Bertrice Small - Philippa

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Philippa Meredith, la hija mayor de Rosamund Bolton y heredera de Friarsgate, sufre una terrible desilusión cuando el joven con quien pensaba casarse la abandona para ordenarse sacerdote. Sin embargo, ese inesperado giro del destino permite a la bella e impetuosa Philippa volver a ocupar su lugar en la corte de Catalina de Aragón y conocer a Crispin St. Claire, conde de Witton, un hombre sofisticado, elegante y, además, un excelente candidato para casarse. La pasión arrebatadora del noble caballero enloquece de deseo a Philippa.
Pero cuando ella se entera accidentalmente de un complot para asesinar al rey Enrique Tudor, y ambos se ponen en marcha para desenmascarar a los conspiradores, su amor se resiente por la dura prueba que deben atravesar. Sensualidad, drama e intriga abundan en este relato ambientado en la corte de Enrique VIII

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– Entonces, apostemos nuestros trajes -sugirió el travieso Henry Standish.

– Yo apuesto un zapato -dijo Philippa sacándoselo y arrojándolo al centro del área de juego. Rápidamente perdió sus zapatos, las medias y dos mangas-. Por favor, Bessie, desátame el corpiño. ¡Mi suerte cambiará pronto!

En pocos segundos, Philippa también lo había perdido. Comenzó a desabrocharse la falda, pero estaba tan ebria que sus dedos no le respondían.

Como Bessie solo estaba un poco mareada y era una joven con más experiencia, trató de impedir que su amiga siguiera desvistiéndose. Los tres jóvenes que las acompañaban también estaban medio desnudos y se desternillaban de risa. La única que parecía bendecida por la suerte era Elizabeth Blount, pues solo había perdido los zapatos.

Philippa comenzó a entonar una canción que había escuchado en los establos, los caballeros no tardaron en sumar sus voces:

El pastor abrazó a la lechera. En el heno la abrazó.

La besó en los arbustos, porque allí se acostaron.

Y luego copularon alegremente, pues era el mes de mayo,

Gritando ay, ay, ay, oh, oh, oh.

Alegres y felices, hacían chistes de borrachos y lanzaban ruidosas carcajadas. Hasta Bessie reía, sin importarle que el cabello se le alborotase.

– ¡Shh! No hagan tanto ruido. ¡Pueden descubrirnos!

– ¿Quién podría encontrarnos? Toda la gente divertida, salvo nosotros, ya se fue a su casa -se defendió Philippa.

– ¿Y tú qué haces todavía aquí, mi bella dama? -preguntó lord Robert Parker clavando sus ojos lascivos en los senos que se asomaban por la camisa entreabierta de Philippa.

– ¿Adonde podría ir? ¿A Friarsgate? ¿A conversar con las ovejas? Prefiero recluirme con la reina en Woodstock antes que volver a Cumbria.

– Cum-cum-cumbria -canturreó lord Robert-. ¡Pobre señorita Philippa!

– Bebamos -sugirió Roger Mildmay, pasando la jarra a sus compañeros.

– Yo… hic… det-testo Cumbria -declaró Philippa-. Sigamos jugando y veamos quién tiene la suerte de ganar mi falda. O tal vez pueda recuperar mi corpiño, Hal Standish. -Tiró los dados y suspiró desilusionada-. Ahora te llevarás mi falda. Es justo, ¿para qué querrías un corpiño sin una falda? -Se puso de pie y volvió a lidiar con las presillas. Finalmente, logró desabrocharla y la falda cayó al suelo.

– ¿Qué diablos está sucediendo allá arriba? -tronó una voz familiar. El rey apareció con Charles Brandon en la terraza de la torre. Miró con indignación al quinteto de cortesanos y gritó:

– ¡Mildmay, Standish y Parker! Explíquenme ya mismo qué está sucediendo aquí.

– Jugábamos a los dados, Su Majestad -respondió Philippa eufórica-. Y parece que esta noche la suerte no me acompaña, hic. Será difícil recuperar la ropa. ¡Hic! ¡Ja, ja, ja!

Charles Brandon contuvo la risa. Esa niña estaba tan borracha como un tabernero.

– Cuan distinta es esta joven de su madre. ¿No te parece, Enrique? El rey frunció el ceño.

– Señorita Blount, ayude a la señorita Meredith a vestirse y llévela a la cama. Mañana, luego de la misa, tráigala a mi salón privado. ¿Entendido?

Elizabeth Blount estaba pálida, había recobrado la sobriedad a causa del susto.

– Sí, Su Majestad -susurró. Comenzó a recoger las prendas de Philippa y la ayudó a vestirse. Pero la joven se puso a cantar de nuevo la canción del pastor y la lechera.

