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Julia Quinn: Una mujer rebelde

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Julia Quinn Una mujer rebelde

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William Dunford, el soltero más escurridizo de Londres, recibe una noticia que lo dejará sin habla: ha heredado un título y la finca que lo acompaña, bienes que cambiarán su vida, pero no se imagina hasta qué punto. Porque resulta que Henry, el “administrador” de la propiedad, es en realidad Henrietta Barrett, una mujer bella y tenaz que jamás se ha adaptado a las normas de la sociedad. A pesar de la muerte de su tutor, la joven no desea cambiar en lo más mínimo su estilo de vida, por lo que está dispuesta a enviar al nuevo propietario de regreso a la ciudad lo antes posible. Sin embargo, el apuesto William tiene también su ambicioso proyecto: convertir a Henry en toda una dama, a pesar de que parece tener escasas posibilidades de lograrlo. Lo que comienza como un juego para el hombre que nunca cedió por completo ante ninguna mujer, hará tambalear sus creencias y sentimientos más profundos.

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¿Qué pensaría de ella? Sabría él que no le quería aquí y sospecharía cada palabra y acción. Él no era alguien a quien se podría manejar fácilmente.

Ese era su primer problema. Supuso que él sería estúpido. Los hombres de su clase generalmente lo eran según lo que había escuchado.

El segundo problema: Era demasiado joven. No iba a tener cualquier problema manteniéndose al día con ella mañana. No iba agotarle fácilmente en su estadía en Stannage Park.

El tercer problema, por supuesto, era que realmente era el hombre más atractivo que alguna vez había visto. Ella no conocía a muchos hombres eso era cierto, pero eso no disminuyó el hecho de que él le gustaba… Henry frunció el ceño. ¿Qué le hizo él a ella para sentir esa gran atracción?

Suspiró y negó con la cabeza. Ella no quería saber.

Su cuarto problema era obvio. A pesar de no querer admitirlo el nuevo Lord Stannage tenía razón sobre ese tema.

Apestaba.

Ni si quiera se molesto en encubrir un gemido, Henry regresó rápidamente a la casa y subió las escaleras para ir su cuarto y darse un baño.

* * * * *

Dunford siguió a la Sra. Simpson a la mejor habitación.

– Espero que encuentre esta habitación confortable, -decía-. Henry se ha esmerado en mantener la casa en las mejores condiciones y con todos los adelantos posibles.

– Ah, Henry, -él dijo enigmáticamente.

– Ella es nuestro Henry, si.

Dunford le sonrió, con otra de esas combinaciones devastadoras de sus labios y dientes que habían hecho sucumbir a las mujeres durante años.

– Simplemente ¿quién es Henry?

– ¿Usted no lo sabe?

Él se encogió de hombros y alzó sus cejas.

– Ella ha estado viviendo aquí muchos años, desde que sus padres murieron. Y ha dirigido la hacienda… déjeme recordar, al menos seis años, desde que Lady Stannage murió, Dios bendiga su corazón.

– ¿Dónde estaba Lord Stannage? -Dunford preguntó curiosamente. Mejor enterarse de todo lo más pronto como fuera posible. Él siempre había creído que nada podría armar a un hombre como una buena investigación.

– Llevando luto por Lady Stannage.

– ¿Seis años?

La Sra. Señora Simpson suspiró.

– Fueron muy devotos el uno para el otro.

– Déjeme asegurarme que entiendo bien la situación. Henry, er, la Srta. Barrett ha estado administrando Stannage Park ¿Durante seis años? Eso no podría ser posible. ¿Asumió el control de las riendas cuando tenía diez años de edad? ¿Cuántos años tiene?

– Veinte, milord.

– Veinte. Ciertamente no aparenta esa edad.

– Comprendo. ¿Y cuál es su relación con Lord Stannage?

– ¿Quién?, usted es el nuevo Lord Stannage ahora.

– El anterior Lord Stannage, digo, -contestó Dunford, cuidadoso de no mostrar su impaciencia.

– Una prima distante de su esposa. Ella no tenía otro lugar a donde ir, pobrecita.

– Ah. Que generosos fueron. Perfecto, muchas gracias por conducirme a mi recamara, Sra. Simpson. Pienso que dormiré una corta siesta y después me cambiaré de ropa para la cena. ¿Ustedes cenan temprano, como frecuentemente se hace en estas regiones?

– Es el campo, después de todo, -dijo ella con aprobación. Entonces recogió sus faldas y salió del cuarto.

