—Muy bien. ¿Por qué no? Ha sido una decisión inteligente. Allá todo es una catástrofe; demasiada gente; demasiados trabajos rutinarios; casi imposible partir hacia algún planeta y, sí lo logras, es para hacer un trabajo manual. Ya no hay oportunidades para un hombre, a menos que elija vivir en los asteroides. Todavía no tengo los años suficientes como para quedarme quieto, como usted. Para un hombre joven, ésta es una vida libre y estimulante. Siempre existe la posibilidad de convertirse en jefe.
—Los que ahora son jefes no gustan de los tipos jóvenes con ideas acerca del mando en sus cabezas. Antón, por ejemplo; ya lo he visto y le conozco.
—Tal vez, pero hasta el momento no ha quebrantado su palabra —respondió Lucky—. Me ha dicho que si vencía a ese Dingo, tendría oportunidad para unirme a los hombres de los asteroides. Y parece que estoy a punto de obtener mi oportunidad.
—Pues parece que usted está aquí y eso es todo. ¿Qué ocurrirá si él vuelve con la prueba, o lo que él denomine prueba, de que usted es un espía del gobierno?
—No la tendrá.
—Pero supongamos que sí, sólo para desembarazarse de usted.
El rostro de Lucky se ensombreció y una vez más Hansen le observó con aire curioso, frunciendo el entrecejo.
Lucky repitió:
—No la tendrá. Él puede utilizar a un hombre que sea de los buenos y lo sabe. Además, ¿por qué me está predicando? Usted está fuera del asunto, pero juega al balón con ellos.
Hansen bajó los ojos.
—Es verdad. No debería inmiscuirme en sus cosas. Es que, al haber estado solo tanto tiempo, hablo en exceso cuando viene alguna persona, nada más que para oír el sonido de las voces. Vaya, ya estamos sobre la hora de la cena. Me será grato comer con usted, en silencio, si lo prefiere. O tal vez podamos hablar de cualquier otro tema de su elección.
—Pues… gracias, señor Hansen. No estoy molesto, se lo aseguro.
—Estupendo.
Lucky siguió a Hansen; transpusieron una puerta y se hallaron en una pequeña despensa con anaqueles careados de comida enlatada y concentrados de toda especie. Ninguna de las marcas era familiar para Lucky. En cambio, el contenido de cada bote estaba indicado con letras de brillantes colores, impresas en relieve sobre el metal.
Hansen explicó:
—He tenido, en otro tiempo, la costumbre de conservar carne fresca en un cuarto especial refrigerado. En un asteroide, como usted sabrá, siempre es posible obtener la temperatura adecuada. Pero desde hace un par de años sólo puedo comprar este tipo de alimentos.
Escogió media docena de botes de los anaqueles, más un envase de leche concentrada.
Luego pidió a Lucky que cogiera de un anaquel inferior una garrafa sellada de cuatro litros de agua.
El ermitaño acomodó la mesa de prisa. Los botes eran de los del tipo de auto-calentamiento y en su interior venían provistos de los cubiertos adecuados.
Con aire divertido, Hansen observó:
—Tengo un valle entero colmado hasta los topes con los botes que tiro: una acumulación de veinte años.
La comida era, por cierto, excelente, pero su sabor tenía un dejo extraño. Se trataba de alimentos a base de levadura, es decir, del tipo que sólo el Imperio Terrestre estaba en condiciones de producir. En ningún otro punto de la Galaxia, la presión del número de habitantes era tan grande y, por consiguiente, las bocas a alimentar tantas, como para que se hubiera desarrollado la cultura alimenticia de la levadura. En Venus, donde se obtenía la mayor parte de los productos de levadura, era posible manufacturar una variedad casi ilimitada de imitaciones de comida: bistecs, nueces, mantequilla, golosinas. Y todo era tan nutritivo como cualquiera de esas cosas en su estado originario, natural. Sin embargo, el paladar de Lucky advertía que el sabor no era del todo venusiano. Todo tenía un especial e indefinible gustillo.
