– Creo que me iré antes de Londres esta temporada -continuó Violet dirigiéndose a Posy, sin hacer caso de Araminta-. ¿Le gustaría pasar con nosotros una larga estancia en Kent?
Posy se apresuró a asentir.
– Se lo agradecería muchísimo.
– Arreglado, entonces.
– No hay nada arreglado -ladró Araminta-. Es mi hija y…
– Benedict -dijo lady Bridgerton en tono algo aburrido-, ¿cómo se llama mi abogado?
– Ve -espetó Araminta a Posy-. Y no vuelvas jamás a oscurecer mi puerta.
Por primera vez en toda la reunión, Posy pareció un poco asustada. Y el susto empeoró cuando Araminta se puso frente a ella y le siseó muy cerca de la cara:
– Si te vas con ellos ahora, estás muerta para mí. ¿Entiendes? ¡Muerta!
Posy miró aterrada a Violet, la que se apresuró a acercársele y a entrelazar su brazo con el de ella.
– No pasa nada, Posy -le dijo dulcemente-. Puedes vivir con nosotros todo el tiempo que quieras.
Sophie también se le acercó y le cogió el brazo libre.
– Ahora sí que seremos hermanas de verdad -le dijo, dándole un beso en la mejilla.
– Oh, Sophie -sollozó Posy, con los ojos anegados en lágrimas-. Perdona, lo siento tanto. Nunca te defendí. Debería haber dicho algo. Debería haber hecho algo, pero…
– Eras una niña -la interrumpió Sophie, negando con la cabeza-. Yo era también una niña. Y sé mejor que nadie lo difícil que es desafiarla -añadió mirando duramente a Araminta.
– No me hables así -chilló Araminta, levantando la mano como para golpearla.
– ¡Eh, eh! -intervino Violet-. Los abogados, lady Penwood. No olvide a los abogados.
Araminta bajó la mano, pero su expresión daba a entender que igual estallaría en llamas espontáneamente en cualquier momento.
– ¿Benedict? ¿Cuánto tardaríamos en llegar a las oficinas de nuestros abogados?
Sonriendo para sus adentros, él se pasó la mano por el mentón, pensativo.
– No es muy lejos. ¿Veinte minutos? Treinta si hay mucho atasco en las calles.
Araminta se estremeció de rabia y dirigió sus palabras a Violet:
– Llévesela, entonces. Para mí nunca ha sido otra cosa que decepción. Y puede esperar estar clavada con ella hasta el día de su muerte, puesto que no hay ninguna probabilidad de que alguien le pida la mano. He tenido que sobornar a hombres sólo para que la saquen a bailar.
Y entonces ocurrió algo de lo más extraño. Sophie empezó a temblar, se le puso la cara roja, le rechinaron los dientes y le salió un increíble rugido por la boca. Y antes de que a alguien se le ocurriera siquiera intervenir, se abalanzó sobre Araminta y le enterró el puño en el ojo, arrojándola al suelo.
Benedict había pensado que nunca nada podría sorprenderlo más que la vena maquiavélica que acababa de descubrir en su madre.
Estaba equivocado.
– Eso no es por robarme la dote -siseó Sophie-. No es por todas las veces que intentó expulsarme de mi casa antes de que muriera mi padre. Y no es por haberme convertido en su esclava personal.
– Ehh, Sophie -dijo Benedict apaciblemente-. ¿Por qué, entonces?
– Por no amar igual a sus dos hijas -contestó Sophie, sin apartar los ojos de la cara de Araminta.
Posy se puso a hipar, llorando desconsolada.
– Hay un lugar especial en el infierno para las madres como usted -dijo Sophie, con voz peligrosamente grave.
– Han de saber -graznó el magistrado-, que tenemos urgente necesidad de desocupar esta celda para el próximo ocupante.
– Tiene razón -dijo Violet, poniéndose rápidamente delante de Sophie, no fuera a decidir empezar a dar de patadas a Araminta-. ¿Hay alguna pertenencia que desees ir a recoger? -preguntó a Posy.
Posy negó con la cabeza.
A Violet se le tornaron tristes los ojos, y le apretó suavemente la mano.
– Nosotros te haremos nuevos recuerdos, querida mía.
Araminta se puso de pie y, después de lanzar una horrible mirada de furia a Posy, se marchó pisando fuerte.
