Jacquie D’Alessandro - Una Boda Imprevista

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Austin Randolph Jamison, flamante duque de Bradford, pasea por las espesuras de sus ajardinadas posesiones con la mirada cansada mientras dentro de la mansión familiar los invitados disfrutan de una animada fiesta. No parece existir la celebración capaz de devolverle el honor de su hermano William: un héroe caído en la guerra de Waterloo a quien un vergonzoso anónimo tilda de traidor. Cuando la advenediza Elizabeth Matthews, una norteamericana recién desembarcada en el Londres de 1816, aparece en los jardines de su opulenta residencia, Austin apenas sospecha que los labios escarlata de esa mujer contienen la respuesta a todos los secretos que el la moral de la época pretende disimular.
Elizabeth y William emprenderán el ardiente camino de sus labios, perturbados por las visiones que convulsionan el frágil cuerpo de ella cada vez que acaricia una mano entre las suyas. Elizabeth ha nacido con el don de observar el futuro y antes de que Austin la desprecie por bruja, sus predicciones sembrarán de incógnitas y misterios el dulce camino de la pareja hacia exaltar. Pese a que Elizabeth distingue el resplandor de las guadañas bajo la luna, Austin no se amedrentará en su cruzada por averiguar el auténtico paradero de su presunto hermano muerto. Para entonces, Elizabeth habrá renunciado al amor de su príncipe, convencida de que después del matrimonio el destino sólo existe para depararle un hijo muerto. Sólo el yugo ardiente del deseo podrá desafiar el fatalismo de las premoniciones.

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Una camisa blanca y lisa le cubría el ancho torso. Al llevar desabrochados los botones superiores, la firme y bronceada columna de su cuello se elevaba desde la abertura en la fina batista. Los latidos del corazón de Elizabeth se aceleraron cuando atisbó el vello negro que asomaba por ese fascinante resquicio, si bien la camisa le impedía ver más.

El amplio pecho de Austin se estrechaba hacia las esbeltas caderas formando una V perfecta, y sus largas y musculosas piernas estaban enfundadas en pantalones de montar de color beige que desaparecían en el interior de sus lustrosas botas negras. Ella supuso que las calles de Londres debían de estar repletas de damiselas con el corazón roto por su causa. Desde luego, él sería un modelo maravilloso para un dibujo.

– ¿Y bien? ¿He pasado la inspección? -preguntó Austin, divertido.

– ¿La inspección?

– Sí. -Esbozó una sonrisa-. Es una palabra inglesa que significa «examinar a fondo».

Aunque saltaba a la vista que estaba tomándole el pelo, Elizabeth se sintió abochornada. Cielo santo, había estado contemplándolo como una muerta de hambre ante un banquete. Pero al menos él ya no parecía disgustado con ella.

– Perdonadme, excelencia. Es sólo que me ha sorprendido veros aquí. -Achicó los ojos al fijarse en una marca de su mejilla-. ¿Os habéis hecho daño?

Él se tocó la marca con cuidado.

– Un arañazo de una rama. No es más que un rasguño.

Un suave relincho llamó la atención de Elizabeth, que se volvió para observar el magnífico corcel negro que abrevaba en el lago.

– ¿Estáis disfrutando con vuestro paseo a caballo? -preguntó.

– Sí, mucho. -Él se dio la vuelta-. ¿Dónde está su montura?

– He venido a pie. Es una mañana estupen…

Una imagen le vino a la mente e interrumpió sus palabras.

Era la imagen de un caballo encabritado, un caballo negro muy parecido al que bebía junto al lago.

– ¿Se encuentra bien, señorita Matthews?

La imagen se desvaneció y ella desechó aquella vaga impresión.

– Sí, estoy bien. De hecho, estoy…

– Como un roble.

– Bueno, sí, lo estoy -contestó ella con una sonrisa-, pero lo que iba a decir es que estoy hambrienta. ¿Os gustaría compartir conmigo mi almuerzo? He traído más que suficiente.

Se arrodilló y empezó a sacar comida de su bolsa.

– ¿Se ha traído el desayuno?

– Bueno, no exactamente. Sólo unas zanahorias crudas, manzanas, pan y queso.

Austin la observaba, intrigado. Nunca lo habían invitado a un picnic tan informal. Era una oportunidad ideal para pasar algo de tiempo con ella. ¿Qué mejor manera de sonsacarle sus secretos y averiguar lo que sabía de William y de la carta de chantaje? Se acomodó en el suelo a su lado, y aceptó una rebanada de pan y un trozo de queso.

– ¿Quién os ha preparado la bolsa?

– Yo misma. Ayer por la mañana, antes de salir de Londres, ayudé a la cocinera de tía Joanna, que había tenido un percance. En señal de gratitud, me invitó a servirme lo que quisiera.

