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Stephanie Laurens: La Dama Elegida

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Stephanie Laurens La Dama Elegida

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Tristan Wemyss, conde de Trentham, nunca esperó tener que casarse en el plazo de un año para no perder su herencia. Pero él no se someterá a los deseos de las madres casamenteras de la sociedad. No, él se casará con una dama de su propia elección. Y la dama que ha escogido es su encantadora vecina. La señorita Leonora Carling tiene belleza, espíritu y pasión; desgraciadamente, el matrimonio es la última cosa en su mente. Para Leonora, los besos de Tristan son muy tentadores. Pero, como dice el refrán, el que se quema con leche cuando ve una vaca llora y ella ha decidido alejarse del matrimonio. Tristan es un veterano experimentado y no aceptará la derrota. Por eso, cuando un misterioso hombre intenta ahuyentar a Leonora y su familia de su casa, Tristan comprende que tiene la excusa perfecta para ofrecer sus servicios como protector, seductor y marido.

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Hundiéndose en una de las mullidas sillas, Leonora miró a través del jardín de invierno. Debería informar a su tío y a Jeremy del encuentro con Trentham, si más tarde él se presentaba y lo mencionaba, parecería extraño que ella no lo hubiera hecho. Tanto Humphrey como Jeremy esperarían alguna descripción de Trentham, sin embargo reunir una imagen del hombre con quien se había encontrado en la acera hacía más o menos una hora, no era sencillo. De cabellos oscuros, alto, ancho de espaldas, apuesto, elegantemente vestido lo que era evidente a primera vista, -las características superficiales eran sencillas de definir.

Menos segura era la impresión que había adquirido de un hombre en apariencia encantador y por dentro bastante diferente.

Aquella impresión se había debido más a sus rasgos, a la agudeza en sus ojos de párpados pesados, no siempre ocultos por las largas pestañas, el conjunto casi severamente resuelto de la boca y la barbilla antes de que se hubieran suavizado, las ásperas líneas de su cara antes de que se hubieran relajado, adoptando una capa de engañoso encanto. Era una impresión subrayada por otros atributos físicos, como el hecho de que no se había sobresaltado cuando ella había corrido a toda velocidad hacia él. Era más alta que el promedio; la mayor parte de los hombres al menos habrían dado un paso atrás.

No Trentham.

Había otras anomalías, también. Su comportamiento al conocer a una dama a la que nunca había visto antes y de la que no podía saber nada, había sido demasiado dictatorial, demasiado definido. En realidad había tenido el atrevimiento de interrogarla, y lo había hecho, aún sabiendo que ella lo había notado, sin un parpadeo.

Leonora estaba acostumbrada a dirigir la casa, es más, a dirigir a todos sus habitantes; había representado ese papel durante los pasados doce años. Era decidida, segura, resuelta, de ninguna manera intimidada por el macho de la especie, pero Trentham… ¿qué tenía él que la había hecho, no exactamente cautelosa, pero sí vigilante, prudente?

El recuerdo que las sensaciones de su contacto físico le habían despertado eran evocados, no una vez, sino múltiples veces, surgían en su mente, frunció el ceño y las enterró. Indudablemente alguna reacción trastornada por su parte; no había esperado chocar contra él, era probable que fuera algún extraño síntoma causado por el susto.

Pasó un momento sentada mirando fijamente por las ventanas, sin ver nada, luego cambió de posición, frunció el ceño y concentró su mente en definir dónde estaban ahora ella y su problema.

Independientemente de la desconcertante presencia de Trentham, había extraído todo lo que había necesitado de su reunión. Había conseguido la respuesta a la que había sido la pregunta más apremiante, ni Trentham ni sus amigos estaban detrás de las ofertas para comprar aquella casa. Ella había aceptado su palabra de modo incuestionable; había algo en él que no dejaba ningún espacio para la duda. De igual modo, él y sus amigos no eran los responsables de las tentativas de entrar a la fuerza, ni de lo más inquietante, los infinitamente más desconcertantes intentos de asustarla estúpidamente.

Lo que la dejaba ante la pregunta de quién era.

El pestillo sonó; se volvió cuando Castor entró.

– El Conde de Trentham está aquí, señorita. Solicita hablar con usted.

Un torrente de pensamientos pasó por su mente; una ráfaga de desconocidos sentimientos revoloteó en su estómago. Interiormente frunció el ceño, los reprimió y se levantó; Henrietta se levantó también y se sacudió.

