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Ola Hansson: Sensitiva Amorosa

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Novela motivo de escándalo en Suecia durante años, el malsano néctar de la planta Sensitiva amorosa impregna todas las páginas de este libro que toma su título de dicha especie vegetal imaginaria, y que con su desbordado lirismo, sus entonces audaces referencias sexuales, su elaborado e innovador lenguaje y su estética decadente provocó confusión e indignación entre sus contemporáneos. ¿Conduce la posesión física irremediablemente al desamor y al hastío? ¿Qué fuerzas inconscientes gobiernan nuestros impulsos eróticos y provocan su muerte? ¿Es que sólo en el silencio y la distancia puede florecer el amor? Los sucesivos episodios de esta atípica novela plantean con una extraordinaria penetración psicológica estas cuestiones que, si bien no escandalizan como hace un siglo, son aún capaces de causar un profundo impacto en el lector de hoy. Con Sensitiva amorosa, Hansson, al igual que su compatriota y coetáneo Strindberg, rompió con las convenciones sociales y artísticas, creando una única y personal prosa poética que hoy es considerada una de las cumbres de la literatura sueca.

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Verás, en el suelo sobreexplotado de la sociedad moderna crece una hierba extraña y singular llamada Sensitiva amorosa. Las nervaduras de sus hojas rebosan aceites mórbidos. Tiene un aroma empalagoso, y su color es desvaído, como la luz que entra a través de las cortinas en el cuarto de un enfermo, y rosáceo como el destello de un atardecer moribundo. Si buscas en tu propia vida y en la de tus amistades, encontrarás muchas variedades de esta planta. Y si yo fuera tú, recogería unas cuantas y las vendería en el mercado…».

II

Éramos tres viejos buenos amigos que durante largo tiempo habíamos tenido una relación muy cercana y nos habíamos visto a diario (de modo que nos conocíamos bien por dentro y por fuera), pero a los que la vida nos había conducido después por caminos distintos. Ahora nos habíamos encontrado de nuevo tras muchos años de separación, durante los cuales no habíamos sabido nada cada uno de los otros dos, al margen de rumores y de lo que, de pasada, habíamos oído en boca de amistades comunes con las que alguna vez nos habíamos topado en nuestra trayectoria vital.

Por azar, nuestros caminos se habían cruzado de nuevo -el destino tiene estos pequeños caprichos-, y el que vivía en el lugar del encuentro nos había invitado a cenar a los otros dos, de modo que de nuevo estábamos juntos como antaño. Poco a poco nos habíamos ido poniendo sentimentales, todos los recuerdos borrados de nuestra antigua amistad habían resurgido del olvido, y nuestra entera juventud de súbito aparecía ante nuestros ojos como un silencioso y latente espejismo, doblemente mágico al divisarse en la lejanía.

Habíamos tomado un carruaje: la ciudad quedaba ya a nuestras espaldas y recorríamos lentamente la orilla del mar. Era un día de primavera temprana, cerca del atardecer: la franja de mar brillaba bajo el sol de la tarde, la neblina se cernía sobre los campos, los árboles estaban reverdeciendo, y el silencio era tan profundo como sólo puede serlo en la soledad de la llanura; tan sólo las alondras cantaban en el cielo azul.

Los recuerdos emergían del pasado, uno detrás de otro: tan pronto alegres como melancólicos. Se transformaban en palabras y visiones, y juntos los revivíamos con la dulzura y la tranquilidad de la tarde de primavera que nos envolvía, como sólo ocurre en la memoria, una vez la vida ha soltado sus cadenas y nos ha dejado en libertad.

Un nombre me vino a los labios, no sé cómo ni por qué, un nombre de una persona que antaño los tres habíamos conocido bien, y comenzamos a hablar de su suerte.

Hacía un par de años que se había prometido con una joven que tenía todas las cualidades imaginables y el mundo entero a sus pies: y tras unos meses de compromiso, él lo rompió sin que nadie supiera la razón. La muchacha lo aceptó, y para consolarse de su desgracia pronto encontró a otro que -como todo el mundo comentó- supo apreciar mejor su suerte: un funcionario de provincias muy bien situado. Ninguno de nosotros la conocía a ella, y dando palos de ciego hacíamos conjeturas acerca de la conducta de él.

