar matrimonio mejor.
Isabel se mantuvo rígidamente erguida y, por primera vez, mostró claramente los signos de su naturaleza obstinada.
-Mi casamiento con Fernando es una cuestión de honor.
Su madre se rió, no con su risa de excitación descontrolada, sino apenas con una tolerancia levemente divertida; pero en ese momento Isabel no estaba en situación de preocuparse por las emociones de su madre.
-Deja estas cosas para tus mayores, Isabel -repitió la reina viuda-. Ahora debes arrodillarte para dar las gracias a Dios y a sus santos por tu buena fortuna.
Rebeldes protestas pugnaban por salir de los labios de Isabel, pero la disciplina de tantos años fue más fuerte y la infanta no dijo nada.
Se dejó llevar hasta su reclinatorio y, mientras su madre rogaba por la pronta unión de su hija y el príncipe de Viana, heredero del trono de Aragón, Isabel apenas si pudo murmurar:
«¡Fernando! ¡Oh, Fernando! Debe ser Fernando. Santa madre de Dios, no me abandones. Haz que me pase algo, o que le pase algo al príncipe de Viana, o al mundo entero, pero guárdame para Fernando».
ESCÁNDALO EN LA CORTE DE CASTILLA
En el palacio de Zaragoza, Juana Enríquez, reina de Aragón, hablaba con su marido, Juan, de la desvergüenza de Carlos.
-Eso -insistía- es algo hecho con la intención de insultaros, de demostraros lo poco que respeta vuestra autoridad ese hijo que tenéis. Bien sabe que uno de nuestros proyectos más caros es que Fernando se case con Isabel... ¡y no se le ocurre nada mejor que ofrecerse él!
-Eso no sucederá -la tranquilizó el rey-. No os preocupéis, querida mía. Isabel es para Fernando y ya encontraremos algún medio de superar en astucia a Carlos... como lo hemos hecho otras veces.
Afectuosamente, sonrió a su mujer. Juana era mucho menor que él, y desde que se habían casado, el rey estaba cada vez más enamorado de ella, y su mayor deseo era darle todo lo que deseara. Juana era la única, de eso no cabía duda. Hermosa, audaz, astuta... ¿acaso había otra mujer en el mundo que pudiera compararse con ella? Su primera mujer, Blanca de Navarra, era la viuda de Martín de Sicilia cuando Juan se casó con ella. Había sido buena esposa, había aportado una dote de ninguna manera insignificante y el rey había estado satisfecho con su matrimonio. Su mujer le había dado tres hijos, Carlos, Blanca y Leonor y en aquel momento había sido un padre orgulloso. Ahora, casado con la incomparable Juana Enríquez y tras haber tenido de ella al no menos incomparable Fernando, el rey llegaba incluso a desear -porque su mujer lo deseaba- no haber tenido jamás otros hijos para que Fernando pudiera ser el heredero de todas sus posesiones.
No tenía nada de asombroso, se dijo, que estuviera a tal punto embobado con Fernando. ¿Qué pasaba con sus otros hijos? Con Carlos los conflictos eran constantes; Blanca había sido repu-
diada por su marido, Enrique de Castilla, y vivía ahora retirada en sus propiedades de Olite, desde donde (según insistía Juana) apoyaba a su hermano Carlos en sus discordias con el padre; y en cuanto a Leonor, condesa de Foix, hacía ya muchos años que se alejó de ellos, cuando se casó con Gastón de Foix, y era una mujer dominante y de grandes ambiciones.
Por lo tocante a Juana, estaba pendiente de Fernando con toda la fuerza de su enérgica naturaleza y le enojaba cualquier favor que fuera concedido a los hijos del primer matrimonio.
En los primeros días de su unión, su segunda mujer se había mostrado dulce y afectuosa, pero desde el día -el 10 de marzo de 1452, unos ocho años atrás- que nació Fernando, en el pue-blecito de Sos, Juana había cambiado. Se había convertido en una tigresa que defiende a su cachorro, y el rey, totalmente entregado a ella, se había dejado envolver en aquella batalla por los derechos del hijo adorado de su segunda mujer, en contra de los habidos en la primera.
En cualquier caso es triste que haya discordia entre familiares; en una familia real, eso puede ser desastroso.
Sin embargo, Juan de Aragón no podía ver más que por los ojos de la esposa que tan desmedidamente amaba. De ahí que para él su hijo Carlos fuera un bribón, cosa que no era verdad.
Carlos era hombre de mucho encanto y de gran integridad. De buena disposición, cortés y pundonoroso, eran muchos los que lo consideraban el príncipe perfecto. Amante de las artes y las ciencias, era un enamorado de la música, pintaba y era poeta; historiador y filósofo, habría preferido llevar una vida tranquila y consagrada al estudio y la gran tragedia de su vida fue que, en contra de su voluntad, se vio arrastrado a un sangriento conflicto con su propio padre.
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