– Gracias, Castor. ¿Están mi tío y mi hermano en la biblioteca?

– Efectivamente, señorita -Castor sostuvo la puerta para ella, luego la siguió-. Dejé a su señoría en la salita.

Con la cabeza alta, Leonora se deslizó por el vestíbulo, luego se detuvo. Miró la puerta cerrada de la salita.

Y sintió algo dentro de ella tensarse.

Hizo una pausa. A su edad, apenas necesitaba evitar el estar a solas por un momento en la salita con un caballero. Podía entrar, saludar a Trentham, saber por qué había pedido hablar con ella, todo en privado, pero no podía pensar en nada que él pudiera decirle que requiriera privacidad.

La precaución le susurraba. La piel sobre los codos le picaba.

– Iré y prepararé a Sir Humphrey y al señorito Jeremy -echó un vistazo a Castor-. Dame un momento, luego indícale Lord Trentham dónde está la biblioteca.

– Sí, señorita -Castor se inclinó.

A algunos leones era mejor no tentarlos; tenía la fuerte sospecha de que Trentham era uno de ellos. Con un revoloteo de faldas, se dirigió hacia la seguridad de la biblioteca. Henrietta la siguió silenciosamente.

CAPÍTULO 2

Ocupando toda un ala de la casa, la gran biblioteca tenía ventanales que daban a los jardines delanteros y traseros. Si su hermano o su tío se hubieran preocupado por el mundo exterior, podían haber visto al alto visitante andando por el camino delantero.

Leonora asumió que ambos estaban abstraídos.

La imagen que se encontró cuando abrió la puerta, entró, y cerró cuidadosamente, confirmó su suposición.

Su tío, Sir Humphrey Carling, estaba sentado en un sillón en ángulo frente a la chimenea con un pesado tomo en sus rodillas, un especialmente grueso monóculo distorsionaba uno de los claros ojos azules mientras bizqueaba a causa de los descoloridos jeroglíficos impresos en las páginas. En su día había tenido una figura imponente, pero la edad había encorvado sus hombros, enralecida su otrora leonina cabellera, y minado su resistencia física. Los años, sin embargo, no habían tenido un efecto perceptible en sus facultades mentales; todavía era reverenciado en ambientes científicos y de anticuarios como una de las dos principales autoridades en traducir lenguas arcanas.

Su cabeza blanca, su fino pelo, despeinado y más bien largo, a despecho de los mejores esfuerzos de Leonora, estaba inclinada hacia su libro, su mente claramente en… Leonora creía que el actual tomo trataba sobre Mesopotamia.

Su hermano, Jeremy, dos años menor que ella y el segundo de las dos principales autoridades en traducir lenguas arcanas, se sentaba en el cercano escritorio. La superficie del escritorio estaba inundada de libros, algunos abiertos, otros apilados. Todas las criadas de la casa sabían que tocar cualquier cosa en ese escritorio era un peligro; a pesar del caos, Jeremy siempre lo sabía instantáneamente.

Él tenía doce años cuando, junto con Leonora, había venido a vivir con Humphrey después de la muerte de sus padres. Habían vivido en Kent entonces; aunque la esposa de Humphrey ya había fallecido, la familia en general había considerado que el campo era un ambiente más adecuado para dos niños afligidos y aún en fase de crecimiento, especialmente porque todo el mundo aceptó que Humphrey era su pariente favorito.

No fue una gran sorpresa que Jeremy, empollón de nacimiento, se hubiera contagiado de la pasión de Humphrey en descifrar las palabras de hombres y civilizaciones muertos hace tiempo. A los veinticuatro años, estaba ya en camino de labrarse un lugar por sí mismo en esa esfera cada vez más competitiva; su posición sólo había mejorado cuando, seis años atrás, la familia se había mudado a Bloomsbury para que Leonora pudiera ser introducida en sociedad por su tía Mildred, al amparo de Lady Warsingham.

Pero Jeremy era todavía su hermano pequeño; curvó los labios observando sus anchos aunque delgados hombros, la mata de pelo castaño que, inmune al cepillado, estaba perennemente despeinada. Estaba segura que era a causa de sus dedos, pero él juraba que no, y ella nunca le había atrapado haciéndolo. Henrietta cruzó la habitación hasta su lugar delante de la chimenea. Leonora avanzó, sin sorprenderse cuando ninguno de los hombres levantó la mirada. En una ocasión una criada había dejado caer al suelo un centro de mesa de plata a la puerta de la biblioteca, y tampoco lo habían notado.

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