– Si se refiere a la columna de lady Whistledown -dijo Tillie, con voz atípicamente helada-, entonces debo recordarle que usted también fue mencionada allí, señora Featherington.
Penelope quedó boquiabierta.
– Sus palabras no me preocupan -dijo la señora Featherington-. Sé que no tomé ese brazalete.
– Y yo sé que el señor Thompson tampoco lo hizo -le contestó Tillie.
– Nunca dije que lo hubiera hecho -dijo la señora Featherington, y entonces sorprendió a Tillie al volverse hacia Peter y decir-: Me disculpo si di ese indicio. Nunca llamaría ladrón a alguien sin pruebas.
Peter, que había estado tensamente quieto al lado de Tillie, no hizo nada más que asentir ante la disculpa. Tillie sospechaba que era lo único que podía hacer sin perder los estribos.
– Madre -dijo Penelope, su tono casi desesperado entonces-: Prudence se encuentra junto a la puerta, y está saludando con la mano como loca.
Tillie pudo ver a la hermana de Penelope, Prudence, que parecía felizmente ocupada en conversación con una de sus amigas. Tillie hizo una nota mental para hacerse amiga de Penelope Featherington, quien era bien conocida como un florero, en la próxima ocasión posible.
– Lady Mathilda -dijo la señora Featherington, ignorando por completo a Penelope-, debo…
– ¡Madre!
Penelope tiró con fuerza de la manga de su madre.
– ¡Penelope! -La señora Featherington se volvió hacia su hija con evidente irritación-. Estoy intentando…
– Debemos irnos -dijo Tillie, tomando ventaja de la distracción momentánea de la señora Featherington-. Me aseguraré de comunicar sus saludos a mi madre.
Y entonces, antes de que la señora Featherington pudiera desenmarañarse de Penelope, quien tenía un firme agarre sobre su brazo, Tillie hizo su escapatoria, prácticamente arrastrando a Peter detrás de ella.
Él no había dicho una sola palabra durante el intercambio. Tillie no estaba del todo segura de qué significaba eso.
– Lo lamento terriblemente -dijo ella una vez que estuvieron fuera del alcance del oído de la señora Featherington.
– Usted no hizo nada -dijo él, pero su voz era tensa.
– No, pero, bueno… -Ella se detuvo, insegura de cómo proceder. No quería aceptar la culpa por la señora Featherington en particular, pero no obstante, parecía que alguien debería disculparse con Peter-. Nadie debería llamarlo ladrón -dijo finalmente-. Es inaceptable.
Él le sonrió sin humor.
– Ella no me estaba llamando ladrón -dijo Peter-. Estaba llamándome caza-fortunas.
– Ella nunca…
– Confíe en mí -dijo él, interrumpiéndola con un tono que la hizo sentir como una niña tonta.
¿Cómo podía haber ignorado semejante trasfondo? ¿Realmente estaba tan inconsciente?
– Eso es lo más tonto que jamás haya oído -murmuró ella, más que nada para defenderse.
– ¿De veras?
– Por supuesto. Usted es la última persona que se casaría con una mujer por su dinero.
Peter se detuvo, mirándola a la cara con dureza.
– ¿Y usted ha llegado a esa conclusión en los tres días que nos hemos conocido?
Los labios de ella se tensaron.
– No hizo falta más tiempo.
Peter sintió sus palabras como un golpe, casi tambaleándose por la fuerza de la fe de Tillie en él. Ella lo miraba con atención, su mentón tan decidido, sus brazos como varas a sus costados, y él fue poseído por una extraña necesidad de asustarla, de apartarla, de recordarle que los hombres eran, por encima de todo, sinvergüenzas y tontos, y que ella no debía confiar con un corazón tan abierto.
– Vine a Londres -le dijo, sus palabras deliberadas y cortantes-, para el único propósito de conseguir una novia.
– No hay nada raro en eso -dijo ella con displicencia-. Estoy aquí para encontrar un esposo.
– Apenas tengo un centavo a mi nombre -declaró él. Los ojos de ella se abrieron mucho-. Soy un caza-fortunas -le dijo sin rodeos.
