—Sí —Clary le miró de soslayo—. ¿Cómo me has encontrado?
—Bueno, necesité unas cuantas horas. —Sonrió, un poco picarón—. Luego recordé que cuando discutíamos, en primero, tú subías a enfurruñarte a mi tejado y mi madre tenía que hacerte bajar.
—¿Y?
—Te conozco —dijo—. Cuando te disgustas, huyes a zonas elevadas.
Le tendió algo: su abrigo verde, pulcramente doblando. Ella lo tomó y se lo puso; la pobre prenda mostraba ya claras señales de uso. Incluso había un pequeño agujero en el codo lo bastante grande como para meter un dedo por él.
—Gracias, Simon.
Entrelazó las manos alrededor de las rodillas y contempló con fijeza la ciudad. El sol estaba bajo, y las torres habían empezado a resplandecer con un tenue rosa rojizo.
—¿Te ha enviado mi madre aquí arriba a buscarme?
Simon meneó la cabeza.
—Luke, en realidad. Y simplemente me ha pedido que te dijera que tal vez querías regresar antes del crepúsculo. Algo bastante importante va a ocurrir.
—¿El qué?
—Luke dio de plazo a la Clave hasta el crepúsculo para decidir si estaban de acuerdo en ceder escaños a los subterráneos en el Consejo. Todos los subterráneos van a venir a la Puerta Norte cuando se ponga el sol. Si la Clave acepta, entrarán en Alacante. Si no…
—Se los echará —finalizó Clary—. Y la Clave se rendirá a Valentine.
—Sí.
—Todos estarán de acuerdo —repuso ella—. Tienen que hacerlo. —Se abrazó las rodillas—. Jamás elegirían a Valentine. Nadie lo haría.
—Me alegro de ver que tu idealismo no ha sufrido daños —dijo Simon, y aunque su voz sonó frívola, Clary oyó otra voz a través de ella: la de Jace diciéndole que él no era un idealista; se estremeció a pesar del abrigo.
—Simon —dijo—, tengo una pregunta estúpida.
—¿Cuál?
—¿Has dormido con Isabelle?
Simon emitió un sonido estrangulado. Clary se volvió lentamente para mirarle.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Eso creo —dijo él, recuperando el aplomo con aparente esfuerzo—. ¿Hablas en serio?
—Bueno, has estado fuera toda la noche.
Simon permaneció en silencio un largo rato. Por fin dijo:
—No estoy seguro de que sea asunto tuyo, pero no.
—Bueno —repuso ella, tras una juiciosa pausa—. Imagino que no te habrías aprovechado de ella cuando está tan desconsolada y todo eso.
Simon lanzó un bufido.
—Si alguna vez conoces a un hombre que haya podido aprovecharse de Isabelle, dímelo. Me gustaría estrecharle la mano. O salir huyendo de él a toda velocidad, no estoy seguro.
—De modo que no estás saliendo con Isabelle.
—Clary —dijo Simon—, ¿por qué me preguntas sobre Isabelle? ¿No prefieres hablar de tu madre? ¿O de Jace? Izzy me ha contado que se ha marchado. Sé cómo te debes de sentir.,
—No —dijo Clary—. No, no creo que lo sepas.
—No eres la única persona que se ha sentido abandonada alguna vez. —Había un tinte de impaciencia en la voz de Simon—. Imagino que simplemente pensaba… Quiero decir, jamás te había visto tan enojada. Y contra tu madre. Pensaba que la echabas de menos.
—¡Desde luego que la echaba de menos! —respondió ella, comprendiendo mientras lo decía lo que debía de haber parecido la escena de la cocina, y en especial a su madre; apartó la idea de su mente—. Es sólo que había estado tan concentrada en rescatarla… salvándola de Valentine, buscando un modo de curarla… que jamás me detuve siquiera a pensar en lo enfadada que estaba porque me había mentido todos estos años, porque me haya ocultado la verdad. Nunca me ha dejado saber quién era yo en realidad.
—Pero eso no es lo que dijiste cuando entró en la habitación —explicó Simon en voz queda—. Dijiste: «¿Por qué no me contaste nunca que tenía un hermano?»
—Lo sé. —Clary arrancó una brizna de hierba en la tierra, retorciéndola entre sus dedos—. Supongo que no puedo evitar pensar que si hubiese sabido la verdad, no habría conocido a Jace del modo en que lo hice. No me habría enamorado de él.