El rey estaba horrorizado. Los tres caballeros, que también habían recuperado la compostura ante la presencia de Su Majestad, trataban de contener la euforia. Pero cuando Charles Brandon soltó sus campechanas carcajadas, los jóvenes volvieron a reírse hasta que el largo crepúsculo se hundió en la noche.

Bessie Blount había logrado vestir a Philippa y trataba de mantenerla de pie, pero la muchacha se cayó y su cabellera caoba terminó barriendo las botas del rey. Todos se quedaron mudos.

– Estoy tan cansada -murmuró-. Muy cansada. Hic. -Y en medio del silencio, comenzó a roncar suavemente.

Tras una larga pausa en la que nadie parecía respirar, el rey, harto de esa situación vergonzosa, le ordenó a Mildmay:

– Lleva a esta doncella a su cama. Standish, usted y Parker, la bajarán por las escaleras y después se la entregarán a sir Roger. Señorita Blount, acompáñelos y permanezca en el dormitorio junto con la señorita Meredith. En cuanto a ustedes tres, caballeros, vuelvan de inmediato a la torre. Les daré una lección de astronomía, así evitaré que se escabullan en el dormitorio de las doncellas. Señorita Blount, cierre la puerta de la recámara; enviaré a mi guardia personal para que verifique que mis órdenes se hayan cumplido a la perfección. Por último, mis estimados caballeros, retornarán a sus hogares en dos días. No están invitados a Esher. ¿Entendido?

– Sí, Su Majestad -contestó el trío a coro.

– Si así lo desean, pueden regresar para Navidad, pero no antes.

– Sí, Su Majestad -repitieron al unísono.

Luego, lord Parker y lord Standish alzaron a Philippa. Uno la tomó de los pies y el otro de los brazos. Descendieron de la Torre Inclinada, seguidos por sir Roger y Elizabeth Blount. Charles Brandon volvió a reír cuando oyó a uno de los jóvenes quejarse de la carga.

– ¡Uf! ¡Nunca pensé que Philippa pesara tanto!

– Tonto, ¿no te das cuenta de que es un peso muerto?

El conde de Suffolk miró a su cuñado y le preguntó:

– ¿Qué haremos con esta joven, Enrique? Rosamund Bolton moriría de vergüenza si se enterara de la conducta de su hija.

– La pobre niña tiene el corazón destrozado por el maldito FitzHugh -dijo el rey-. Hablaré con la reina del tema.

– ¿De veras enviarás a tu guardia a cerciorarse de que la puerta del dormitorio de las doncellas esté cerrada? -preguntó Charles Brandon en tono burlón.

– Por supuesto.

– La señorita Blount es una niña encantadora, ¿verdad?

– Sí -respondió el rey, pensativo.

A la mañana siguiente, Philippa se despertó con una espantosa sensación: la jaqueca le impedía abrir los ojos, pues no toleraba el menor rayo de luz, le latían las sienes y apenas podía moverse. Bessie logró sacarla de la cama pese a las protestas de su amiga.

– ¡Voy a morir! -gritó Philippa.

– No, vas a vestirte para la misa. La reina notará enseguida tu ausencia.

– ¿Qué pasó? ¿Cómo llegué aquí y quién me puso la ropa de dormir?

– ¿De veras no te acuerdas?

– ¡No!

La muchacha le contó todos los detalles de la velada, mientras Philippa enrojecía de vergüenza.

– ¿Me quedé en camisa? -preguntó Philippa horrorizada-. ¡Dios mío!

– Eso no fue lo peor -continuó Bessie divertida, y le relató cómo fueron sorprendidos por el rey y el duque Suffolk, y el deplorable estado en el que ella se encontraba-. ¡Estabas totalmente dormida y hasta roncabas!

– ¡Oh! ¡Virgen Santa! Estoy arruinada. ¿Y qué sucedió después? -preguntó con nerviosismo.

– El rey pidió que te llevaran al dormitorio de las doncellas. Les ordenó a los caballeros que retornaran a sus hogares y no volvieran hasta Navidad. A ti quiere verte hoy mismo, después de la misa en su salón privado, yo te acompañaré.

– Tengo náuseas.

Bessie le alcanzó una bacinilla y se dio vuelta mientras oía las arcadas de Philippa. Cuando la joven terminó de vomitar, Bessie le dijo:

– Ahora debemos ir a misa. Enjuaga tu boca con agua de rosas y partamos ya mismo. Pero no se te ocurra tomar una gota de agua por el momento. Eso te haría seguir vomitando. Más tarde te traeré un poco de vino.

– No volveré a tomar vino nunca más -declaró Philippa. Bessie rió.

– Confía en mí. Una pequeña dosis del mismo veneno solucionará todos tus problemas, salvo el dolor de cabeza, creo.

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