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Jacquie D’Alessandro: El Ladrón De Novias

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Jacquie D’Alessandro El Ladrón De Novias

El Ladrón De Novias: краткое содержание, описание и аннотация

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Había sido raptada por error… ¿O se trataba del hombre que el destino le había reservado? A los veintiséis años, Samantha Briggeham sabía que sus perspectivas de casarse iban desvaneciéndose poco a poco, y se sentía complacida por ello. No tenía la intención de comprometerse con un hombre al que no amaba. Tenía un plan… el cual no incluía verse secuestrada por un jinete enmascarado. La noticia del heroico rescate de Sammie de una boda no deseada la convirtió en el tema de conversación de todo el mundillo social y a partir de entonces no dejaron de asediarla toda clase de pretendientes. Sin embargo, ella no podía olvidar al atractivo bandolero que la había raptado por error. Había en él algo que le intrigaba profundamente. ¿Quién era el famoso ladrón, autor de hazañas legendarias? Eric Landsdowne, el seductor conde de Wesley, tenía sus propios motivos para ayudar a las mujeres a escapar del triste destino de un matrimonio arreglado, y para mantener su identidad en secreto. Pero desde el momento en que rescató a Sammie supo que no podía perderla por segunda vez… Eric, el respestado conde de Wesley, se transforma algunas noches en el conocido Ladrón de Novias, admirado y temido al mismo tiempo. Es, en realidad, un hombre acosado por un tremendo sentimiento de culpa por no haber sido capaz de evitar el sufrimiento de su única hermana cuando fue obligada a contraer matrimonio con un hombre que transformó su apacible y tranquila vida en un infierno. Y, aunque liberando a otras novias de un mismo destino no puede hacer que el tiempo retroceda, sí lo ayuda a apaciguar un poco la culpa. El personaje masculino realmente es encantador. En este libro no nos encontramos con el típico seductor que parece camelar a toda la sociedad; sino, más bien, un hombre que tiene unos principios muy marcados y equilibrados… que se tambalean cuando por error secuestra a Samantha, una muchacha "despreciada" por la sociedad por no seguir los mismos intereses que las muchachas de su edad. Sammie es una mujer que no posee el talento de saber manejarse entre la gente bien, pero que, sin embargo, tiene cualidades que superan con creces las superficialidades de aquella época. Y es Eric quien es capaz de reconocer dentro de un envoltorio común, a la mujer que cambiará el resto de su vida, toda su existencia. La historia de amor que se desarrolla es cautivadora, te mantiene constántemente en vilo esperando el momento en el que Sammie descubre la verdadera identidad del hombre del que se está enamorando. Me ha gustado mucho la perseverancia de ella por conseguir ser su amante. Su anhelo por conocer la única pasión que cree que jamás volverá a sentir. Su valentía al querer enfrentarse al rechazo de la sociedad para liberar a Eric del matrimonio que les han impuesto… a pesar de desearlo con toda su alma. Su amor es tan grande… que se siente capaz incluso de dejar a su hermano (con quien mantiene una relación muy estrecha) para que él no se vea obligado a contraer matrimonio. Me hubiera gustado que la historia de Adam Straton (el magistrado) y Margaret (la hermana de Eric) hubiera tenido un poquito más de importancia. El amor y sacrificio de este hombre me ha llegado hondo. Hace ya varios años que leí este libro, y el recuerdo que tenía de él era tan bueno, que este fin de semana lo he vuelto a leer. Temía que, tras tanto tiempo, la historia no me gustara tanto… Pero no ha sido así.

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– No hay preparativos de que hablar, papá. No voy a casarme con él.

– Naturalmente que te casarás. Buenas noches, querida.

– ¡No voy a casarme con él!-chilló Samantha al tiempo que su padre se retiraba y cerraba la puerta al salir.

Luego, lanzó una exclamación exasperada y se frotó las sienes; estaba empezando a sentir un fuerte dolor de cabeza.

¿Qué era lo que había provocado aquella insensatez? ¿Y cómo demonios iba a deshacer semejante embrollo?

El rubor le quemó las mejillas al imaginar lo que debía de haber dicho su madre para convencer al mayor Wilshire de que deseaba casarse con ella. Sabía demasiado bien lo obstinada que podía ser su madre cuando se empeñaba en algo. A menudo, uno abandonaba la compañía de Cordelia Briggeham con la sensación de haber recibido un golpe en la cabeza con una sartén de hierro.

Sí, por desgracia las buenas intenciones de su madre no siempre estaban tamizadas por el buen tacto, pero Sammie no podía por menos de admirar -en ocasiones con horror- el modo en que era capaz de manipular a cualquiera. No le cabía duda de que si le hubieran permitido servir en el ejército, Napoleón habría encontrado su Waterloo varios años antes de lo previsto.

Se paseó por la habitación retorciéndose las manos, sus pasos amortiguados por la gruesa alfombra de Axminster. ¿Qué demonios iba a hacer? La idea de pasar el resto de su vida con el mayor Wilshire, escuchándolo relatar sus maniobras militares con insoportable detalle, le causó algo parecido a un escalofrío de pánico. Y sin duda él exigiría que dejase sus trabajos científicos, algo que desde luego no pensaba hacer.

Seguro que lograría disuadir a su padre. Recordó la determinación que percibió en su voz cuando dijo que todo estaba arreglado; por lo general, conseguía llevar a su padre a su terreno, pero si mamá le había metido la idea en la cabeza no había modo de disuadirlo. Y su boda con el mayor Wilshire la tenía muy metida en la cabeza.

