Bertrice Small - Adora

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Adora, la hija del emperador de Bizancio, cautivó al príncipe Murad el día que este la conoció en los jardines del convento. Pero Adora estaba destinada a ser un instrumento político.
Orkhan El Grande la reclama para su reino y mientras el destino la lleva a otras tierras y otros amores, Murad y Adora lucharán para que su amor no se pierda.

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Los que eran sorprendidos con armas en la mano, tanto soldados como civiles, eran ejecutados inmediatamente. La primera noche resonaron gritos en toda la ciudad, al ser sacadas de sus casas las mujeres por los soldados del sultán, quienes las violaron una y otra vez. Ni la edad ni la condición las protegía. Niñas de seis años sufrían la misma suerte que las monjas, que eran sacadas a rastras de sus conventos para satisfacer la furiosa lascivia de los soldados cansados de combatir. En la mañana del cuarto día, no había una sola mujer en la ciudad que se hubiese librado del ejército del sultán. Ellas, los niños y los otros supervivientes fueron conducidos a la plaza del mercado para ser vendidos como esclavos.

Ansiosos compradores habían llegado de los territorios musulmanes circundantes.

Cada soldado tenía derecho a vender a sus cautivos, a menos que éstos se convirtiesen al Islam. Hubo pocas conversiones. No todos los cautivos fueron vendidos, pues muchos soldados que habían luchado con Murat traerían ahora a sus familias para colonizar de nuevo la ciudad, de forma que necesitarían esclavos.

Un porcentaje de cada venta iba a parar a las arcas del sultán. El resto se lo repartían el soldado y el mercader que había realizado la subasta.

Todos los objetos de valor encontrados en la ciudad fueron confiscados para el tesoro del sultán. Las iglesias fueron expoliadas, purificadas y convertidas en mezquitas. Tanto el gobernante como el patriarca, que habían desafiado al emperador y al sultán, fueron decapitados por causar dificultades a Murat y por provocar la rebelión en su ciudad. Así, la última urbe cristiana que quedaba en Asia Menor, a excepción de Trebisonda, cayó en manos de los otomanos.

Adora había presenciado la batalla de Filadelfia y el subsiguiente pillaje con un interés estoico que fascinó a Murat. Por fin, incapaz de dominar su curiosidad, él le preguntó qué pensaba acerca de la campaña. Adora jugó con una almohada antes de responder:

– Fuiste más que justo, mi señor.

– ¿No lo sientes por tu pueblo, madre? -preguntó Bajazet. Murat reprimió ahora una sonrisa al ver que Adora fruncía el ceño.

– Mi querido hijo -respondió ella, dando a su voz un tono sarcástico-, aunque no soy más que un perro infiel, y hembra por añadidura, sigo siendo otomana. Tu tío Juan cedió legalmente Filadelfia a tu padre por ciertas ayudas y favores. Su gobernador no quiso obedecer a su señor e incitó al pueblo a la resistencia. Sólo han obtenido lo que merecía su desobediencia. Si hubiésemos dejado que nos desafiasen hasta que se cansaran de ello, nos habría costado muchas vidas otomanas en el futuro.

»Aunque no es así, muchas personas creen que mostrar misericordia es un signo de debilidad. Por consiguiente, raras veces podemos permitirnos este agradable lujo. Recuerda, Bajazet, que siempre hay que pegar en primer lugar y deprisa, antes de que el enemigo tenga posibilidad de pensar; de lo contrario, él te vencerá.

Murat asintió con un gesto. Pensó que Adora había aprendido muchísimo de él sobre estrategia de guerra. Esto lo sorprendió y lo halagó.

– Escucha a tu madre, hijo mío -dijo, y guiñó los ojos a modo de chanza-, pues, aunque no es más que una mujer, es una griega muy inteligente. Y sus palabras tienen más peso por virtud de su avanzada edad.

Y se echó a reír cuando Adora se lanzó contra él.

El príncipe Bajazet pareció horrorizado al ver que sus padres luchaba entre los cojines.

El era ya un hombre adulto con una esposa embarazada y no creía que su madre y su padre se sintiesen todavía físicamente atraídos.

Cierto que su padre tenía un harén y que su madre era todavía joven; pero… ¡eran sus padres!