Simon permaneció en silencio un momento.
—No creo haberte oído decir eso antes.
—¿Qué le amo? —Clary rió, pero sonó deprimente incluso a sus oídos—. Parece inútil fingir que no a estas alturas. A lo mejor no importa. Probablemente no volveré a verle jamás, de todos modos.
—Regresará.
—Quizá.
—Regresará —repitió Simon—. Por ti.
—No lo sé.
Clary negó con la cabeza. La temperatura descendía a medida que el sol se hundía para tocar la línea del horizonte. Entornó los ojos, inclinándose al frente y mirándolo con fijeza.
—Simon. Mira.
Él siguió su mirada. Más allá de las salvaguardas, en la Puerta Norte de la ciudad, cientos de figuras oscuras se congregaban, algunas apelotonadas, otras manteniéndose aparte: los subterráneos a los que Luke había convocado en auxilio de la ciudad aguardaban pacientemente la noticia de que la Clave los dejaba entrar. Un escalofrío chisporroteó por la columna vertebral de Clary. No se hallaba tan sólo en la cresta de aquella colina, contemplando en una inclinada pendiente la ciudad a sus pies, sino en el filo de una crisis, un acontecimiento que cambiaría el funcionamiento de todo el mundo de los cazadores de sombras.
—Están aquí —dijo Simon, medio para sí—. Me pregunto si eso significa que la Clave se ha decidido.
—Eso espero. —La brizna de hierba con la que Clary había estado jugueteando era una destrozada masa verde; la arrojó a un lado y arrancó otra—. No sé qué haré si deciden rendirse a Valentine. A lo mejor puedo crear un Portal que nos lleve a todos lejos a algún lugar donde él no nos encuentre nunca. Una isla desierta o algo así.
—Vale, ahora soy yo quien tiene una pregunta estúpida —dijo Simon—. Puedes crear runas nuevas, ¿verdad? ¿Por qué no puedes crear una que destruya a todos los demonios del mundo? ¿O que mate a Valentine?
—No funciona así —respondió ella—. Sólo puedo crear runas que soy capaz de visualizar. La imagen tiene que aparecer en mi cabeza, como un cuadro. Cuando intento visualizar «mata a Valentine» o «gobierna el mundo» o algo así, no obtengo ninguna imagen. Sólo veo blanco.
—Pero, ¿de dónde crees que provienen las imágenes de las runas?
—No lo sé —dijo Clary—. Todas las runas de los cazadores de sombras proceden del Libro Gris. Es por eso que sólo se pueden colocar sobre nefilim; es su finalidad. Pero existen otras runas más antiguas. Magnus me lo contó. Como la Marca de Caín. Era una marca de protección, pero no procede del Libro Gris. Así que cuando pienso en estas runas, como la runa para no tener miedo, no sé si es algo que estoy viendo, o algo que recuerdo; runas más antiguas que los cazadores de sombras. Runas tan antiguas como los ángeles mismos.
Pensó en la runa que Ithuriel le había mostrado, la que era tan sencilla como un nudo. ¿Había surgido de su mente o de la del ángel? ¿O era algo que siempre había existido, como el mar o el cielo? Ese pensamiento la hizo tiritar.
—¿Tienes frío? —preguntó Simon.
—Sí… ¿tú no?
—Yo ya no siento frío.
La rodeó con los brazos, frotándole la espalda con la mano en lentos círculos. Lanzó una risita pesarosa.
—Imagino que esto probablemente no sirve de mucho; como no poseo calor corporal ni todo eso…
—No —dijo Clary—. Quiero decir… sí, claro que sirve. Quédate así.
Le dirigió una ojeada. Tenía la vista fija en la Puerta Norte, alrededor de la cual las figuras de los subterráneos todavía se amontonaban, casi inmóviles. La luz roja de las torres de los demonios se reflejaba en sus ojos; parecía alguien en una fotografía tomada con un flash. Pudo ver las tenues venas azules extendiéndose como una telaraña justo por debajo de la superficie de la piel allí donde era más fina: en las sienes, en la base de la clavícula. Ella conocía lo suficiente sobre los vampiros para saber que significaba que había transcurrido un cierto tiempo desde la última vez que se había alimentado.
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