Una pobre huérfana, pensó Dunford. Qué intrigante. Una pobre huérfana, que se vestía como un muchacho, apestaba, se exaltaba fácilmente, y tenía funcionando Stannage Park con las mejores comodidades, como cualquier casa de un noble londinense. Su tiempo en Cornualles ciertamente no sería aburrido.

Ahora, si sólo pudiese averiguar como se vería ella con un vestido.

* * * * *

Dos horas más tarde Dunford deseaba no habérselo preguntado. Las palabras no podrían describir como se veía la Srta. Henrietta Barrett con un vestido. Nunca antes había visto a una mujer que se viera tan mal -y había visto a muchas mujeres que no sabían elegir su vestuario.

Su traje de noche era un grotesco oscuro e irritante vestido color lavanda con muchos arcos y encajes. Además de su fealdad general, obviamente también era incómodo porque ella se deslizaba torpemente mientras estaba vestida así. Ya fuera eso o el vestido simplemente, no era su talla, lo cuál Dunford notó haciendo una inspección más cercana. El largo del vestido era muy corto para ella, el corpiño le apretaba un poco, y si él lo hubiera examinado mejor habría visto un pequeño desgarro del encaje en la manga derecha.

Caramba, la observó mejor, juraría que el vestido estaba roto.

Cuando la Srta. Henrietta Barrett caminó hacia él, sintió explícitamente la incomodidad y el miedo en su semblante.

Aparte del recelo en su rostro su cabello se veía más brillante y despedía un agradable olor a limones.

– Buenas noches, Su Señoría, -dijo ella cuando lo encontró en la sala, antes de pasar al comedor-. Confío que se estableció cómodamente en sus nuevas habitaciones.

Él se inclinó graciosamente ante ella.

– Perfectamente, señorita Barrett. Permítame alabarle nuevamente por el ejemplar manejo de la casa y la hacienda.

– Llámeme a Henry, -le dijo automáticamente.

– Todo el mundo hace, -él terminó por ella.

A pesar de sí misma, Henry sintió una risa brotando de su interior. Dios mío, ella nunca había pensado en perder la razón y el dominio de sí misma por un hombre hasta que le conoció a él. Eso sería un desastre.

– ¿Puedo escoltarla adentro para cenar? -Dunford inquirió atentamente, ofreciéndole a ella su brazo.

Henry colocó la mano en su codo y dejo que la condujese al comedor, decidiéndose que no le haría daño pasar una noche agradable en la compañía de ese hombre -Aunque ella misma tendría que recordarse más tarde que era su enemigo. Después de todo, quería tranquilizarlo, esos eran los motivos que la habían impulsado a ofrecerle su amistad y amabilidad. ¿Era correcto lo que hacía? El Sr. Dunford no tenía la apariencia de ser un tonto, y tenía la pequeña impresión de que si sospechase que ella quería deshacerse de él, se requeriría a la mitad del ejército de Su Majestad para echarle de Cornualles. No, el mejor plan del que disponía era simplemente hacerle llegar a la conclusión que la vida en Stannage Park no era un paseo, nada agradable.

Además, ningún hombre hasta ese momento le había ofrecido a ella su brazo. Los pantalones y el carácter de Henry les asustaba. Y a pesar de si misma él la hacía sentirse muy femenina, para poder resistir a ese gesto cordial.

– ¿Disfruta de estar aquí, Su Señoría? -Le preguntó una vez que estuvieron sentados.

– Mucho, Aunque sólo he estado algunas horas. -Dunford sumergió su cuchara en su consomé de carne y bebió un sorbo-. Delicioso.

– Mmm, sí. La señora Simpson es un tesoro. No sé lo que haríamos sin ella.

– Pensé que la Sra. Simpson era el ama de llaves.

Henry, sintiendo la oportunidad de llevar al cabo su plan, intentó poner en su cara una máscara de inocencia fervorosa.

– Oh, tiene esa función, pero a menudo cocina también. No tenemos mucho personal aquí, en caso que usted no se hubiera fijado. -Sonrió, estaba casi segura que él se había fijado-. Más de la mitad de los sirvientes que se presentaron frente a usted esta tarde en verdad trabajan fuera de la casa, en los establos y el huerto y en actividades semejantes.

– ¿Y eso a qué se debe?

– Supongo que debemos intentar contratar a algunos sirvientes más, pero pueden ser terriblemente caros, usted sabe.

– No, -dijo él suavemente-, no lo se.

– ¿No lo sabe? -preguntó Henry, mientras su cerebro funcionaba muy, muy de prisa-. Eso debe ser porque usted nunca ha tenido que manejar una hacienda y una casa como esta.

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