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Stephanie Laurens: Todo sobre la pasión

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Stephanie Laurens Todo sobre la pasión

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El destino ha hecho de Gyles Rawlings un hombre decidido a controlar cada aspecto de su vida. Ha resuelto casarse con una dama de buena cuna que se preste disciplinadamente a darle hijos, pero haga la vista gorda mientras él busca placer en otra parte. A juzgar por los informes que le llegan, Francesca debería cumplir a la perfección con sus exigencias. Por lo que se refiere a “otra parte”, ha conocido recientemente a una joven bellísima y descarada que sería una amante ideal, con un carácter orgulloso a la altura del suyo. Pero Gyles descubrirá en el momento menos apropiado que su prometida es la atrevida hechicera que inspira sus fantasías. Hallar la pasión y el amor en la misma mujer ha sido siempre para él un temor secreto. Pero mientras su mundo se ve conmocionado, Gyles se obsesiona con la posesión de aquello que jamás pensó que desearía… el corazón de su esposa. Otra extraordinaria aventura perteneciente a la saga de los Cynster, que se puede leer y disfrutar en forma independiente.

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Gyles pensó en lo previsor que tenía que ser un hombre para proteger a su hija de cualquier peligro del futuro.

– Siento no haber conocido nunca a vuestro padre.

– Le habríais gustado… Os habría dado su bendición.

Gyles nunca había sido tan consciente de su propia felicidad, de su buena fortuna. Pensó en todo lo que tenía: todo aquello que Charles no había tenido realmente la oportunidad de disfrutar.

– Pobre Franni. No sólo heredó la locura de su madre, sino que también absorbió la particular locura del viejo Francis.

– Antes no he dicho nada… por Charles. Sólo le habría hecho sentirse peor. Ester me contó que Francis pasaba mucho tiempo con Franni, y que eso le agradaba a Charles.

Gyles plantó un beso en los rizos de Francesca.

– Es mejor dejarle ese buen recuerdo.

El carruaje seguía su camino traqueteando. Habían bajado las cortinillas de cuero de las ventanillas, para que no entrara el aire helado de la noche, creando un refugio oscuro y acogedor.

– Gracias por no presentar cargos.

– Cuando dije que Franni era de la familia lo hice de corazón.

Ella le había enseñado, le había hecho ver, lo que la familia en el sentido más amplio significaba: el apoyo, la red de comprensión. Al cabo de unos instantes, añadió:

– En cierto modo, estamos en deuda con Franni. Si ella no hubiera estado allí aparentando ser la mosquita muerta con la que yo creía querer casarme, yo habría descubierto quién era Francesca Rawlings antes de que cerráramos el trato, y entonces no lo habríamos cerrado de ninguna manera.

– ¿De verdad no os habríais casado conmigo de haber sabido quién era yo?

Gyles se echó a reír.

– Supe en el mismo instante en que os puse los ojos encima que erais la última mujer con quien debería casarme si quería a una mosquita muerta, dócil y modosa por esposa. Y estaba en lo cierto.

Ante su suave resoplido, él sonrió, pero luego se puso serio.

– Si Franni no hubiera estado allí, nosotros no estaríamos aquí ahora, casados, enamorados, esperando nuestro primer hijo. Lo único que lamento es que mi aparición en la mansión Rawlings sirviera al parecer de catalizador para sus delirios.

– De no haber sido vos, habría sido algún otro. -Francesca guardó silencio durante un rato, y luego musitó-: El destino obra de forma misteriosa.

Gyles le acarició el pelo.

– No podremos ir de visita a la mansión Rawlings. Franni estará mejor si no vuelve a vernos.

– Siento lástima por Charles y Ester. Haberse pasado la vida vigilando a Franni y esperando, sólo para acabar viendo cómo se hacía realidad su peor pesadilla…

– Podemos ayudarles, de todas formas: asegurarnos de que Charles pueda contratar los mejores cuidados para Franni. Y podemos procurar que Charles y Ester se escapen de vez en cuando; podemos invitarles a venir a Lambourn en verano.

– Podríamos convertir en una rutina anual que vengan a visitarnos, para que no se enclaustren y la familia no les pierda la pista.

Francesca se revolvió en sus brazos para poder verle la cara. El carruaje había llegado al centro de la ciudad; merced a las farolas, entraba ahora más luz por las rendijas que dejaban las cortinillas, la suficiente para ver.

– Estaba pensando… Honoria me habló de la reunión que los Cynster celebran en Somersham. Creo que nosotros deberíamos hacer algo parecido en Lambourn, ¿vos no?

Gyles la miró a la cara y sonrió.

– Cualquier cosa que os plazca, milady. Podéis crear cuantas tradiciones gustéis… Y todas las que yo tengo quedan bajo vuestro gobierno.

