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Stephanie Laurens: Todo sobre la pasión

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Stephanie Laurens Todo sobre la pasión

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El destino ha hecho de Gyles Rawlings un hombre decidido a controlar cada aspecto de su vida. Ha resuelto casarse con una dama de buena cuna que se preste disciplinadamente a darle hijos, pero haga la vista gorda mientras él busca placer en otra parte. A juzgar por los informes que le llegan, Francesca debería cumplir a la perfección con sus exigencias. Por lo que se refiere a “otra parte”, ha conocido recientemente a una joven bellísima y descarada que sería una amante ideal, con un carácter orgulloso a la altura del suyo. Pero Gyles descubrirá en el momento menos apropiado que su prometida es la atrevida hechicera que inspira sus fantasías. Hallar la pasión y el amor en la misma mujer ha sido siempre para él un temor secreto. Pero mientras su mundo se ve conmocionado, Gyles se obsesiona con la posesión de aquello que jamás pensó que desearía… el corazón de su esposa. Otra extraordinaria aventura perteneciente a la saga de los Cynster, que se puede leer y disfrutar en forma independiente.

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Abriéndose paso entre la multitud que abarrotaba la acera, llegó hasta Gyles, que bajaba la escalerilla.

Gyles frunció el ceño.

– Pensaba que ibas a escoltar a Francesca esta tarde.

– También yo. -Osbert hizo una lacónica inclinación de cabeza a Diablo, que venía un paso por detrás de Gyles, y dijo en tono quejoso-: Se ha ido a una iglesia de mala muerte en Cheapside.

– ¡¿Qué?!

– Eso mismo dije yo. Le expliqué que no era lugar para una dama como ella. También se lo dijo Wallace… O lo intentó, al menos.

– ¿Por qué ha ido?

– Recibió una nota de su prima. Le decía que tenía que contarle algo acerca de una tal Ester. A Francesca, al parecer, le parecía perfectamente normal que su prima hubiera concertado un encuentro en la iglesia de St. Margaret de Cheapside. No me ha dejado acompañarla; dijo que cohibiría a su prima.

Gyles cogió a Osbert de los brazos; se contuvo a duras penas de empezar a sacudirlo. Aquel pánico negro tan familiar estaba despertándosele por dentro, oprimiéndole el pecho con sus tentáculos.

– ¿Se llevó el carruaje?

Osbert asintió.

– Y dos lacayos. También había un mozo más en el pescante.

– Bien. -Gyles soltó a Osbert. Diablo bajó un escalón y se les unió. Gyles miró a Diablo y sacudió la cabeza-. Está bien protegida, pero… -Sabía que estaba en peligro. Realmente en peligro. Pensó en Franni, y se le heló la sangre-. Esto no me gusta.

– Ni a mí. Ni le gustó a Wallace -aseguró Osbert.

– A mí tampoco me suena bien eso de Cheapside. -Diablo le enarcó una ceja a Gyles-. Lo que tú digas.

Gyles reflexionó.

– Osbert: llama un coche. Tú y yo nos vamos a Cheapside.

– ¡Magnífico! -Osbert partió a buen paso.

Diablo levantó ambas cejas.

– ¿Y yo?

– Necesito que alguien transmita un mensaje claro y conciso al tío de Francesca.

– Ah, ya veo. -Diablo siguió con la mirada a Osbert, escalerilla abajo-. ¿Charles Rawlings?

– Sí. Se aloja con los suyos en el Bertram's, en la calle Duke. Dijo que estaría ocupado preparándose para irse mañana, pero necesito que acuda a St. Margaret, en Cheapside. Dile que Franni está allí.

– ¿La prima de Francesca?

– Sí. No sé qué está pasando, qué pretende Franni, pero… -En su interior resonaban todas las alarmas. Gyles buscó los ojos verdes de Diablo-. ¿Puedes asegurarte de que Charles recibirá el mensaje?

– Por supuesto. ¿Y luego?

– Nada más. -Gyles dudó un momento antes de añadir-: Pase lo que pase, sospecho que será mejor que este asunto no salga de la familia.

Diablo le sostuvo la mirada un instante, asintió y le dio a Gyles una palmada en el hombro.

– Me aseguraré de que el mensaje llega a su destino a la mayor brevedad.

Diablo echó a andar hacia la calle Duke, que estaba a dos manzanas. Gyles se dirigió al coche de alquiler que Osbert tenía ya esperando.

– A St. Margaret, en Cheapside -ordenó Gyles al cochero-. Tan deprisa como pueda.

