Bertrice Small - Adora

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Adora, la hija del emperador de Bizancio, cautivó al príncipe Murad el día que este la conoció en los jardines del convento. Pero Adora estaba destinada a ser un instrumento político.
Orkhan El Grande la reclama para su reino y mientras el destino la lleva a otras tierras y otros amores, Murad y Adora lucharán para que su amor no se pierda.

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Una noche se despertó y oyó que Tamar hablaba en sueños. Pensó en despertarla. Pero se dio cuenta de que si lo hacía y sus planes fallaban después, sabría que él la había traicionado.

Habiendo oído lo suficiente para tener una idea de lo que pretendía ella, Demetrio se levantó sin hacer ruido y buscó la cajita de ébano y nácar donde Tamar guardaba la correspondencia. Allí encontró no solamente copias de sus cartas, sino las originales de la cuarta esposa de Aydín. Sacudiendo la cabeza ante la estupidez de conservar unas cartas tan comprometedoras, salió a hurtadillas de la habitación, con la caja.

Cuando Alí Yahya hubo leído las cartas, dijo:

– Devuelve la caja a su escondite, Demetrio. Desde luego, no digas nada, pero continúa sirviendo bien a tu señora.

Entonces regaló al joven un exquisito anillo con un zafiro.

Demetrio se puso el anillo e hizo lo que le había ordenado. Se preguntó cómo frustraría Alí Yahya los planes de Tamar. Pero no tuvo que esperar mucho para saberlo. Varias semanas más tarde llegó la noticia de que la cuarta esposa del emir de Aydín y su hija se habían ahogado en un accidente cuando iban en barca.

Aunque Tamar mantuvo su reserva, el eunuco sabía la razón de su desasosiego y se esforzaba más en complacerla. Se mostró sumamente cariñoso y comprensivo un día en que, sin motivo aparente, ella rompió a llorar.

Después de despedir a las mujeres, Demetrio la tomó en brazos mientras ella seguía llorando.

– ¿Por qué lloráis, amada mía? -le preguntó.

Para su sorpresa, ella confesó:

– ¡Debo conseguir un reino para Yakub! El nunca sucederá a Murat mientras viva Bajazet. Y aunque su hermano mayor lo aprecia, lo matará antes de que se enfríe el cuerpo de su padre. Si puedo encontrar otro reino para él, no constituirá una amenaza para ellos.

Demetrio sintió que le invadía una terrible tristeza.

– Oh, querida mía -dijo afablemente-. Vos no lo entendéis, y no sé si llegaréis a entenderlo. No hay otro reino para vuestro hijo. El sultán quiere gobernar sobre toda Asia y Europa. Tal vez los otomanos no lo lograrán durante la vida del sultán Murat, pero sí durante la de sus descendientes. Vuestro hijo es demasiado bueno y demasiado buen soldado para seguir con vida cuando muera el sultán actual. Debéis aceptar esto, amada mía, aunque os destroce el corazón. Si el príncipe Bajazet no muere antes que su padre, él será el próximo sultán. Vuestro hijo morirá. Será necesario para que Bajazet pueda estar seguro. Debéis aceptarlo.

– ¡Yo no parí y crié a mi hijo para que lo maten como a un cordero en un sacrificio! -chilló ella.

– Callad, señora -la calmó él-. El mundo es así. Debéis ser fuerte. Si Dios quiere, pasarán muchos años antes de que perdáis a vuestro hijo. Incluso puede morir de muerte natural.

Ella calló, pero la expresión de sus ojos le dijo que no aceptaría el destino de su hijo sin luchar. Demetrio tendría que observarla con mucho más cuidado. ¿Qué sería capaz de hacer?, se preguntó.

Mientras tanto, Andrónico se había hecho coronar como cuarto emperador de aquel nombre. Al principio fue muy bien acogido, pues hablaba de manera convincente de levantar el yugo turco y restablecer la prosperidad de la ciudad. Desde luego, no podía hacer ninguna de ambas cosas. Pronto hubo demostraciones de descontento. Andrónico estableció nuevos impuestos para pagar sus diversiones.

También Elena estaba decepcionada de su hijo mayor. No se le otorgaba el respeto debido a su posición, como en tiempo de su esposo. Peor aún, no le habían pagado su pensión. Cuando quiso saber el motivo, el nuevo tesorero del emperador le dijo que Andrónico no había ordenado que se le entregase el dinero. Fue, irritada, en busca de su hijo. Como de costumbre, estaba rodeado de cortesanos y parásitos.

