Bertrice Small - Adora
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Orkhan El Grande la reclama para su reino y mientras el destino la lleva a otras tierras y otros amores, Murad y Adora lucharán para que su amor no se pierda.
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– Salid por el pasaje secreto -indicó Elena a los demás-. De todas formas, no tengo nada para sobornar a los guardias. De esta manera no sabrán que os habéis ido. Uno de vosotros puede traernos comida y bebida todos los días.
– Venid con nosotros, señora -dijo el jefe de los eunucos.
– ¿Y dejar a mi hijo y a sus amigos en el dominio total del palacio? ¡Nunca! Pero tú, Constancio, ve a ver a Basilio Focas y cuéntale lo que ha ocurrido aquí. Dile… dile… que cometí un error de juicio.
Los servidores de la emperatriz huyeron sanos y salvos y, unos días más tarde, Basilio Focas llegó por el pasadizo secreto. Sara e Irene vigilaron, mientras Elena y su antiguo amante hablaban.
– ¿Qué queréis exactamente que haga? -preguntó el banquero.
– Hay que restaurar a Juan y Manuel en el trono. Andrónico está imposible.
– Se necesitará algún tiempo, querida. -Pero ¿puede hacerse? -Creo que sí.
– Entonces, hacedlo. No puedo permanecer encerrada aquí para siempre.
El banquero sonrió y se marchó. La emperatriz, prisionera en sus propias habitaciones, esperó y esperó. Y esperó. Al cabo de muchos meses, le llegó la noticia de que su esposo y su hijo menor habían escapado y estaban sanos y salvos en Bursa, con el sultán Murat.
Murat estuvo ahora seguro de que podía continuar manipulando a los dos bandos, en la lucha dinástica de los Paleólogo. Andrónico fue destronado, perdonado y enviado a la antigua ciudad de su hermano, Salónica, en calidad de gobernador. Juan y Manuel fueron restaurados en Constantinopla como co-emperadores. El precio fue elevado. Un mayor tributo anual en dinero, un contingente importante de soldados bizantinos para servir en el ejército otomano, y la ciudad de Filadelfia. Filadelfia había sido el último bastión de Bizancio en Asia Menor.
Los filadelfios se opusieron a ser cedidos al Imperio otomano. Entonces Adora tuvo su primera oportunidad de ir de campaña. En este caso, Murat iría personalmente al frente de sus ejércitos. Luchando en las filas del ejército otomano estaban los dos co-emperadores bizantinos, que ahora reconocían francamente que sólo gobernaban por la gracia y el favor del sultán turco.
El ejército otomano partió de Bursa a principios de la primavera, cruzando montañas cuyas cimas estaban todavía cubiertas de nieve. Adora no estaba dispuesta a que la matasen en un palanquín pesado, por lo que inventó un traje que era al mismo tiempo práctico y modesto. Murat se sintió al principio escandalizado por la idea de que su esposa montase a horcajadas, pero cambió de idea cuando ella se puso el traje para que su marido le diese el visto bueno.
Era absolutamente blanco y se componía de un pantalón holgado de lana, una camisa de seda de cuello alto, mangas largas y abrochadas en las muñecas, una faja de seda y una capa de lana blanca forrada de pieles y con un broche de oro y turquesas. Calzaba botas altas de cuero de Córdoba y tacón bajo, y guantes de abrigo de color castaño, a juego con aquéllas. Llevaba también un pequeño turbante con pliegues colgantes a los lados, a la manera de los hombres de las tribus de la estepa. Con ellos podía cubrirse la cara, si le apetecía.
– ¿Lo apruebas, mi señor?
Hizo una pirueta delante de él. Estaba muy nerviosa y muy alegre con la perspectiva de acompañarlo.
Murat no pudo dejar de sonreírle a su vez, y aprobó su elección de indumentaria para presentarse en público. En realidad, nunca la había visto tan bien vestida. Apenas si mostraba una pulgada de piel. Si hubiese sido más joven, él no lo habría permitido, pero la madurez daba a su esposa una dignidad juvenil. Sus hombres se abstendrían de toda familiaridad.
– Lo apruebo, paloma. Como siempre, te has mostrado inteligente, en la elección de tu atuendo. Alí Yahya me ha comentado que también has aprendido a montar a caballo. Tengo una sorpresa para ti. ¡Ven!