—Excúseme por ser tan curioso —interrogó—, pero todo esto cuesta dinero, ¿no es verdad?
—Oh, sí, y yo tengo algo. Tengo cuentas en la Tierra y tienen fondos. Mis letras siempre han sido pagadas, o al menos lo fueron hasta hace menos de dos años.
—¿Y qué sucedió entonces?
—Las naves de abastecimiento no han llegado hasta aquí en este último tiempo. Demasiado riesgo: los piratas. Ha sido un golpe duro. Pero yo tengo una buena provisión de la mayoría de los alimentos. No sé cómo se las compondrán los otros.
—¿Los otros?
—Los otros ermitaños. Somos varios cientos en total. Y no todos han tenido mi misma suerte. Muy pocos son los que han logrado que su espacio vital sea tan cómodo como éste, pero, con todo, tienen lo esencial. Por lo común, son individuos mayores, como yo: sus mujeres han muerto, los hijos han crecido, el mundo se ha tornado distinto y extraño, y entonces se alejan, buscan la soledad. Si han hecho algunos ahorros, en principio pueden adquirir un asteroide pequeño. El gobierno no interfiere; si el asteroide tiene menos de ocho kilómetros de diámetro, es suyo. Luego, si alguno lo desea, puede comprar un receptor sub-etérico y estar en contacto con el universo. O, de lo contrario, puede comprar libros en microfilmes, o conseguir reseñas de noticias que llegan en las naves de abastecimiento una vez al año. La otra alternativa es comer, dormir, descansar y aguardar la hora de la muerte, si uno lo prefiere. A veces querría saber algo más de todos ellos.
—¿Y por qué no los trata?
—Muchas veces he sentido ese impulso, pero ninguno de ellos es persona de trato fácil. Y, después de todo, han venido aquí para estar solos, y yo mismo he venido a eso.
—Pero… ¿y qué ha hecho usted cuando las naves de abastecimiento dejaron de traer alimentos?
—En un primer momento, nada. Supuse que, sin duda, el gobierno se encargaría de aclarar la situación, y además yo había almacenado provisiones suficientes para meses. En realidad, con un cierto racionamiento, podría haber aguantado todo un año, tal vez. Pero luego ha venido la nave pirata.
—¿Y usted entró en tratos con ellos?
El ermitaño se encogió de hombros. Sus cejas se juntaron en un gesto de preocupación y la comida finalizó en silencio.
Al levantarse de la mesa, Hansen reunió los botes y los cubiertos y los situó dentro de un recipiente adosado a la pared que daba a la despensa. Lucky oyó un sonido apagado de metal que choca contra otro metal; pronto se restableció el silencio.
Hansen explicó:
—El campo de seudo-gravedad no llega al tubo de residuos; una bocanada de aire y caen al valle del que le he hablado antes, aunque está a más de un kilómetro y medio de distancia.
—Supongo —dijo Lucky— que si la bocanada de aire fuese apenas más fuerte, usted se desembarazaría de todos los botes y los cubiertos.
—Sí, claro. Creo que la mayoría de los ermitaños lo hacen. Tal vez todos lo hagan. Sin embargo, es una idea que no me agrada. Sería malgastar el aire y también el metal. Quizá algún día podamos utilizar esos botes. ¿Quién puede saberlo? Además, aunque muchos de esos objetos se diseminarían en el espacio, estoy seguro de que otros girarían en torno a este asteroide como lunas pequeñas y es poco edificante pensar que estás acompañado en tu órbita por tus propios desperdicios. ¿Tabaco? ¿No? ¿Le molestará si fumo?
Encendió un cigarro y con la mirada tranquila prosiguió.
—Los hombres de los asteroides no pueden abastecerme de tabaco con regularidad, de modo que éste se ha convertido en un placer raro para mí.
Lucky preguntó:
—¿Ellos le abastecen de todas las demás provisiones?
—Sí, así es. Agua, recambios para las máquinas, unidades de energía. Es un arreglo mutuo.
—¿Y usted qué hace por ellos?
El ermitaño observó largamente la punta encendida de su cigarro.
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