– ¿Podemos hablar en privado? -preguntó Elena.

– No hay nada que no puedas decir delante de mis amigos -respondió bruscamente Andrónico.

Elena apretó los clientes. No tenía más remedio que hablar.

– El dinero que necesito para mi casa este trimestre no me ha sido pagado y tu tesorero me dice que no tiene orden de hacerlo.

– Necesito todo el dinero para mí -respondió Andrónico.

– La emperatriz siempre ha recibido una subvención.

– Pero tú no eres mi emperatriz, madre. Consigue el dinero de tus amantes. ¿O ya no quieren pagar por lo que ha sido tan bien utilizado?

Las mujeres que rodeaban a Andrónico se rieron de la expresión ultrajada del semblante de Elena; los hombres sonrieron afectadamente. Pero ella no iba a darse tan fácilmente por vencida.

– No puedo imaginarme por qué necesitas todo el dinero, Andrónico. Las mujeres de la calle, como ésas -y señaló a todas las que se agrupaban alrededor de su hijo-, por lo general se consiguen a cambio de unas pocas monedas de cobre. O por un pedazo de pan. O por nada.

Entonces se volvió y salió de la estancia, satisfecha de oír exclamaciones ofendidas a sus espaldas.

Estaba empezando a darse cuenta de su error al favorecer a su hijo mayor en detrimento de su esposo y de Manuel. Él no tenía verdadero interés en la ciudad ni en el resto del Imperio. Elena había esperado participar en el poder cuando subiese Andrónico al trono. Sin embargo, ahora estaba peor que antes.

Al volver a sus habitaciones, se encontró con que estaban siendo registradas, con gran alboroto por parte de sus servidores. Un joven capitán se había apoderado de sus joyeros.

– ¿Qué sucede? -le preguntó, esforzándose en mantener tranquila la voz.

– Ordenes del emperador -explicó el joven oficial-. Tenemos que tomar y confiscar todas las joyas del Estado que estén en vuestro poder.

La fuerte carcajada de Elena sobresaltó a todos los presentes.

– ¿Joyas del Estado? ¡No hay joyas del Estado, capitán! Las que tenía Bizancio fueron vendidas o robadas durante el régimen latino, hace años. Las que llevo yo en los actos oficiales no son más que imitaciones.

– ¿Y éstas, señora? -preguntó el capitán, mostrando los estuches de laca.

– Estas son de mi propiedad particular, capitán. Todas me fueron regaladas. Son exclusivamente mías.

– Debo llevármelas todas, señora. Las órdenes del emperador no establecen distinciones.

Elena se quedó mirando fijamente y abrió más los ojos azules al ver que su vajilla de oro y plata y sus jarrones desaparecerían de allí. El capitán, confuso, miró a otra parte.

– Ve a buscar al general Dukas -ordenó a una de sus doncellas.

Pero el capitán cerró el paso a la mujer.

– Nadie puede entrar o salir de estas habitaciones sin permiso por escrito del emperador -anunció-. Estáis bajo arresto domiciliario, señora.

– ¿Y cómo vamos a alimentarnos? -preguntó Elena, con una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir.

– Se os traerá comida dos veces al día, señora. -Y, como si hubiese olvidado algo, el capitán añadió-: Lo siento, señora.

Y salió, después de hacer una seña a sus hombres para que se llevasen los bienes de la emperatriz.

La cena resultó ser un insulso revoltillo de guisantes, judías y lentejas, una hogaza de ordinario pan moreno y una jarra de vino barato. Elena y sus servidores miraron la bandeja con disgusto. Allí no había comida suficiente para más de i res personas, y la emperatriz tenía catorce a su servicio. Tiró irritada la bandeja y sus perritos corrieron para consumir aquella bazofia. Al cabo de unos minutos, todos habían muerto.

– Ingrato bastardo -espetó, furiosa, la emperatriz. Después anunció-: Todos, salvo dos, tenéis que iros. La mejor manera de saber quiénes se quedarán será echándolo a suertes.

– Sara y yo nos quedaremos, mi señora -dijo su doncella particular, Irene-. Tenemos derecho a ello, ya que somos las que llevamos más tiempo con vos.

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