Julia Quinn - Te Doy Mi Corazón

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Como en el cuento de Cenicienta, Sophie ve una noche cumplirse su sueño. A espaldas de su madrastra, se viste como una reina y acude al baile de disfraces más importante de Londres. Lo que es más, consigue captar la atención de Benedict Bridgerton, el soltero más atractivo y encantador de la reunión. Sin embargo, pronto vuelve a enfrentarse a su cruda realidad, la de una hija ilegítima, pobre y sin recursos. El destino quiere darle una segunda oportunidad cuando entra a servir en casa de Benedict, aunque él no reconoce en ella a la hermosa joven a la que lleva años buscando. Ella es ahora una simple criada, incapaz de revelarle la verdad. La magia de aquella noche parece perdida para siempre ¿o quizás no?
De princesa radiante…
Sophie vivió una infancia extraña. Todos sabían que era hija del conde de Penwood y, aunque éste nunca la reconoció como tal, cuidó de que no le faltara nada. Todo cambió cuando su padre se casó de nuevo, y la madrastra y sus dos hijas hicieron de la vida de Sophie una pesadilla. Muerto el conde, su testamento las obligaba a cuidar de la niña, pero nunca la consideraron una igual. Y tampoco le permitirían nunca que se atreviera a competir con ellas por las atención de los muy cotizados solteros de la familia Bridgerton, tan atractivos como bien situados. Antes, la echarían a la calle donde, suponían, no tendría jamás una oportunidad de acercarse a ellos.
…a criada en casa del príncipe
¿Quién era esa mujer extraordinaria? Benedict no puede olvidar aquella belleza enmascarada que le hechizó en un instante, a la que sólo conoce como la Dama Plateada por el color de su vestido y a quien, inconscientemente, le entregó su corazón. Pero ahora, años después, se siente poderosamente atraído por una sencilla criada a la que salva de un asaltante borracho. Ella es la única que le hace revivir la emoción que le produjo la misteriosa enmascarada. Pero también ella parece fuera de su alcance, a causa de las insalvables barreras de clase que los separan. Sin embargo, la familia Bridgerton tiene muchos recursos para ayudar a uno de los suyos cuando surgen problemas de amor…

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– ¿No te vas a meter?

Ésa era una pregunta horrorosamente descarada, y seguro que tenía la cara sonrojada como una frambuesa, pero tenía que saberlo. Él negó con la cabeza.

– Eso pensaba hacer, pero esto es mucho más divertido.

– ¿Lavarme? -preguntó ella, dudosa.

A él se le curvó la comisura de la boca en un asomo de sonrisa.

– Me hace bastante ilusión secarte también. -Alargó la mano para coger una enorme toalla blanca-. Arriba.

Sophie se mordió el labio inferior, indecisa. Ya había tenido con él toda la intimidad que pueden tener dos personas, pero no llegaba a tanto su desenfado como para salir desnuda de la bañera sin sentir un poco de pudor.

Benedict sonrió levemente mientras desdoblaba la toalla. La puso extendida delante de ella y desvió la cara.

– Te tendré toda envuelta antes de tener la posibilidad de ver algo.

Sophie hizo una honda inspiración y se levantó, con la extraña sensación de que ese solo acto podría marcar el comienzo del resto de su vida.

Benedict la envolvió en la toalla con suma suavidad y al terminar subió las manos hasta los lados de la cara, y se las pasó por las mejillas, donde tenía algunas gotitas de agua; después le acercó la cara y le besó la nariz.

– Me alegra que estés aquí.

– A mí también.

Él le acarició la mejilla, sin dejar de mirarla a los ojos, y ella casi sintió que él le acariciaba los ojos también. Y entonces, con la más suave y tierna de las caricias, la besó en la boca. Sophie no sólo se sintió amada, se sintió adorada.

– Debería esperar hasta el lunes -dijo él-, pero no quiero esperar.

– Y yo no quiero que esperes -susurró ella.

Él volvió a besarla, esta vez con un poco más de urgencia.

– Qué hermosa eres -musitó-. Eres todo lo que he soñado en mi vida.

Sus labios le encontraron la mejilla, el mentón, el cuello y con cada beso, con cada suave succión le fue robando el equilibrio y el aliento. Estaba segura de que le cederían las piernas, le fallarían las fuerzas con ese tierno asalto, y justo cuando estaba convencida de que caería desplomada al suelo, él la levantó en brazos y la llevó a la cama.

– En mi corazón ya eres mi esposa -juró él depositándola sobre los edredones y almohadones.

A Sophie se le cortó el aliento.

– Después nuestra boda será legal, bendecida por Dios y el país -continuó él estirándose a su lado-, pero en este momento… -añadió con la voz más ronca, incorporándose un poco, apoyado en el codo, para mirarla a los ojos-. En este momento es verdadera.

Sophie le acarició la cara.

– Te amo -le susurró-. Siempre te he amado. Creo que te he amado desde antes de conocerte.

Él se inclinó a besarla otra vez, pero ella lo detuvo con un estremecido:

– No, espera.

Él detuvo el movimiento con la boca a unos dedos de sus labios.

