Виктория Холт - CASTILLA PARA ISABEL

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Para la niña, ¡a impresión de estar levantada a esa hora era fantástica; la vacilante luz de la vela tenía algo de espectral, la voz de su madre sonaba imperiosa, como si en vez de rogarles, diera instrucciones a Dios y a sus santos sobre lo que debían hacer por Isabel. La infanta sentía que le dolían las rodillas, siempre un poco magulladas de tanto estar arrodillada, y tenía la sensación de no estar completamente despierta, como si todo lo que sucedía fuera una especie de sueño.

«Fernando», murmuró para sí, tratando de hacerse una imagen de él, pero lo único que podía pensar era en esas uñas tan amadas.

¡Fernando! Algún día se conocerían, hablarían, harían planes. Vivirían juntos, como habían vivido su madre y el rey, en un palacio o en un castillo, probablemente en Aragón.

Isabel jamás había pensado en vivir en otro lugar que en Madrid o en Arévalo; jamás se le había ocurrido que pudiera tener otros compañeros que su madre o Alfonso, y tal vez Enrique, si es que alguna vez regresaban a Madrid. Pero esto sería diferente.

Fernando. Se repitió una y otra vez el nombre; tenía una calidad mágica. Fernando sería su marido, y ya desde ahora tenía el poder de hacer feliz a su madre.

La reina había vuelto a levantarse.

-Ahora volverás a acostarse -indicó-. Ya hemos dado las gracias por esta gran bendición.

Cuando besó a su hija en la frente, su sonrisa era calma.

Isabel agradecía en silencio a Fernando que fuera capaz de hacer feliz a su madre.

Pero el estado de ánimo de la reina cambió repentinamente, en esa forma imprevista que aún seguía sorprendiendo a Isabel.

-Quienes hayan pensado que tú no tenías peso alguno tendrán que cambiar de opinión, ahora que el rey de Aragón te ha elegido como novia de su hijo bienamado.

En su voz vibraban toda la cólera y el odio que sentía por sus enemigos.

-Ahora todo andará bien, Alteza -la calmó Isabel-. Fernando se ocupará de eso.

Súbitamente, la reina sonrió y empujó a la niña hacia la cama.

-Anda, acuéstate y que duermas en paz.

Isabel se quitó el abrigo y volvió a subirse a la cama. La reina la observaba; después, se inclinó sobre ella para arroparla. Por último besó a la infanta y salió, llevándose consigo la vela.

Fernando, pensaba Isabel. El querido Fernando de las uñas preciosas, el del nombre que, con sólo mencionarlo, podía dar tal felicidad a su madre.

Juana observó que Alegre no aparecía en las ocasiones en que era su obligación atender a la reina. Envió a una de las otras mujeres a ordenar a la ausente dama de honor que se presentara inmediatamente ante ella. Cuando Alegre entró, Juana se aseguró de que nadie más estuviera presente durante la entrevista.

Alegre dirigió a la reina una mirada de apenas disimulada insolencia.

-Desde que has venido a Castilla parece que te tomas tus deberes muy a la ligera -señaló Juana.

-¿A qué deberes se refiere su Alteza? -la insolencia del tono reforzaba la de la actitud.

-¿A qué deberes he de referirme, si no a los que te trajeron a Castilla? Hace más de una semana que no te veo a mi servicio.

-Alteza, es que he recibido otras órdenes.

-Yo soy tu señora y sólo de mí debes recibir órdenes.

Alegre bajó los ojos y se las arregló para componer un aspecto al mismo tiempo descarado y modesto.

-Bueno -insistió la reina-, ¿qué me contestas? ¿Vas a conducirte como corresponde, o me obligarás a enviarte de vuelta a Lisboa?

-Alteza, no creo que fuera el deseo de todos en la corte que regresara yo a Lisboa. Sé por una fuente muy de fiar que mi presencia aquí es muy bien recibida.

Bruscamente, Juana se puso de pie, fue hasta donde estaba Alegre y la abofeteó en ambas mejillas. Sorprendida, la dama de honor se llevó las manos a la cara.