Le sacó brillo a una manzana frotándola contra su falda. Austin hincó el diente en el queso, y le sorprendió que algo tan sencillo supiese tan bien. Nada de salsas elaboradas, ni del entrechocar de los cubiertos de plata, ni de sirvientes revoloteando alrededor…

– ¿Cómo fue que ayudó usted a la cocinera?

– Se había hecho una herida en el dedo que necesitaba varios puntos. Yo estaba en la cocina buscando algo de sidra cuando ocurrió el accidente. Naturalmente, le ofrecí mi ayuda.

– ¿Mandó llamar a un médico?

Ella arqueó las cejas, con un brillo de diversión en los ojos.

– Le curé la herida y se la suturé yo misma.

Austin por poco se atraganta con el queso.

– ¿Usted le suturó la herida?

– Sí. No había por qué molestar a un médico cuando yo era perfectamente capaz de ocuparme de ella. Creo haber mencionado anoche que mi padre era médico. A menudo me pedía que lo ayudara.

– ¿Y usted llegó a realizar tareas… propias de un médico?

– Pues sí. Papá era muy buen profesor. Os aseguro que la cocinera estuvo bien atendida.

Le dedicó una sonrisa y acto seguido dio un mordisco a la manzana.

La mirada de Austin se posó en los labios carnosos de ella, brillantes de jugo de manzana. Su boca tenía un aspecto húmedo y dulce. E increíblemente tentador. Él no creía en realidad que ella pudiera leerle el pensamiento, pero, en vista de su extraña perspicacia, decidió apartar su atención de aquellos labios.

– Qué mañana tan hermosa -comentó ella-. Me encantaría ser capaz de reproducir esos colores, pero no tengo talento para las acuarelas. Sólo se me da bien el carboncillo, y me temo que viene en un único color.

Austin señalo con un movimiento de la cabeza el cuaderno de dibujo que estaba junto a ella.

– ¿Me permite?

– Por supuesto -respondió ella, alargándole el cuaderno.

Austin examinó cada uno de los esbozos y comprobó enseguida que ella tenía mucho talento. Sus trazos vigorosos componían imágenes tan vívidas, tan llamativas, que parecían salirse del papel.

– ¿Habéis reconocido a Diantre? -preguntó ella, mirando por encima de su hombro.

El suave aroma a lilas lo envolvió de repente.

– Sí, es un retrato muy fiel de la bestezuela.

Levantó la vista del dibujo, y los curiosos destellos dorados en los ojos de Elizabeth captaron su atención. Eran unos ojos enormes, de color ámbar con toques dorados, como el brandy. Sus miradas se encontraron, y él quedó cautivo durante un rato largo. Una chispa le recorrió el cuerpo, acelerándole el pulso. Aunque estaba sentado en el suelo, de pronto se sintió como si hubiese corrido un kilómetro. Esta mujer producía un efecto de lo más extraño en sus sentidos. Y en su respiración.

Se aclaró la garganta.

– ¿Ha tenido la oportunidad de conocer a la familia de Diantre?

– Sólo a su madre, George.

– Entonces debe pasarse por los establos para conocer a Recórcholis, Caramba, Por Júpiter y a todos los demás.

Ella prorrumpió en carcajadas.

– Os estáis inventando esos nombres, excelencia.

– No, son auténticos. Mortlin iba bautizando a las bestias conforme nacían… y nacían… y nacían. Fue una camada de diez gatitos en total, y Mortlin les ponía nombres cada vez más… eh, floridos a medida que su madre los paría. La decencia me impide mencionar algunos de ellos. -Haciendo un gran esfuerzo, logró bajar de nuevo la vista hacia el cuaderno de dibujo-. ¿De quién es este perro?

La alegría desapareció del rostro de Elizabeth.

– Es mi perro, Parche.

La profunda melancolía con que ella miraba el bosquejo lo impulsó a preguntar:

– ¿Y dónde está Parche?

– Es demasiado viejo para hacer la travesía hasta Inglaterra, así que lo dejé en manos de personas que lo quieren. -Alargó el brazo y pasó cariñosamente el dedo sobre el dibujo-. Yo tenía cinco años cuando mis padres me lo regalaron. Parche era muy pequeñito, pero al cabo de pocos meses había crecido y ya era más grande que yo. -Apartó la mano lentamente y agregó-: Lo echo mucho de menos. Aunque es totalmente irremplazable, espero tener otro perro algún día.

– Dibuja usted muy bien, señorita Matthews -le aseguró Austin, devolviéndole el cuaderno.

– Gracias. -Ladeó la cabeza-. ¿Sabéis, excelencia? Seríais un buen modelo.

– ¿Yo?

– Sin duda alguna. Vuestro rostro es…

Hizo una pausa para estudiado durante un largo rato, inclinando la cabeza a un lado y al otro.

– Horrendo, ¿verdad?

– Cielo santo, no -replicó ella-. Tenéis un rostro de lo más interesante. Lleno de carácter. ¿Os importaría que os dibujara?

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