Ella sacudió la cabeza.
– No lo es.
– No puede sumar dos y dos y esperar que sean sólo tres.
– Y usted no puede hablar con enigmas tan ridículos y esperar que yo comprenda una palabra de lo que dice -replicó ella.
– Tillie -dijo Peter con un suspiro, odiando que casi lo hubiese hecho reír.
Eso hacía extraordinariamente más difícil espantarla.
– Podrá necesitar dinero -continuó ella-, pero eso no significa que seduciría a alguien para obtenerlo.
– Tillie…
– Usted no es un caza-fortunas -dijo ella convincentemente-, y se lo diré a cualquiera que se atreva a insinuar que lo es.
Y entonces él tuvo que decirlo. Tenía que dejarlo en claro, hacerla entender la verdad de la situación.
– Si busca reparar mi reputación -dijo él lentamente, y un poco cansado también-, entonces tendrá que evitar mi compañía. -Los labios de ella se separaron, con sorpresa. Él se encogió de hombros, intentando quitarle importancia-. Si debe saberlo, he pasado las últimas tres semanas intentando con bastante desesperación evitar ser llamado un caza-fortunas -dijo Peter, sin poder creer del todo que estaba contándole todo esto-. Y lo logré bastante bien hasta el Whistledown de esta mañana.
– Todo caerá en el olvido -susurró ella, pero su voz carecía de convicción, como si estuviese intentando convencerse a sí misma también.
– No si me ven cortejándola.
– Pero es eso horrible. -En pocas palabras, pensó él. Pero no tenía sentido decirlo-. Y usted no está cortejándome. Está cumpliendo una promesa a Harry. -Ella se detuvo-. ¿Verdad?
– ¿Importa?
– A mí sí -murmuró Tillie.
– Ahora que lady Whistledown me ha rotulado -dijo él, intentando no preguntarse por qué le importaba a ella-, no podré siquiera pararme a su lado sin que alguien especule que voy tras su fortuna.
– Ahora está parado a mi lado -señaló ella.
Y era una maldita tortura. Peter suspiró.
– Debería regresarla con sus padres. -Ella asintió.
– Lo siento.
– No se disculpe -le dijo él bruscamente.
Estaba enojado consigo mismo, y enojado con lady Whistledown, y enojado con toda la maldita alta sociedad. Pero no con ella. Nunca con ella. Y lo último que quería era su lástima.
– Estoy arruinando su reputación -dijo ella, su voz se quebró con una impotente risa triste-. Eso es casi gracioso. -Él la miró con aire burlón-. Las jóvenes doncellas somos quienes tenemos que cuidar cada movimiento que hacemos -explicó Tillie-. Ustedes pueden hacer lo que desean.
– No del todo -dijo él, moviendo su mirada sobre el hombro de ella, para que no cayera en lugares más maduros.
– Cualquiera que sea el caso -dijo ella, moviendo la mano en ese gesto despreocupado que había usado tan exitosamente al comienzo de la noche-, parece que soy el obstáculo en su camino. Usted quiere una esposa y, bueno…
Su voz perdió su despreocupación, y cuando sonrió, había algo que faltaba allí.
Peter se dio cuenta de que nadie más lo notaría. Nadie se daría cuenta de que su sonrisa no estaba del todo bien.
Pero él sí. Y eso le rompía el corazón.
– A quien quiera que elija… -continuó Tillie, reforzando esa sonrisa con una risita apagada-, no la obtendrá conmigo cerca, parece.
Pero él se dio cuenta de que no sería por ninguna de las razones que ella pensaba. Si no podía encontrar una esposa con Tillie Howard cerca, sería porque no podría quitar los ojos de ella, ni siquiera podría empezar a pensar en otra mujer cuando pudiera percibir su presencia.
– Debería irme -dijo ella, y él supo que tenía razón, pero no podía obligarse a decirle adiós.
Había evitado su compañía precisamente por esta razón.
Y ahora que tenía que mandarla a volar de una vez y para siempre, era aun más duro de lo que había pensado.
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