Francesca estaba sentada en el asiento de piel de su carruaje, bamboleándose mientras rodaban por las calles. Tras las ventanas, la luz del día iba languideciendo. Reconoció las grandes casas de la calle Strand; luego la calzada se estrechó al girar por Fleet. En un momento dado, John Coachman paró el coche y el mozo de cuadras dio una vuelta rápida a su alrededor, encendiendo las lámparas. Luego siguieron camino, desacelerando al subir los caballos por la colina de St. Paul; después, con el golpeteo de los cascos resonando en las fachadas de piedra, empezaron a descender por la pendiente del otro lado, adentrándose en una parte de Londres que Francesca no conocía.

Pronto, jirones de niebla empezaron a cubrir las ventanillas como pálidos dedos. La calle hizo una curva acercándose al río; la niebla se hizo más densa, encapotando tiendas y tabernas bajo una tiniebla sulfurosa.

Francesca frunció el ceño; los aguijonazos de inquietud, la agitación de malos presentimientos, se iban haciendo demasiado fuertes para seguir ignorándolos. ¿Cómo era que Franni había escogido un lugar semejante? Osbert estaba en lo cierto: Ginny no habría llevado jamás a Franni de paseo por allí. El frío del exterior penetraba en el carruaje; Francesca se estremeció.

Algo iba terriblemente mal.

Sólo podría averiguar lo que ocurría si seguía adelante y se encontraba con Franni. Incluso aquí, el recinto de una iglesia sería un lugar seguro, y la acompañaban cuatro hombres fornidos.

La calzada se hizo aún más estrecha. A medida que el firme se volvía más irregular y el coche avanzaba dando tumbos, trató de pensar en cómo afrontar la inminente reunión, cómo garantizar su seguridad -la de Franni, la de Ginny y la suya propia- de la mejor manera, sin contrariar a su prima.

Las campanas de la ciudad dieron las cuatro mientras el coche iba aminorando la marcha hasta detenerse. Se hundió un poco al descender el mozo y los lacayos, y luego se abrió la puerta.

– ¿Señora?

John había detenido el carruaje junto a la entrada del camposanto anejo a la iglesia. Francesca sacó una mano; uno de los lacayos la ayudó a descender. Unos escalones daban acceso a un camino que atravesaba el cementerio. Francesca observó la masa oscura de la iglesia, apenas visible en la oscuridad, y luego volvió la vista atrás.

– Tú. -Apuntó al mozo-. Quédate aquí con John. Ustedes dos -hizo una seña a los lacayos, tranquilizadoramente fornidos y corpulentos ambos-, vengan conmigo.

Ninguno cuestionó sus órdenes. Uno de los lacayos abrió la verja del camposanto y atravesó el umbral.

– Con su permiso, señora, pero creo que debería pasar yo primero.

Francesca asintió. ¿En qué estaría pensando Franni?

¿De verdad estaba allí?

A esto, al menos, obtuvo respuesta mientras se aproximaban a la iglesia. La mayor parte del edificio estaba a oscuras, pero brillaba una luz proveniente de la parte más cercana del crucero. La luz vacilante de una lámpara iluminaba una capilla; Francesca entrevio una figura que caminaba. Las ventanas eran vidrieras ornamentadas; no podía ver a través de ellas, pero los andares rígidos de la figura no le dejaron lugar a dudas.

– Aquella es mi prima. -Miró a su alrededor-. ¿Por dónde entro?

No había un acceso directo a la capilla; siguieron los gruesos muros de la piedra gris hasta la entrada principal de la iglesia. Estaba abierta de par en par. Francesca retrocedió e hizo señas a los lacayos para que hicieran lo propio. Se detuvo junto al muro, a unos diez pasos de la puerta.

– Ustedes deberán esperar aquí. Mi prima es un poco simple. No hablará si ve que me acompañan extraños.

Los lacayos intercambiaron miradas. El que había encabezado la marcha se movió.

– Señora, es que tenemos órdenes de no perderos de vista. -Echó un vistazo a la noche cubierta de niebla-. Y en lugares así, de teneros al alcance de la mano.

Francesca negó con la cabeza.

– Yo voy a entrar, y ustedes no, pero desde aquí ya ven la puerta, así que pueden vigilarla y asegurarse de que no entra nadie más. Dejare la puerta abierta, de forma que si algo va mal, puedan oírme si les llamo. -Levantó la mano para acallar cualquier protesta-. Eso es exactamente lo que haremos. Quédense aquí.

Se dirigió a la puerta, convencida de que no desobedecerían sus órdenes directas. Una rápida mirada de reojo al llegar al umbral se lo confirmó; la pareja estaba de pie, vigilando, dos siluetas envueltas en la niebla. Francesca penetró en la iglesia.

Era muy antigua. Y en el interior el frío era intenso, como si manara de las mismas piedras. Francesca reprimió un escalofrío, contenta de llevar su pelliza y su manguito. No había más luz que el brillo distante que salía de la capilla.

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