Le ardieron las mejillas de humillación. Dios del cielo, aquello era igual que su puesta de largo, celebrada ocho años antes. Había rezado por no tener que soportar toda aquella pompa: las fiestas en las que sabía que la gente cuchicheaba acerca de ella con disimulo, compadeciéndola por no poseer la belleza ni el donaire de sus hermanas pequeñas; aquellos vestidos con volantes que la hacían sentirse conspicua e incómoda. Sin embargo, su madre había insistido, y su padre se doblegó con actitud sumisa. De modo que, con la cabeza bien alta, Sammie aguantó los cuchicheos y las miradas de compasión que se ocultaban a los agudos ojos y oídos de su madre, y escondió sus sentimientos heridos bajo incontables sonrisas falsas.

Se sujetó el estómago revuelto, recordando cómo su madre había arreglado el matrimonio de Hermione con una brillantez táctica que habría dejado sin habla a Wellington.

Ciertamente Hermie era feliz, pero la pobre casi no conocía a Reginald cuando se casó con él. Con la misma facilidad podía haber sido desgraciada, aunque Sammie no se imaginaba a la dulce Hermie en otro estado que no fuera el de felicidad. Y además Reginald besaba el suelo que pisaban las zapatillas de su bella esposa.

Sammie no concebía que el mayor Wilshire pudiera darse cuenta siquiera de si ella llevaba zapatillas sin relacionarlas de algún modo con alguna estrategia militar.

Se dejó caer sobre el diván tapizado de cretona y exhaló un suspiro de frustración. Si se negaba a respetar el arreglo llevado a cabo por su padre, su familia sufriría a causa del consiguiente escándalo y las murmuraciones. No podía hacerles eso. Pero tampoco podía casarse con el mayor Wilshire.

Lanzó un suspiro de cansancio, se levantó y cerró la ventana. Después de apagar las velas que había en la repisa de la chimenea, salió de la salita y cerró la puerta tras de sí.

Cielo santo, ¿qué iba a hacer?

En el macizo de flores, Arthur Timstone oyó el chasquido de la ventana al cerrarse y aspiró profundamente por primera vez desde que oyese el sonido de las voces por encima de él. Se incorporó lentamente de su posición de cuchillas, movimiento ante el cual sus rodillas protestaron con un crujido, y acto seguido ahogó una exclamación cuando su trasero rozó los rosales.

Mirando ceñudo al ofensivo arbusto, musitó:

– Ya soy demasiado viejo para andar escurriéndome entre las plantas en mitad de la noche. Pero por impropio que parezca, así es.

Desde luego, un hombre que se acercaba a los cincuenta no debería andar rondando por ahí después de medianoche como si fuera un muchacho en celo. Ah, pero es que aquél era el efecto que causaba el amor en un hombre: lo hacía actuar como si fuera un necio de pocas entendederas y ojitos de carnero.

Si alguien le hubiera sugerido que al lanzar una mira a la nueva cocinera de los Briggeham iba a enamorarse al instante, Arthur lo habría tachado de idiota y luego se habría partido de risa. Pero aquella era precisamente lo que le había ocurrido, y por la misma razón llevaba media hora atrapado bajo la ventana de la salita de los Briggeham sin atreverse a dar un paso, no fuera que lo oyeran la señorita Sammie o su padre, intentando no pensar en su cama confortable, de la que lo separaba una hora a caballo. Si se hubiera ido de la habitación de Sarah sólo unos minutos antes… Ah, pero eso habría sido imposible.

Se recostó contra la rugosa fachada de piedra de la casa y se frotó las articulaciones entumecidas antes de lanzarse a través del prado en sombras en dirección al lugar donde había atado a Viking , en la linde del bosque. Pobre señorita Sammie; estaba claro que no deseaba casarse con el mayor Wilshire, y él no se lo reprochaba. Si bien el mayor no era un mal tipo, sus peroratas sobre la guerra y el importante papel que desempeñó en ella podían llegar a aburrir a las piedras. Era un hombre que podría llevar a la señorita Sammie directamente al manicomio. Y la señorita Sammie era la sal de la tierra; siempre tenía para él una palabra amable y una sonrisa, siempre le preguntaba por su madre y su hermano, que vivían en Brighton.

Cruzó el prado con la espalda erguida por la determinación; había que hacer algo para ayudar a la pobre señorita Sammie.

Arthur sólo conocía a un hombre que pudiera ayudarla: el individuo misterioso cuyo nombre estaba en boca de todo el mundo desde Londres hasta Cornualles, el hombre al que el magistrado buscaba tan ávidamente por sus osadas proezas.

El célebre y legendario Ladrón de Novias.

Por la ventana de su estudio privado, Eric Landsdowne, conde de Wesley, observaba a Arthur Timstone cruzar el césped de camino a los establos.

En sus oídos volvieron a sonar las palabras del encargado de las cuadras: “la situación es terrible, señor. La pobre señorita Sammie no quiere tener nada que ver son ese estirado del mayor Wilshire, pero su padre insiste. Verse obligada a casarse de esa manera, vaya, eso va a romperle el corazón a la señorita, y no conozca a nadie que tenga un corazón más tierno”.

Eric había permanecido sentado a su escritorio, escuchando a su fiel sirviente; ninguno de los dos reconoció ni siquiera con un pestañeo por qué Arthur le traía aquella noticia, pero ambos sabían exactamente el motivo. El secreto que compartían los unía con más fuerza que un clavo, aunque rara vez hablaban de ello durante el día, cuando los criados estaban despiertos, por miedo a que los oyeras.

Un error así podía costarle a Eric la vida.

Pero el simple hecho de saber que Arthur compartía su secreto, que no se hallaba completamente solo en el peligroso estilo de vida que había escogido, le proporcionaba un gran consuelo. Quería a Arthur como a un padre, y ciertamente el sirviente había pasado más tiempo con él durante sus años de formación que su propio padre.

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