Simon se tensó de nuevo, todo él, e Isabelle lo notó. Ella lo cogió por los hombros. En la oscuridad, ella brillaba.
—Hazlo —le susurró. Él le notaba como el corazón le golpeaba dentro del pecho—. Quiero que lo hagas.
Él cerró los ojos, apoyó la frente en la de ella y trató de calmarse. Los colmillos le habían vuelto a salir, apretándole el labio inferior, dolorosamente.
—No.
Las piernas largas y perfectas de Isabelle lo rodeaban, y tenía los pies enganchados por los tobillos, sujetándolo contra ella.
—Quiero que lo hagas. —Los pechos se le aplastaron contra él cuando ella se arqueó alzando el cuello hacia él. El olor de su sangre estaba por todas partes, rodeándolo, y llenaba la habitación.
—¿No tienes miedo? —susurró él.
—Sí. Pero aun así quiero que lo hagas.
—Isabelle… No puedo…
La mordió.
Sus colmillos, afilados como agujas, se hundieron en la vena del cuello de Isabelle como un cuchillo que cortara la piel de una manzana. La sangre estalló en su boca. Nunca había experimentado nada igual. Con Jace, Simon apenas había estado vivo; con Maureen, la culpabilidad lo había destrozado incluso mientras bebía de ella. Lo cierto era que nunca había tenido la sensación de que la persona a la que mordía disfrutara con ello.
Pero Isabelle ahogó un grito, abrió los ojos de golpe y su cuerpo se apretó contra el de él. Ronroneó como un gato; le acarició el cabello, la espalda, con cortos movimientos de las manos que le decían: «No pares, no pares». El calor manaba de ella, entraba en él, iluminando su cuerpo; Simon nunca había sentido, ni imaginado, nada igual. Notaba el fuerte y constante palpitar del corazón de Isabelle, latiéndole desde las venas de ella, y en ese momento fue como si estuviera vivo de nuevo, y el corazón se le contrajo de pura euforia…
Se apartó. No estaba seguro de cómo, pero se apartó y se tumbó de espaldas. Clavó los dedos con fuerza en el colchón. Aún se estremecía mientras los colmillos se le escondían. La habitación relucía a su alrededor, de la manera que lo hacía todo durante unos momentos después de beber sangre humana viva.
—Izzy… —susurró. Le daba miedo mirarla, temiendo que ahora que ya no le estaba clavando los colmillos en el cuello, ella lo mirara con repulsión y horror.
—¿Qué?
—No me has hecho parar —repuso él. Era mitad acusación, y mitad esperanza.
—No quería hacerlo.
Simon la miró. Ella estaba boca arriba; el pecho le bajaba y subía acelerado, como si hubiera estado corriendo. Tenía dos marcas de pinchazos en el costado del cuello, y dos hilillos de sangre el caían por el cuello hasta la clavícula. Obedeciendo un instinto que parecía surgir de lo más profundo de su ser, Simon se inclinó hacia ella y le lamió la sangre del cuello; notaba el sabor a sal, a Isabelle. Ella se estremeció, y agitó los dedos en su cabello.
—Simon…
Él se echó hacia atrás. Ella lo miraba con sus grandes ojos oscuros, muy seria, con las mejillas arreboladas.
—Yo…
—¿Qué? —En un momento de locura, Simon pensó que le iba a decir: «Te quiero», pero, en vez de eso, Isabelle meneó la cabeza, bostezó y le enganchó los dedos en una de las trabillas de los vaqueros. Ella le acarició la piel desnuda de la muñeca.
En algún sitio, Simon había oído que bostezar era señal de pérdida de sangre. Sintió pánico.
—¿Estás bien? ¿He bebido demasiado? ¿Te notas cansada? ¿Estás…?
Ella se apretó contra él.
—Estoy bien. Has parado. Y soy una cazadora de sombras. Producimos sangre a un ritmo tres veces mayor que una persona normal.
—¿Te ha…? —Casi ni se atrevía a preguntarlo—. ¿Te ha gustado?
—Sí. —Su voz era ahogada—. Me ha gustado.
—¿De verdad?
Ella soltó una risita.
—¿No lo has notado?
—He pensado que igual estabas fingiendo.