– Bueno -dijo Violet, plantándose las manos en las caderas-. Creí que no se iba a ir nunca.
– No muevas ni un solo músculo -susurró Benedict a Sophie, quitándole el brazo de la cintura. Después fue a ponerse al lado de su madre.
– ¿Te he dicho últimamente lo mucho que te quiero? -le susurró al oído.
– No, pero lo sé de todos modos -repuso ella, con una sonrisa satisfecha.
– ¿Te he dicho que eres la mejor de las madres?
– No, pero eso también lo sé.
– Estupendo -dijo él dándole un beso en la mejilla-. Gracias. Es un privilegio ser tu hijo.
Entonces su madre, que se había mantenido firme todo ese tiempo demostrando que era la menos sentimental y la más práctica e ingeniosa de todos ellos, se echó a llorar.
– ¿Qué le has dicho? -le preguntó Sophie a Benedict.
– No pasa nada -dijo Violet, sorbiendo por la nariz-. Es…-Estrechó en sus brazos a Benedict-. Yo también te quiero.
– Ésta es una familia maravillosa -comentó Posy a Sophie. Sophie giró la cabeza para mirarla.
– Lo sé -dijo.
Una hora después, Sophie estaba en la sala de estar de Benedict, sentada en el mismo sofá donde perdiera la inocencia sólo hacía unas semanas. Lady Bridgerton había manifestado sus dudas respecto a la prudencia (y decoro) de que ella fuera a la casa de Benedict sola, pero él la miró con tal expresión que se apresuró a dar marcha atrás y sólo puso la condición de que estuviera de vuelta en casa a las siete.
Eso les daba una hora para estar juntos.
– Lo siento -dijo en el instante en que su trasero tocaba el sofá.
Durante el trayecto a casa en coche, por algún inexplicable motivo, no habían hablado nada. Vinieron cogidos de las manos y Benedict le había besado los dedos, pero ninguno de los dos dijo nada. Para ella eso fue un alivio. No se sentía preparada para decir palabras. En la prisión le había resultado fácil hablar, con toda la conmoción y las muchas personas, pero en ese momento, a solas con él, no se le ocurrió nada, aparte del «Lo siento».
– No, yo lo siento -contestó él, sentándose a su lado y cogiéndole las manos.
– No, yo… -de pronto sonrió-. Esto es muy tonto.
– Te amo -dijo él.
Ella entreabrió los labios.
– Quiero casarme contigo.
Ella dejó de respirar.
– Y no me importan tus padres ni el pacto de mi madre con lady Penwood para hacerte respetable. -La miró con los ojos ardientes de amor-. Me habría casado contigo fuera como fuera.
Sophie pestañeó. Sentía calientes y grandes las lágrimas en los ojos, y tuvo la molesta sospecha de que estaba a punto de hacer el ridículo lloriqueando y mojándolo entero. Consiguió pronunciar su nombre, pero no supo qué más decir.
Benedict le apretó las manos.
– No podríamos haber vivido en Londres, lo sé, pero no tenemos ninguna necesidad de vivir en Londres. Siempre que pensaba en lo que verdaderamente necesitaba en mi vida, no lo que deseaba sino lo que necesitaba, lo único que aparecía en mi mente eras tú.
– Eh…
– No, déjame terminar -dijo él, con la voz sospechosamente ronca-. No debería haberte pedido que fueras mi querida. Eso no fue correcto de mi parte.
– Benedict, ¿qué otra cosa podrías haber hecho? -le dijo ella dulcemente-. Me creías una sirvienta. En un mundo perfecto podríamos habernos casado, pero éste no es un mundo perfecto. Los hombres como tú no se casan con…
– Bueno, no fue incorrecto pedírtelo, entonces -dijo él. Trató de sonreír, y la sonrisa le salió sesgada-. Habría sido un tonto si no te lo hubiera pedido. Te deseaba tanto, tanto, y creo que ya te amaba. Y…
– Benedict, no tienes por qué…
– ¿Explicártelo? Sí que tengo. No debería haber insistido después que rechazaste mi proposición. Fui injusto al pedírtelo, sobre todo cuando los dos sabíamos que yo tendría que casarme finalmente. Moriría antes que compartirte con otro. ¿Cómo podía pedirte que hicieras eso tú?
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