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Stephanie Laurens: Todo sobre la pasión

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Stephanie Laurens Todo sobre la pasión

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El destino ha hecho de Gyles Rawlings un hombre decidido a controlar cada aspecto de su vida. Ha resuelto casarse con una dama de buena cuna que se preste disciplinadamente a darle hijos, pero haga la vista gorda mientras él busca placer en otra parte. A juzgar por los informes que le llegan, Francesca debería cumplir a la perfección con sus exigencias. Por lo que se refiere a “otra parte”, ha conocido recientemente a una joven bellísima y descarada que sería una amante ideal, con un carácter orgulloso a la altura del suyo. Pero Gyles descubrirá en el momento menos apropiado que su prometida es la atrevida hechicera que inspira sus fantasías. Hallar la pasión y el amor en la misma mujer ha sido siempre para él un temor secreto. Pero mientras su mundo se ve conmocionado, Gyles se obsesiona con la posesión de aquello que jamás pensó que desearía… el corazón de su esposa. Otra extraordinaria aventura perteneciente a la saga de los Cynster, que se puede leer y disfrutar en forma independiente.

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– No. Eso no va a salir bien. -Fue todo lo que se le ocurrió decir.

– Sí, saldrá bien. -Franni movía la cabeza arriba y abajo sin parar; la pistola seguía firmemente sujeta en sus manos-. Los hombres te tendrán encerrada; luego, cuando hayas tenido a tu bebé, me lo traerán a mí, y después podrán hacer contigo lo que quieran. Eso me pareció justo. Después de todo, Gyles ya no te querrá para nada: me tendrá a mí. Para entonces, te habrá olvidado.

Francesca se volvió para mirar a Franni de frente, apretando instintivamente los brazos en torno a su criatura. ¿Cómo podía saberlo Franni? Entonces cayó en la cuenta. Franni no lo sabía: tener niños después de casarse era lo que ocurría en los libros.

– Lo tengo todo planeado. Ester me dijo que era mejor que yo no tuviera hijos propios, así que en vez de eso criaré al tuyo, y tú no estarás, así que se casará conmigo y yo seré lady Chillingworth.

– No, Franni; eso no va a ocurrir.

Franni dio un respingo y alzó la vista. La pistola le tembló en la mano, pero la volvió a sujetar con firmeza inmediatamente. Entonces sonrió, con tanta dulzura, tan feliz, que a Francesca le dieron ganas de llorar.

– Habéis venido.

La calidez de la voz de Franni era inequívoca, al igual que el cambio en su actitud. Satisfecho de que se hubiera tomado bien su aparición, Gyles avanzó hacia ellas. Dio un repaso con la mirada a los tres hombres: eso bastó para que retrocedieran un paso.

– Sí, Franni. Aquí estoy. -Su mirada se cruzó un instante con la de Francesca-. Sentaos. -Francesca así lo hizo, dejándose caer en el banco. Él pasó de largo y se detuvo delante de Franni, situándose justo entre ella y Francesca-. Dadme la pistola. -Gyles le tendió la mano imperiosamente.

Franni, encandilada, encantada de verlo, aflojó la presión sobre la pistola…, pero su mirada se endureció de nuevo de repente. Aferró el arma y dio un paso atrás con ímpetu, y hacia un lado, de forma que volvía a tener a Francesca a la vista. Entrecerró los ojos mirando a Gyles, esforzándose por interpretar su expresión.

– ¡Nooo! -Lo dijo en voz baja, sorda, desafiante. Desvió la mirada de él a Francesca. La pistola enfilaba de nuevo al pecho de Francesca-. Estáis siendo noble. Caballeroso. Vosotros, hombres… ¡Venid aquí y atadlo!

– Yo les aconsejaría que ni lo intentaran.

– ¡No le hagáis caso! -Franni volvió bruscamente sus ojos desorbitados hacia ellos, con gesto resuelto-. Sólo se hace el noble y caballeroso. Es un conde: se supone que así es como deben ser. Tiene que decir que no la quiere muerta porque es su esposa. Se sentiría culpable si dijera la verdad, pero la verdad es que la quiere muerta para poder casarse conmigo, porque es a mí a quien ama. ¡A mí! -Lanzó a los hombres una mirada enloquecida-. ¡Ahora venid aquí y atadlo!

Los hombres se revolvieron, inquietos. El más delgado se aclaró la garganta.

– ¿Dice que la señora guapa es su esposa…, y que él es conde?

Gyles miró a los hombres.

– ¿Cuánto les paga?

Los hombres lo miraron con cautela.

– Nos prometió cien, eso es -dijo el flaco-. Pero sólo nos ha dao una guinea por adelantao.

Gyles se llevó la mano al bolsillo, sacó su tarjetera, extrajo de ella una tarjeta y un lápiz y garabateó algo en el dorso de aquélla.