– Es inútil intentar adivinarlo -dijo el que se sentaba enfrente de mí-, nadie más que él mismo sabe qué fue lo que le empujó a comportarse de ese modo, y si él lo contara, seguramente nadie lo entendería, y quizá menos aún aquella que más derecho tendría a una explicación. Todavía recuerdo que, cuando recibí sus participaciones de compromiso, vaticiné para mis adentros que había un noventa y nueve por ciento de probabilidades de que acabaran separándose, a pesar de que yo no tenía la menor idea de cómo era ella ni de qué aspecto tenía. Simplemente sabía que personas como él o como nosotros no podemos atarnos de por vida. Para nosotros el matrimonio es un juego de azar, una apuesta alta con cartas bajas. Son ciertas menudencias las que gobiernan nuestras vidas y dan lugar a los puntos de inflexión: esos pequeños detalles impredecibles e inapreciables a primera vista, y que uno no descubre hasta que es demasiado tarde. Nuestro amigo encontró una mujer en cuyo entero ser externo e interno, él, de naturaleza sensible y delicada, reconoció sus necesidades y sueños secretos. Debió de ser como una nota aguda de violín que estremeció toda su alma y todos sus sentidos, lo más hondo de su ser. Pero olvidó que bajo esos inquietantemente débiles toques del arco se ocultan notas discordantes que acechan del modo más sigiloso. Y así un hermoso día oyó una falsa nota, y la disonancia se hizo mayor y más intensa, minuto a minuto, y por mucho que se tapara los oídos y se retorciese de angustia, ello no le sirvió de nada, hasta que finalmente la melodía se rompió por completo y se convirtió en una insoportable mezcolanza de sonidos estridentes y chirriantes; ante lo cual él no tuvo más remedio que huir. Pudo ser una palabra, una inflexión de la voz, una expresión del rostro o un movimiento del cuerpo; pudo ser cualquier cosa, algo externo a ella que cambió el modo en que él la veía: quizás pura y simplemente una asociación de ideas sin fundamento, o un repentino cambio en las emociones de él con el que ella nada tenía que ver y del cual él mismo no era responsable, al igual que cuando, por una cuestión puramente física y sin razón aparente, tenemos sensaciones imaginarias de olor y gusto que nos resultan desagradables. Pero esta impresión de repugnancia, que quizá en principio no tenía absolutamente nada que ver con ella, bastó para que él sintiera tanto rechazo como ante cualquier objeto inmundo, de modo que tuvo que liberarse de ella: y ello no deja de ser un misterio, para todos y para él mismo.

»Un joven conocido mío me contó un episodio de su propia vida similar a éste. Se había enamorado de una muchacha, y ella le correspondía. Se veían a diario, en relación libre e íntima, y se daban todas las condiciones para que llegaran a conocerse hasta donde es humanamente posible. Él la sentía más cercana cada día, y sentía asimismo cómo su propio ser se adentraba en el de ella más y más, y cómo parecía haber encontrado su sitio en el corazón de ella. Entonces una noche, en una reunión, otra persona, hacia la cual él desde el primer momento había albergado una especie de sentimiento hostil, de esos que no pueden nunca explicarse del todo pero que son sumamente intensos, cortejó a la joven. Y a él le pareció, con o sin razón, que a ella le complacían aquellas banales palabras. Ante esto sintió primero una suerte de lacerante herida en lo más profundo de su corazón, un insoportable golpe en sus emociones, y a continuación se le antojó que algo de esta persona repelente se había infiltrado en ella, fusionándose en cuerpo y alma. Algo de ese elemento desconocido de su rival, que chocaba con su propio carácter, se había comunicado a su amada, y así de pronto él sintió repulsión ante ella, ante su visión y su presencia, la misma y rotunda antipatía inexplicable e incontrolable que sentía hacia su rival.

»Era como si el cuerpo y el alma de ella se vieran envueltos y llenos de una nueva sustancia con la cual él no podía mezclarse sin apartarse con repulsión en un reflejo instintivo, como cuando los sentidos, las glándulas del gusto y del olfato, captan algo repugnante.

»Conozco también a una muchacha a la que ocurrió algo similar. Se había prometido con un joven, y ambos estaban tan ardientemente enamorados como es posible en esta vida: parecían estar hechos el uno a la medida del otro. Un día él la llevó a su casa para presentarle a sus progenitores. Y ocurrió entonces que a ella le sobrecogió un violento y repentino rechazo hacia el rostro del padre, y cuando luego lo vio al lado del hijo, le pareció percibir -quizá con fundamento, pero pudo también simplemente haber sido su imaginación- en esa cara hinchada y repulsiva algo en común con los rasgos faciales de su amado. Pronto no vio en ellos nada más que eso: todas los pequeños y peculiares matices que ella había ido descubriendo en su rostro y que le eran tan queridos porque sólo ella los conocía y, por lo tanto, le pertenecían a ella y a nadie más, todos ellos habían desaparecido, y no quedaba nada sino esa indefinida semejanza con el padre. No podía explicar en dónde radicaba esa semejanza o en qué consistía, pero la notaba. De hecho, sólo ella la veía, siempre que estaba junto a él, y no podía pensar en otra cosa: la idea la perseguía de día y de noche, le hacía sufrir y sentir asco, y siguió creciendo hasta convertirse en una obsesión informe que acabó ocupando toda su vida, todos sus sentidos y pensamientos, igual que esos soniquetes que una y otra vez se nos vienen a la cabeza en noches febriles, sin que podamos librarnos de ellos, pues se suben como un íncubo al pecho y nos hacen sudar y encogernos, nos lastiman tanto como si fueran un cuchillo hurgando en una herida a medio cerrar y nos zumban en el cerebro como una mosca en un espacio infinito y vacío de sonido.

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