– En el baile de máscaras -continuó ella con voz temblorosa-, incluso antes de verte te sentí. Sentí expectación, magia. Había un no sé qué en el aire. Y cuando me giré y tú estabas ahí, fue como si me hubieras estado esperando, y comprendí que tú eras el motivo de que yo me hubiera colado furtivamente en el baile.

Sintió caer una gota en la mejilla, era una sola lágrima, caída de un ojo de él.

– Tú eres la razón de mi existencia -dijo dulcemente-, el motivo de que yo haya nacido.

Él abrió la boca y ella esperó un momento, segura de que diría algo, pero lo único que salió de su boca fue un sonido ronco, entrecortado. Comprendió que él estaba tan avasallado que no podía hablar.

Y no supo qué decir.

Entonces Benedict la besó, tratando de demostrar con hechos lo que no podía decir en palabras. No se había imaginado que pudiera amarla más de lo que la amaba hacía cinco segundos, pero cuando ella dijo… cuando ella le dijo…

Se le ensanchó el corazón y llegó a creer que le iba a estallar.

La amaba. Repentinamente el mundo era un lugar muy sencillo. La amaba y eso era lo único que importaba.

Salieron volando su bata y la toalla de ella, y cuando estuvieron piel contra piel la adoró con sus manos y labios. Deseaba que ella comprendiera cuánto la necesitaba y deseaba que ella conociera el mismo deseo.

– Oh, Sophie -gimió, porque su nombre era la única palabra que consiguía decir-. Sophie, Sophie.

Ella le sonrió y él sintió el más extraordinario deseo de reír. Se sentía feliz, comprendió, condenadamente feliz. Y eso era agradable.

Se colocó encima de ella, listo para entrar, listo para hacerla suya. Eso era diferente de la vez anterior, en que los dos se dejaron llevar por la emoción. Esta vez los dos tenían la intención; habían elegido más que pasión; se habían elegido mutuamente.

– Eres mía -dijo, sin dejar de mirarla a los ojos mientras la penetraba-. Eres mía.

Y mucho después, cuando estaban saciados y agotados, cada uno reposando en los brazos del otro, él le acercó los labios al oído y le susurró:

– Y yo soy tuyo.

Varias horas después, Sophie bostezó, abrió los ojos y pestañeó para despabilarse, pensando por qué se sentía tan maravillosamente bien, abrigada y…

– ¡Benedict! ¿Qué hora es?

Él no contestó, por lo que ella le cogió el hombro y lo sacudió con fuerza.

– ¡Benedict! ¡Benedict!

– Estoy durmiendo -gruñó él, dándose la vuelta.

– ¿Qué hora es?

Él hundió la cara en la almohada.

– No tengo la menor idea.

– Tenía que estar en la casa de tu madre a las siete.

– A las once -masculló él.

– ¡A las siete!

Él abrió un ojo, lo que al parecer le costó un enorme esfuerzo.

– Cuando decidiste darte un baño sabías que no lograrías volver a las siete.

– Ya, pero creí que podría volver no muy pasadas las nueve.

Benedict cerró y abrió los ojos varias veces y miró alrededor.

– No creo que logres volver a esa…

Pero ella ya había visto el reloj de la repisa del hogar y estaba agitando la cabeza, sofocada.

– ¿Te sientes mal? -le preguntó él.

– ¡Son las tres de la mañana!

– Bien podrías pasar la noche aquí, entonces -dijo él sonriendo.

– ¡Benedict!

– No querrás incomodar a alguno de los criados, ¿verdad? Están todos bien dormidos, seguro.

– Pero es que…

– Ten piedad, mujer. Nos casaremos la próxima semana -declaró él finalmente.

Eso captó la atención de ella.

– ¿La próxima semana? -preguntó con una vocecita aguda. Él trató de poner una expresión seria:

– Es mejor ocuparse de estas cosas rápido.

– ¿Por qué?

– ¿Porqué? -repitió él.

– Sí, ¿por qué?

– Eh, eh…, para poner fin a los cotilleos y todo eso.

Ella entreabrió los labios y agrandó los ojos.

– ¿Crees que lady Whistledown escribirá sobre mí?

– Dios, espero que no.

A ella se le alargó la cara.

– Bueno, supongo que podría. ¿Por qué demonios quieres que escriba sobre ti?

– Llevo años leyendo su columna. Siempre soñé con ver mi nombre en ella.

– Tienes unos sueños muy raros -comentó él, moviendo la cabeza.

– ¡Benedict!

– Muy bien, sí, me imagino que lady Whistledown informará de nuestra boda, si no antes de la ceremonia, ciertamente muy pronto después. Es diabólica en eso.

– Me encantaría saber quién es.

– A ti y a medio Londres.

– A mí y a todo Londres, diría yo. -Sophie suspiró y añadió, no muy convencida-. Debería irme, de verdad. Tu madre debe de estar preocupada por mí.

– Sabe dónde estás -dijo él, encogiéndose de hombros.

– Pero pensará mal de mí.

– Lo dudo. Te dará más libertad, seguro, tomando en cuenta que nos casaremos dentro de tres días.

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