-Debes conducirte de la manera que cuadra a una dama de honor -señaló coléricamente Juana.

-Intentaré ponerme a la altura de Vuestra Alteza, que se conduce como cuadra a una reina.

-¡Eres una insolente! -le gritó Juana.

-¿Es insolencia, Alteza, aceptar lo inevitable?

-¿Conque es inevitable que en mi corte te conduzcas como una perra?

-Es inevitable que obedezca las órdenes del rey.

-¿Así que él te dio órdenes? ¿Así que no te pusiste tú en el camino para que te las dieran?

-¿Qué podía hacer, Alteza? Me era imposible desaparecer.

-Tendrás que regresar a Lisboa.

-No creo que sea así, Alteza.

-Exigiré que así sea.

-Sería humillante para Vuestra Alteza exigir aquello que no le será concedido.

-No debes pensar que estás muy al tanto de los asuntos de la corte sólo porque durante unas pocas noches has compartido el lecho del rey.

-Algo se aprende -comentó con ligereza Alegre-, porque no nos pasamos todo el tiempo haciendo el amor.

-Estás despedida.

-¿De vuestra presencia, Alteza, o de la corte?

-Sal de mi presencia, Y te advierto que te haré regresar a Lisboa.

Con una reverencia, Alegre se despidió. Juana se quedó muy enojada, maldiciendo su propia estupidez por haber traído con-

sigo a la camarera; debería haber pensado que esa criatura no podría dejar de traerle algún problema, pero ¿cómo podía habérsele ocurrido que tendría la temeridad de usurpar el lugar de la propia Juana en el regio lecho matrimonial?

Mientras sus doncellas la vestían, Juana estaba pensativa. No se sentía lo bastante segura de sí como para hablar con ellas sin traicionar sus sentimientos.

Sería demasiado indigno permitir que nadie supiera lo humillada que se sentía, tanto más cuanto que su sentido común le avisaba que si no quería tener problemas con el rey tendría que aceptar la situación.

Pese a su aparente indolencia, y aunque se mantuviera indiferente ante los asuntos del reino, su marido sería capaz de cualquier locura para complacer a su amante del momento. Juana no olvidaría jamás la triste historia de Blanca de Aragón, y no ignoraba que sería una estupidez de su parte permitirse creer que, por el solo hecho de que pareciera sentir afecto por ella, Enrique no sería capaz de hacerla regresar a Lisboa si le disgustaba.

Después de todo, en cuanto al tan deseado embarazo, ella no había tenido más éxito que Blanca. Y estaba, además, alarmada por los rumores que había oído. ¿Sería realmente cierto que Enrique era incapaz de engendrar? En ese caso, ¿qué destino esperaba a Juana de Portugal? ¿No se parecería demasiado al de Blanca de Aragón?

Prestó atención a la charla de las mujeres, dirigida evidentemente a tranquilizarla.

-Dicen que estuvo magnífico.

-Yo creo que es el hombre más apuesto de la corte.

-Y, ¿quién es ese personaje tan apuesto y magnífico? -preguntó despreocupadamente Juana.

-Beltrán de la Cueva, Alteza.

Juana sintió que se le levantaba el ánimo, pero al observar su propio rostro en el espejo vio con satisfacción que se había mantenido impasible.

-¿Qué es lo que ha hecho?

-Pues bien, Alteza, ha defendido un paso de armas en presencia del propio rey. Quedó como triunfador y, según nos han dicho, rara vez se ha visto un hombre que demostrara semejante valor. Declaró que defendería los encantos de su señora contra

los de toda otra, en ese momento y en cualquier otro, y que desafiaba a cualquiera que se permitiera desmentir sus palabras.

-¿Y quién es esa mujer incomparable? ¿No lo dijo?

-No lo dijo. Se comenta que su honor se lo impedía. El rey se mostró complacido. Dijo que la gallardía de Beltrán de la Cueva lo había impresionado al punto de que, para celebrar la ocasión, haría erigir un monasterio dedicado a San Jerónimo.

-¡Qué cosa más extraña! ¿Dedicar un monasterio a San Jerónimo porque un cortesano proclama los encantos de su señora?

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