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Stephanie Laurens: Todo sobre la pasión

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Stephanie Laurens Todo sobre la pasión

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El destino ha hecho de Gyles Rawlings un hombre decidido a controlar cada aspecto de su vida. Ha resuelto casarse con una dama de buena cuna que se preste disciplinadamente a darle hijos, pero haga la vista gorda mientras él busca placer en otra parte. A juzgar por los informes que le llegan, Francesca debería cumplir a la perfección con sus exigencias. Por lo que se refiere a “otra parte”, ha conocido recientemente a una joven bellísima y descarada que sería una amante ideal, con un carácter orgulloso a la altura del suyo. Pero Gyles descubrirá en el momento menos apropiado que su prometida es la atrevida hechicera que inspira sus fantasías. Hallar la pasión y el amor en la misma mujer ha sido siempre para él un temor secreto. Pero mientras su mundo se ve conmocionado, Gyles se obsesiona con la posesión de aquello que jamás pensó que desearía… el corazón de su esposa. Otra extraordinaria aventura perteneciente a la saga de los Cynster, que se puede leer y disfrutar en forma independiente.

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Las losas estaban gastadas y llenas de surcos. Para ocultarlos, se habían extendido alfombras raídas sobre unas esteras. Los pies de Francesca se hundían en ellas mientras avanzaba por la nave a oscuras; luego giró a la izquierda. Una mampara cargada de relieves y cubierta de sombras ocultaba en parte la capilla. A ambos lados de la mampara, había tallados sendos arcos. Francesca se dirigió al de la izquierda, por el que salía la luz con más intensidad.

Se detuvo en el umbral. Ante el altar, en el que brillaba una única lámpara, estaba Franni, caminando.

Francesca se sintió embargada por una sensación de enorme alivio. Franni llevaba un manto muy pesado, cuyo faldón se agitaba a cada paso, con la capucha bajada, de forma que la lámpara arrancaba reflejos de su pelo rubio, recogido en el moño suelto habitual en ella, en la nuca. Francesca dio un paso al frente.

– ¿Franni?

Franni se giró, con sus ojos azul pálido muy abiertos; luego recuperó la compostura, se enderezó y sonrió.

– Sabía que vendrías.

– Por supuesto. -Cinco filas de bancos cortos flanqueaban el pasillo central. Todos ellos vacíos. Al comenzar a avanzar por el pasillo, Francesca registró con la vista la zona del altar.

– ¿Dónde está Ginny?

– No la necesitaba; la he dejado en el hotel.

Francesca se detuvo en seco.

– ¿Has venido sola?

Franni soltó una risita, agachó la cabeza y luego la sacudió sin apartar la mirada de Francesca.

– No. Oh, no.

Francesca se quedó donde estaba, a la altura de la segunda fila de bancos. Miró fijamente a Franni, observando el brillo que le iluminaba los ojos y escuchando su risita aguda. Un punzada de gélido miedo la hizo estremecerse.

– Franni, deberíamos marcharnos. 'Tengo mi carruaje esperando. -Extendió un brazo, llamándola-. Ven. A ti te gusta ir en coche.

Franni sonrió.

– Sí. Sí que me gusta. Y pronto empezaré a salir en coche más a menudo. -De los pliegues de su manto, sacó una pistola y apuntó con ella a Francesca-. Cuando tú hayas desaparecido.

Francesca se quedó mirando atónita a la pistola, a la negra boca redonda de su cañón. Ella no sabía nada de pistolas, pero a Franni le fascinaban las armas de fuego; le encantaba la explosión del pistoletazo. Francesca no tenía ni idea de si Franni sabía cargar y cebar una pistola, o de si era capaz de dispararla, pero el largo cañón la estaba apuntando directamente al pecho. Franni sostenía el arma firmemente con las dos manos.

Un débil sonido rompió el hechizo, aflojando el puño helado de la conmoción. Francesca notó que había dejado de respirar. Tomando una inspiración profunda, alzó la vista al rostro de Franni.

La respiración se le cortó de nuevo. La expresión de Franni era de triunfo, en sus ojos ardía el fuego de una determinación indisimulada.

– Lo comprendí, ¿sabes?

– ¿Comprendiste qué? -Francesca se forzó a hablar. Si gritaba, estaría muerta antes de que los lacayos llegaran hasta ella. Si daba media vuelta y echaba a correr, acabaría igual-. No te entiendo.

Hablar… Ganar tiempo. Era su única opción. Mientras siguiera viva, habría una esperanza; no alcanzaba a pensar más allá de eso. Apenas podía creer que estuviera allí, hablando con Franni con la boca inmensa de una pistola entre las dos.

