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Ana Veloso: La Fragancia De La Flor Del Café

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Ana Veloso La Fragancia De La Flor Del Café

La Fragancia De La Flor Del Café: краткое содержание, описание и аннотация

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Brasil, año 1884. En el valle del río Paraíba, los terratenientes y sus familias llevan una vida lujosa y despreocupada gracias al trabajo de sus esclavos en las plantaciones de café. Vitória aspira a más, a mucho más. Vita, como todo el mundo la llama, es hija de uno de los más ricos «barones del café». Posee una belleza extraordinaria, es inteligente, hábil en los negocios, con un carácter fuerte e independiente, y es considerada el mejor partido del valle. Cuando Vita conoce a León Castro, un periodista atractivo y enigmático, su vida cambia. León es abolicionista y lucha fervientemente contra la esclavitud y por lo tanto contra los intereses de la familia de Vita. A pesar de estas diferencias insuperables se enamoran perdidamente. Desde un inicio su amor está marcado por desencuentros. Una y otra vez los caminos de Vita y León se cruzan y se separan, pero ni el tiempo ni los reveses de la fortuna pueden con su pasión. Ante el trasfondo del paradisíaco valle del río Paraíba y del pintoresco emporio de Río de Janeiro, de la época dorada de las plantaciones de café y de su ruina después de la abolición de la esclavitud, tienen lugar la saga de una familia de hacenderos y la historia de un gran amor…

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Cinco personas no tenían otra cosa que hacer en todo el día que mantener todo aquello en buen estado. ¿Qué hacían para ganarse el dinero? Y sobre todo: ¿qué hacían con el dinero que Vitória les enviaba para la conservación de Boavista? No podía ser tan difícil conseguir un par de cubos de pintura para arreglar la fachada o agarrar una escoba y barrer la entrada.

La puerta principal crujió cuando Vitória la empujó. Estupendo, pensó Vitória, nadie la había cerrado, ni había nadie por allí cerca al parecer para ver quién entraba en la casa. El aire olía a cerrado y a polvo. Echó un vistazo al recibidor, en el que, como ella esperaba, faltaban los mejores muebles y adornos: sus padres tuvieron que vender en su momento todo lo que tenía un cierto valor material. El efecto era desolador.

– ¿Hola? ¿Hay alguien? -gritó como si la fuerza de su voz le infundiera más ánimo. Su voz resonó como en el castillo fantasma de una novela de terror inglesa.

– ¡Ya voy! -oyeron una vocecilla que llegaba desde la zona de servicio. Poco después apareció una negra bajita más o menos de su misma edad-. ¿Sí, qué desean? -preguntó limpiándose en un sucio delantal.

– Desearía darme un baño, una cama limpia e información sobre lo que está pasando aquí. ¿Cómo te llamas? ¿Dónde están los demás?

– Yo soy Elena. ¿Y cómo…?

Pero no pudo terminar, ya que Joana sospechó que iba a hacer una pregunta poco diplomática.

– Buenos días, Elena. Creo que no nos conocemos. Soy sinhá Joana, la cuñada de sinhá Vitória. Estamos agotadas del largo viaje hasta aquí. ¿Nos traes algo de beber, por favor? Y avisa a algún hombre para que ayude al mozo con el equipaje.

– ¿Por qué eres tan amable con esa inútil? -preguntó Vitória cuando Elena hubo salido-. Ahora se creerá que es una dama y querrá sentarse con nosotras a tomar café.

Joana se encogió de hombros.

– Me ha parecido correcto. No es una jovencita ni una vieja amiga.

No. Era una antigua esclava, y al parecer ni ella ni los otros cuatro que Vitória había encargado del cuidado de Boavista eran capaces de hacer bien su trabajo. ¿Era demasiado pedir que la casa estuviera en condiciones por dentro y por fuera? ¿Al menos superficialmente? No había que fregar, encerar y pulir cada centímetro cuadrado, pero al menos podían haber ventilado las habitaciones y fregado los suelos regularmente. Vitória se enfadó consigo misma. Tenía que haberlo sabido. La mayoría de las personas, negras o blancas, necesitaban que alguien les dijera lo que tenían que hacer.

Había sido un error fiarse del viejo Luíz, que aunque era de confianza y como antiguo capataz tenía cierta autoridad, se manejaba mejor entre los arbustos de café que con el mantenimiento de una casa. Pero no había tenido otra elección: aparte de Luiza y José, que se marcharon con sus padres a Río, todos los esclavos que trabajaban en la casa habían salido corriendo. ¿Iba a dejar Boavista en manos de un extraño?