– Tengan. -Deslizó la tarjetera y el lápiz de vuelta en el bolsillo y les tendió la tarjeta extendiendo el brazo-. Lleven esto a la dirección anotada en la tarjeta y el señor Waring les dará cien libras a cada uno de ustedes.

– ¡No! -gritó Franni.

Los hombres la miraron, y a continuación a Gyles.

– ¿Cómo sabemos que eso es lo que pasará?

– No lo saben, pero si no cogen la tarjeta y se van ahora, puedo garantizarles que no recibirán nada; y si todavía están por aquí para cuando yo esté libre, los entregaré a la ronda para que los interroguen sobre cierto carruaje que fue asaltado recientemente en el bosque de Highgate.

Uno de los hombres más fornidos se revolvió, intercambió una mirada con sus compañeros y luego avanzó pesadamente entre los bancos. Cogió la tarjeta, miró frunciendo el ceño lo que Gyles había escrito, y volvió a mirar a sus compinches.

– Andando… Vámonos.

Los tres se dieron la vuelta y abandonaron con paso cansino la capilla por el segundo arco.

– ¡No, no, no, no, nooooo! -gimió Franni. Haciendo rechinar los dientes y pateando el suelo, retrocedió hasta topar con el altar. Movía la cabeza como una loca; la pistola le temblaba también, pero la corrigió para encañonar a Francesca, ajustando el tiro…

Gyles empujó el banco de delante y se interpuso entre ella y Francesca.

– ¡Franni! ¡Ya basta! Las cosas no van a suceder como se pensaba.

– ¡Sí, será así! ¡Sí, será así!

Con el corazón en la boca, Francesca se puso en pie.

– Franni…

Gyles volvió la cabeza.

– ¡Sentaos!

Francesca obedeció. Se forzó a hacerlo. Franni tenía sólo una pistola, sólo un tiro. Era mejor que fuera Gyles quien hiciera frente a ese tiro, y no ella: sabía que así lo sentía él. No era como lo sentía ella, pero… ya no estaba en posición de pensar sólo en sí misma. Se obligó a quedarse quieta, sentada, apretando los puños en el regazo. Oía a Gyles hablar con toda calma, como si Franni no estuviera al borde de la histeria, con una pistola cargada en las manos.

– Escúcheme, Franni. -Gyles cortó los asertos gimoteantes de Franni-. Ya sé que ha estado intentando que pasaran cosas. Quiero que me diga todas las cosas que ha hecho. ¿Fue usted quien ató la rienda atravesada en el camino que lleva a las colinas de Lambourn?

Francesca frunció la frente.

– Sí, pero no funcionó. No sirvió para que ella se cayera del caballo y se muriera.

– No. -Gyles atrapó la mirada de Franni y la sostuvo con gesto severo-. Pero Franni…, yo utilizo ese sendero más que Francesca. Fui yo el que encontró la rienda tensada allí de lado a lado. Fue pura cuestión de suerte que no fuera cabalgando en ese momento, de no ser así habría podido caerme y matarme.

A Franni se le desplomó lentamente la mandíbula. Habló balbuceando y en voz baja, buscando las palabras.

– Yo…, no quería que pasara eso… Se suponía que no seríais vos. Se suponía que sería ella. Puse una piedra en el casco de su pequeña yegua para que tuviera que montar uno de los caballos grandes y se cayera seguro. -Pestañeó desconcertada-. Lo hice todo bien, pero no funcionó.

– No, no funcionó. ¿Fue usted quien destrozó el gorro de montar de Francesca y lo metió en el jarrón?

– Sí. -Franni asintió; con el movimiento, se mecía todo su cuerpo-. Era un gorro estúpido… Le quedaba bien. Le daba un aspecto interesante. No quería que la vierais con él puesto.

– ¿Y fue usted quien puso veneno en el aliño de Francesca?

Franni frunció el ceño.

– ¿Por qué no funcionó eso? Es suyo… Nadie más lo usa.

– Yo sospeché; y olí el veneno.

– Oh. -Franni parecía abatida, pero seguía sin bajar la pistola. Miró a Gyles boquiabierta-. Siempre intente hacer cosas que le hicieran daño sólo a ella… No quería hacer daño a nadie más. Ni siquiera quería hacerle daño a ella, pero tiene que morir… Eso lo entendéis, ¿no?

El aire sinceramente suplicante de sus ojos hizo que Gyles se sintiera mal. «Pobre Franni.» Comprendía ahora el celo protector de Francesca, y de Charles, y de Ester…

– ¿Cómo contrató a esos hombres?

La mirada de Franni recuperó la expresión de suficiencia.

– Ginny es vieja. Duerme mucho. Sobre todo si le meto un poco de mi láudano en el té.

– Así que drogó a su doncella y se escapó. ¿Qué hizo entonces?

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