Ella se alzó sobre un hombro y lo miró desde arriba con sus brillantes ojos oscuros; ¿cómo podían unos ojos ser brillantes y oscuros al mismo tiempo?
—Yo no finjo, Simon —afirmó ella—. Y no miento, y no hago ver.
—Eres una rompecorazones, Isabelle Lightwood —dijo él, con tanta normalidad como pudo con su sangre aún corriéndole por las venas como fuego—. Una vez, Jace le dijo a Clary que me pisotearías con los tacones de tus zapatos de aguja.
—Eso fue entonces. Ahora eres diferente. —Isabelle lo miró fijamente—. No me tienes miedo.
Él le acarició el rostro.
—Y tú no tienes miedo a nada.
—No lo sé. —El cabello le cayó hacia delante—. Quizá tú me rompas el corazón. —Antes de que él llegara a decir nada, ella lo besó, y él se preguntó si ella notaría el sabor de su propia sangre—. Ahora, calla. Quiero dormir —le ordenó ella; se acurrucó contra él y cerró los ojos.
Esa vez, de alguna manera, cupieron donde antes no habían cabido. Nada era torpe, nada se le clavaba, nada le molestaba en la pierna. No era una sensación de infancia, de sol y de suavidad. Era extraño, intenso, excitante, poderoso y… diferente. Simon se quedó despierto, con los ojos clavados en el techo, mientras acariciaba el sedoso cabello negro de Isabelle. Se sentía como si lo hubiera atrapado un tornado y lo hubiera depositado en algún lugar muy lejano, donde todo resultaba desconocido. Al final, volvió la cabeza y besó a Izzy, con mucha suavidad, en la frente; ella se removió y murmuró, pero no abrió los ojos.
Cuando Clary se despertó por la mañana, Jace seguía durmiendo, hecho un ovillo, con el brazo estirado lo justo para tocarle el hombro. Ella lo besó en la mejilla y se levantó. Estaba a punto de entrar en el cuarto de baño para ducharse cuando le pudo la curiosidad. Fue en silencio hasta la puerta del dormitorio, la entreabrió y miró afuera.
La sangre del pasillo había desaparecido; el enlucido estaba intacto. Estaba tan limpio que se preguntó si todo habría sido un sueño: la sangre, la conversación en la cocina con Sebastian, todo aquello. Dio un paso saliendo al corredor; puso la mano en la pared, donde había estado la huella de la mano ensangrentada…
—Buenos días.
Se volvió en redondo. Era su hermano. Había salido de su dormitorio sin hacer ningún ruido y estaba en mitad del pasillo, mirándola con una sonrisa de medio lado. Parecía recién duchado; húmedo, su cabello claro era del color de la plata, casi metálico.
—¿Estás pensando en ir vestida con eso todo el rato? —le preguntó, mirando el camisón.
—No, sólo estaba… —No quería decirle que había salido a comprobar si aún había sangre en el pasillo. Él se la quedó mirando, divertido y superior. Clary retrocedió—. Voy a vestirme.
Él dijo algo a su espalda, pero ella no se detuvo para escucharlo, corrió a la habitación de Jace y cerró la puerta. Al cabo de un instante, oyó voces en el pasillo: Sebastian de nuevo, y una chica, hablando en un italiano musical. La chica de la noche anterior, pensó Clary. La que él había dicho que estaba durmiendo en su cuarto. Sólo en ese momento se dio cuenta de que había estado casi segura de que Sebastian le había mentido.
Pero le había dicho la verdad.
«Te estoy dando una oportunidad —le había dicho él—. ¿No puedes darme tú una oportunidad?
¿Podía? Era Sebastian. Le dio vueltas febrilmente mientras se duchaba y se vestía con cuidado. La ropa del armario, que había sido elegida para Jocelyn, se apartaba tanto de su estilo habitual que le costó elegir qué ponerse. Encontró unos vaqueros que, por el precio de la etiqueta, debían de ser de diseño, y una camisa de seda estampada con puntos y un lazo en el cuello, que tenía un aspecto vintage que le gustó. Se puso encima su propia chaqueta de terciopelo y volvió a la habitación de Jace, pero él ya no estaba, aunque no le resultó difícil encontrarlo. El ruido de platos, el sonido de risas y el olor de comida flotaban desde el piso de abajo.
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