Vitória empujó la puerta que daba al salón. Los pocos muebles que quedaban estaban tapados con sábanas que ya tenían un color amarillento. Corrió las cortinas, de las que salió una nube de polvo. Abrió las ventanas, deformadas después de tantos años sin usarse. A la despiadada luz del día el salón tenía un aspecto más triste que antes. Se veían arañazos en la madera del suelo, una mancha amarilla de humedad en la pared y telarañas que colgaban del techo o iban de un rincón a otro. ¡Cielos, no podía ser tan difícil atar el plumero a un palo largo y limpiar de vez en cuando los techos y las paredes!

Flap, flap, flap… las sandalias de Elena anunciaron su llegada a lo lejos. Antes no se habría oído nada, pues los pequeños ruidos cotidianos quedaban apagados por las gruesas alfombras y los pesados muebles tapizados.

– ¿No puedes levantar los pies al andar? -le dijo Vitória a la joven, que, asustada, se quedó quieta con la bandeja en las manos-. No, claro -contestó Vitória a su propia pregunta-. Si no sabes hacer las tareas de la casa, tus propios pies deben ser una pesada carga para ti.

– Muchas gracias, Elena.

Joana tomó un vaso de la bandeja, se lo dio a Vitória, y luego tomó el suyo. Vitória se bebió el vaso de un trago y lo dejó con un golpe en la bandeja.

– ¿Dónde está Luíz? Mándamelo aquí enseguida, tengo que ajustar cuentas con él.

– Luíz está muy enfermo, sinhá. Está arriba, en la cama. Tiene mucha fiebre.

Vitória puso los ojos en blanco. ¡Ya lo había dicho ella! ¡Los negros dormían en sus camas! El paseo por el jardín tendría que esperar, primero quería echar un vistazo a las habitaciones de arriba. ¡Confiaba en que nadie se hubiera atrevido a profanar su antigua habitación con su sucia presencia! Pero su temor era infundado. Tanto su propia habitación como la de sus padres presentaban el mismo aspecto desolado que las habitaciones de abajo, pero no parecía que nadie las ocupara. De pronto oyó un horrible “¡Oh!”. Joana que había ido a la habitación de invitados en que había dormido en su única visita a Boavista, cerró la puerta de golpe y miró a Vitória con resignación.

– Tenías razón.

Comprobaron que dos mujeres ocupaban esa habitación, mientras que dos hombres jóvenes compartían otra de las habitaciones de invitados y Luíz gozaba del privilegio de una habitación para él solo. Furiosa, Vitória abrió la ventana del “cuarto del enfermo” para que desapareciera el horrible olor a alcohol.

– ¡Viejo cerdo! ¡Gravemente enfermo, no me hagas reír! Te ordeno que en media hora estés bueno para que puedas contarme con todo detalle qué has hecho aquí en los dos últimos años.

Por la tarde Vitória vagó sin rumbo por lo que quedaba de la fazenda. Los daños no eran menos graves que los de la casa, pero allí al menos podía respirar. Pasó con cuidado por las rotas espirales de la valla de alambre oxidada para ir a la dehesa donde antes estaban los caballos. Disfrutó cuando sus pies se hundieron en la tierra, sin preocuparse por sus zapatos. Pasó la mano por las hierbas, que le llegaban casi hasta la cadera, pero no lo hizo con la serenidad que cualquier observador habría apreciado en ese gesto. Estaba impresionada. Estaba furiosa. Y, sobre todo, estaba muy enfadada por el comportamiento de Joana. ¿Cómo podía ser tan amable con esa gentuza? ¿Y cómo podía sentarse tan tranquila en el carcomido escritorio de la habitación de Pedro y revisar el contenido de la caja que se había traído de Río? Cartas, notas, recuerdos como entradas o el menú de algún banquete… se había llevado a Boavista todos los papeles sueltos que encontraron en el despacho de Pedro.

– A lo mejor encuentro algún indicio de la verdadera causa de su muerte -dijo Joana justificando su excesivo equipaje. Pero Vitória sabía que sólo quería hurgar en sus recuerdos.

Vitória se detuvo en el pequeño panteón familiar. Se sentó en el murete que lo rodeaba. Antes aquel monumento de piedra le producía rechazo y no le gustaba. Pero ahora se alegraba de que al menos allí no se notara la dejadez de la gente. Leyó los nombres de sus hermanos muertos. Pedro debería estar allí, no en Río. ¿Y ella? ¿Dónde la enterrarían si se moría antes de tiempo? ¿Debía escribir en su testamento manifestando el deseo de que la enterraran allí? Vitória sintió un escalofrío en la espalda, y con un estremecimiento alejó los pensamientos sobre su propia muerte. ¡Quería vivir muchos años todavía!

El ejercicio al aire libre le sentó bien. Cuando Vitória volvió a la casa estaba más tranquila. El ambiente no le resultó tan agobiante, tan deprimente.

– ¿Vita? -Joana la llamó desde el comedor.

Vitória se quitó los zapatos llenos de barro y fue descalza hasta ella.

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