Y la condujo a las ventanas que daban al patio.
Allí, inmóvil junto a su mozo de cuadra, estaba una yegua negra como el carbón, brillantemente enjaezada, con una gualdrapa azul celeste y plata, la silla y las riendas. Adora lanzó un grito de entusiasmo.
– ¿Es mía? ¡Oh, Murat! ¡Qué hermosa es! ¿Cómo se llama?
– Se llama Canción del Viento. Si hubiese sabido que te gustaría tanto un regalo tan sencillo, me habría ahorrado una fortuna en joyas durante todos estos años.
Ella se volvió y el Sol le iluminó el perfil. Murat contuvo el aliento, impresionado por su belleza, asombrado de que fuese todavía tan encantadora. ¿O era porque él la amaba tanto? Adora le ciñó el cuello con los brazos y, poniéndose de puntillas, lo besó.
– Gracias, mi señor -dijo sencillamente, y él sintió un nudo en la garganta que no podía explicar.
Cuando salieron de Bursa, Adora cabalgó junto a su esposo. Canción del Viento imitaba los pasos elegantes del gran semental árabe blanco de Murat, llamado Marfil. No era extraño que la esposa de un sultán acompañase a su señor en campaña, pero sí que lo era que cabalgase con él. El efecto del nada ortodoxo comportamiento de Adora fue beneficioso. Los soldados otomanos estaban entusiasmados de que la madre del príncipe Bajazet cabalgase con ellos. Esto fortalecía en gran manera la posición del heredero.
Cuando llegaron a Filadelfia, ella observó la batalla desde la falda de un monte, frente a la puerta principal de la ciudad. Por derecho, ésta pertenecía ahora a Murat. Pero la población había sido soliviantada por su gobernador, que temía perder su cargo, y por el clero, que odiaba al sultán. El pueblo se negaba a aceptar al nuevo soberano.
El emperador Juan entró en la ciudad con bandera blanca y suplicó a los moradores que aceptasen a su nuevo señor. Si acogían de buen grado a Murat, no habría destrucción. Los ciudadanos de Filadelfia tendrían que soportar solamente lo mismo que los otros habitantes cristianos del Imperio otomano. Pagarían un impuesto anual por cabeza, y sus hijos, entre las edades de seis y doce años, podrían ser reclutados para el Cuerpo de Jenízaros. Aparte de esto, sus vidas se desarrollarían como antes. Desde luego, podían convertirse al Islam…, en cuyo caso se librarían del impuesto y de los jenízaros.
El gobernador y el clero se mostraron indignados cuando Juan sugirió que jugaban a la ligera con las vidas de los ciudadanos de Filadelfia.
– No podéis esperar un triunfo -les dijo-. Estáis rodeados por el Islam. ¿Habéis dicho al pueblo la verdad o les habéis llenado la cabeza de tonterías sobre resistir al infiel? Murat es generoso, pero no ha venido de Bursa para ser rechazado. Tomará la ciudad.
– Tendrá que pasar por encima de nuestros cadáveres -declaró pomposamente el gobernador.
– Nunca conocí a un gobernante que liderase un ejército o que muriese en combate -replicó duramente el emperador-. Sabed que, cuando el sultán entre en la ciudad, yo mismo vendré a buscaros.
– Nuestros ciudadanos serán mártires en la guerra santa de Dios contra el infiel -salmodió el patriarca de la ciudad.
El emperador miró compasivamente al sacerdote.
– Mi pobre gente sufrirá por el fuego y la espada por culpa de vuestra vanidad, padre. No creo que Dios os recompense por todas las almas que pesarán sobre vuestra conciencia cuando haya terminado la batalla.
Pero no quisieron escucharlo. Lo expulsaron de la ciudad antes de que pudiese hablar al pueblo. Murat se enfadó. Habría preferido una entrada pacífica. Ahora tendría que dar un escarmiento en Filadelfia, para que otras ciudades lo pensaran dos veces antes de resistir al otomano.
En menos de una semana, Murat tomó Filadelfia. Los soldados del sultán, cristianos y musulmanes, tuvieron los tres días tradicionales de pillaje antes de que se restableciese el orden.
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