Francesca, encantada no tanto por las palabras de Gyles como por la expresión de sus ojos, de su rostro, desprovisto ahora de cualquier elegante máscara, le devolvió la sonrisa. Por dentro, su corazón se regocijó.

Todo lo que siempre había querido, todo cuanto podía llegar a necesitar, estaba allí, y era suyo. Tras la noche anterior, había estado dispuesta a aceptar la realidad sin exigir una declaración. Ahora lo tenía todo: un amor duradero y las palabras formuladas entre ellos, que lo reconocían expresamente.

Examinó sus ojos, su rostro: los planos angulosos que tan poco dejaban traslucir. Tal vez le debieran a Franni una cosa más.

– ¿Por qué os resultaba tan difícil decirlo; pronunciar una simple palabra, tan corta?

El se rió, pero no porque aquello le divirtiera.

– «Una simple palabra, tan corta»… Sólo una mujer podía describirlo así.

No había respondido a su pregunta. Sin apartar los ojos de los suyos, Francesca aguardó.

El suspiró y reclinó la cabeza en el almohadillado del respaldo.

– Es difícil de explicar, pero mientras no lo dijera en voz alta, mientras no lo admitiera abiertamente, tenía margen de duda suficiente para permitirme pretender que no estaba corriendo un riesgo, que no me estaba exponiendo a la infelicidad y la destrucción por ser tan tonto como para amaros.

Francesca frunció el ceño. ¿Por qué? Entonces lo comprendió. Alzando las manos, le enmarcó la cara y le hizo mirarla a los ojos.

– Yo siempre estaré aquí. Siempre estaré con vos. Podéis rodearme de cuantos guardianes deseéis, durante tanto tiempo como sea necesario para que lleguéis a creéroslo.

Gyles leyó en sus ojos, y se obligó a decir a continuación:

– Aprendí de muy joven que cuando uno ama se expone a sufrir un daño inimaginable.

– Lo sé… Pero, aun así, merece la pena.

Gyles examinó sus ojos y luego la besó suavemente, la acomodó de nuevo entre sus brazos y apoyó la mejilla en su pelo. Tenía razón. No había nada tan contradictorio como el amor. Nada dejaba a un hombre más expuesto y, sin embargo, nada podía reportarle tanta dicha. Para recolectar la cosecha del amor era necesario aceptar el riesgo de perder ese mismo amor. El amor era una moneda de dos caras, ganar y perder. Para asegurarse de ganar, tenía uno que abrazar el riesgo de perder.

Cuánto había cambiado él desde el día en que partió hacia la mansión Rawlings… Entonces su hogar era frío, le faltaba calidez, le faltaba vida; había partido en busca de una esposa para subsanar esa deficiencia. La había encontrado, y ahora era suya. Era el sol que calentaba su casa, que nutría a su familia, que daba sentido a su vida. Era literalmente el centro de su universo.

Decidió que bien podía decírselo. Al cabo de un instante, murmuró:

– No vino todo a la vez, ¿sabéis?

– ¿Ah? -Francesca se revolvió y él la dejó girarse otra vez de forma que pudiera verle la cara, y él a ella.

Le cogió la mano y se la llevó a los labios.

– Cuerpo, mente, corazón y alma. -Mirándola a los ojos, le besó la palma-. Mi cuerpo fue vuestro desde el mismo instante en que os vi; vos lo reclamasteis en nuestra noche de bodas. Peleasteis por mi mente y mi corazón, y los ganasteis; ahora son vuestros para toda la eternidad. -Hizo una pausa y puso una expresión más grave a la vez que miraba a lo más hondo de sus ojos esmeralda-. Y en cuanto a mi alma, es vuestra, os la ofrezco libremente. Podéis llevárosla y encadenarla como prefiráis.

Francesca le sostuvo la mirada y creyó que su corazón iba a estallar de gozo, con una felicidad tan profunda que no le cabía. Liberó sus brazos y le pasó las manos por los hombros, deslizando una hasta su nuca al tiempo que acercaba la cara a la de él.

– Gracias, milord. La acepto.

Selló el trato con un beso; un beso que prometía un vida de dicha absoluta entre las cadenas de un amor eterno.

Sólo tenían pendiente un compromiso formal antes de regresar a Lambourn: la cena de Navidad de lady Darlymple. Era a primeros de diciembre, semanas antes de la Nochebuena, pero hasta el último miembro de la nobleza iba a abandonar pronto la capital para volver a su hacienda. Gyles habría dado mucho por escaparse antes a Lambourn y librarse del inevitable sermón de uno de los pocos de su condición que estaría también presente en la cena.

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