– ¡Sinvergüenza! -silbó Adora, tirando de los cabellos negros teñidos de plata de Murat.

– Bruja -murmuró el sultán-, ¿cómo es que tienes todavía capacidad de excitarme?

– ¡Mi avanzada edad me ha dado el poder de agitar la sangre aguda de un viejo! -replicó con picardía ella.

Murat rió de nuevo. Después encontró la irritada boca de su esposa y la besó a conciencia, antes de pasar a otras partes más interesantes de su anatomía. Adora empezó a emitir unos sonidos suaves, de satisfacción.

El príncipe Bajazet se ruborizó intensamente y salió corriendo de la habitación. Sus padres ni siquiera se dieron cuenta de que se había ido.

CAPÍTULO 27

Los otomanos gobernaban ahora Asia Menor, a excepción del emirato de Karamania y del pequeño reino cristiano griego de Trebisonda. Murat volvió la mirada nuevamente hacia Europa. Comprendió que necesitaba otras tres ciudades si quería asegurar su posición en los Balcanes. Estas eran Sofía, en el norte de Bulgaria, que extendería su dominio hasta el Danubio; y Nish y Monastir, en Serbia, para establecer su imperio al oeste del río Vadar. Murat, con todos los miembros de su casa, volvió a su capital europea, Andrianópolis, para dirigir desde allí las nuevas campañas.

Mientras se ocupaba de la guerra, Adora se dedicaba a su creciente familia. Zubedia había tenido rápidamente cuatro hijos, a quienes llamaron Solimán, Isa, Muza y Kasim. A Adora no le gustaba la de Germiyán. La intimidad que había esperado que se estableciese entre ellas no se había producido. Zubedia era una mujer orgullosa y fría que sólo daba lo que tenía que dar y nada más. No amaba a su marido. En realidad, Adora no creía que sintiese el menor afecto por Bajazet.

Su hijo era un hombre inteligente y animoso, muy parecido a su abuelo materno, Juan Cantacuceno, pero con una peligrosa tendencia al orgullo y a la temeridad, lo cual preocupaba a Adora. Sabía que nunca había sentido más que una débil atracción por cualquier mujer. Sin embargo, también sabía que nunca había tenido a un hombre como amante. Jamás había existido una gran pasión en la vida de Bajazet. Y Adora tenía la impresión de que necesitaba la influencia estabilizadora de una mujer amada. Ni Zubedia ni las pocas muchachas tontas que tenía en su pequeño harén satisfacían esta necesidad.

Parecía que, a diferencia de sus padres, Bajazet no era un hombre sensual. No parecía sentir la falta de un amor apasionado. Su vida estaba completamente dedicada a la milicia.

Esto no molestaba a su esposa. Diríase que la joven no se interesaba en nada que tuviese que ver con Bajazet, y esta falta de interés se aplicaba a sus hijos. En cuanto los tenía, eran puestos en manos de nodrizas y esclavas.

Bajazet regresó a Asia por orden de su padre, para ayudar a Murat a tomar Karamania. Germiyán había sido la dote de Zubedia. Hanid había sido comprado a su gobernante, quien prefería el oro y la paz mental a la tensión nerviosa de tener el Imperio otomano delante de su puerta. Al sur, el emir de Tekke había tenido un hijo en su vejez y luchó esforzadamente contra el sultán para conservar sus tierras. Resultado de ello fue que Murat ganó las tierras altas de Tekke y la región del lago, dejando de momento al emir los valles del sur y las tierras bajas entre los montes Tauro y el Mediterráneo.

Solamente Karamania se interponía en el camino de Murat. A pesar de su numeroso ejército, el ala izquierda del cual estaba bajo el mando del príncipe Bajazet, la batalla de Konya terminó en tablas. Ambos bandos se atribuyeron la victoria. Murat no había ganado territorio ni botín, tributos ni ayuda militar. El emir de Karamania le besó la mano en un gesto público de reconciliación, pero esto fue todo lo que obtuvo Murat.

Este había hecho su guerra en dos frentes y, en general, había salido victorioso. Pero había encontrado su medida en un caudillo musulmán y no pudo extender más su dominio en Asia. En cambio, había conseguido su objetivo en Europa: Sofía, Nish y Monastir, junto con la ciudad de Prilep hacia el norte, era ahora plazas fuertes otomanas.

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