– ¿De qué estás hablando?

Franni adoptó una expresión de petulante condescendencia.

– Era evidente, pero tú no lo supiste ver, y no había necesidad de explicártelo… Antes, no. Se casó contigo por tus tierras, ¿lo entiendes? Yo no tenía las tierras adecuadas, y él las quería a toda costa; lo puedo entender. Pero me conoció y se enamoró de mí; ¿por qué, si no, había de volver a hablar conmigo por segunda vez? Ni siquiera quería verte a ti.

Francesca la miraba fijamente.

– ¿Gyles?

Franni asintió, siempre con aire suficiente, sintiéndose más y más superior.

– Gyles Rawlings. Así se llama. No Chillingworth: ése es el conde.

– Franni, son la misma persona.

– ¡No, no lo son! -Un gesto contrariado revistió los ojos de Franni. Aferró la pistola con más fuerza; no le había temblado en lo más mínimo. Pero el tacto de la culata de madera entre sus manos parecía darle seguridad. La tensión disminuyó poco a poco; volvió a relajar los hombros-. Sigues sin entenderlo. Gyles quiere casarse conmigo; ¡no sirve de nada que trates de convencerme de que no, porque lo se! Se cómo se hacen esas cosas; lo he leído en los libros. Estuvo paseando conmigo y escuchándome educadamente… Así es cómo los caballeros manifiestan su interés. Puedes dejar de decirme que me equivoco. Tu no viste la cara de Gyles cuando se dio la vuelta y me miró, justo antes de que te llegaras junto a él, ante el altar.

No lo había visto, pero podía imaginárselo: podía imaginarse cómo se le habría demudado la expresión, su estupor momentáneo, su horror incipiente. Gyles creía que iba a casarse con Franni; podía recordar el momento en que se quedó mirando a su prima y cómo a continuación volvió bruscamente la vista hacia ella.

Franni asintió.

– Gyles quería casarse conmigo, pero el conde tenía que casarse contigo, porque tú tenías las tierras.

Afirmó la mandíbula; sus pálidos ojos echaban llamas.

– ¡El abuelo era un idiota! Me dijo que yo era igual que él y que se iba a asegurar de que yo recibiera la mejor herencia, y no tú, porque tú eras de la semilla del diablo. Así que cambió su testamento, y mi papá heredó la mansión Rawlings. Pero el abuelo era un imbécil… ¡La mejor herencia era ese estúpido pedazo de tierra que tú tienes! -Sus ojos eran dos llamas gemelas-. ¡Debería haber sido mío! -Franni se inclinó hacia delante-. Hubiera sido mío de no ser por ti.

Francesca no decía nada. Pese a los desvarios, Franni seguía apuntándole al pecho. Sintió que desfallecía, que el frío y la conmoción le sorbían la vida; adquirió de pronto plena conciencia de aquella otra vida -una vida preciosa- que llevaba dentro de sí. Extendió lentamente una mano para agarrarse al respaldo del banco que tenía más cerca.

– Todo es culpa del abuelo, pero está muerto, así que ni siquiera se lo puedo decir…

Franni siguió despotricando, cubriendo de infamia el nombre de Francis Rawlings, en cuyo honor habían sido bautizadas las dos.

Fue el viaje más largo que Gyles había hecho jamás. Francesca estaba en peligro; lo sabía con una certeza que no podía ocultarse. Por muchas generaciones que lo separaran de sus ancestros bárbaros, había instintos que permanecían, aletargados pero no muertos.

Mientras el coche atravesaba raudo el centro para salir luego por St. Paul's, él pugnaba por mantener su mente centrada, ignorando cualquier imagen de Francesca herida que le viniera a la mente. Si pensaba en eso, admitiendo motivos para aquel miedo oscuro que incubaba y otorgándole verosimilitud, cebándolo en su pensamiento, él, y por tanto ella, estarían condenados. Su bárbaro interior era incapaz de hacer frente a aquello, de soportarlo.

Se concentró en el hecho de que, una vez que estuviera con ella, estaría segura. Podía rescatarla y lo haría. Lo había hecho ya dos veces. No había ninguna duda, ni en su cabeza, ni en su corazón, ni siquiera en su alma, de que la salvaría. Haría lo que hubiera que hacer, fuera lo que fuera. Cualquier cosa que se le exigiera, la daría.

Llegaron a Cheapside traqueteando. El conductor había resultado ser un demonio a las riendas, se había abierto paso entre el caos de las calles sin dejar de lanzar juramentos e imprecaciones. Habían cubierto el trayecto en un tiempo récord; aunque la calle se había estrechado a un solo carril, el conductor había blandido el látigo y seguido sin detenerse.

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