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Isaac Asimov: Los piratas de los asteroides

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Isaac Asimov Los piratas de los asteroides

Los piratas de los asteroides: краткое содержание, описание и аннотация

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El sistema solar ha sido colonizado por la Tierra, unificada bajo el gobierno del Consejo de Ciencias. En el ejambre de asteroides que orbitan entre Marte y Júpiter, como antaño en los archipiélagos del Caribe, se ocultan los feroces corsarios del espacio, que han sustituido el velero por la astronave y el trabuco por el rayo desintegrador. Pero tras sus correrías y pillajes se esconde una amenaza mucho mayor, un terrible misterio que Lucky Starr, joven agente especial del Consejo de Ciencias, deberá desentrañar.

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—Mi visor tiene una fisura —dijo Lucky— Los hombres sabrán quién es el tonto. Te doy medio minuto para que te decidas o no, a aceptar el pacto.

Los segundos transcurrieron en silencio.

Lucky advirtió el movimiento de la mano de Dingo y dijo:

—Adiós, Dingo.

El pirata, aterrado, gritó:

—¡Aguarda! ¡Aguarda! Estoy ampliando mi onda de emisión —luego llamó—, capitán Antón…, capitán Antón…

El regreso a las naves espaciales les llevó una hora y media.

El Atlas se movía otra vez por el espacio, dentro de la estela de la nave pirata. Sus circuitos automáticos habían sido cambiados por controles manuales y tres de los piratas integraban ahora su tripulación y controlaban el vuelo. Y, como antes, en la lista de pasajeros había un solo nombre: Lucky Starr.

El joven estaba confinado en una cabina y podía ver a sus guardianes únicamente cuando ellos le llevaban sus raciones. Las raciones del Atlas, pensaba Lucky, o lo que de ellas quedara. La mayor parte de la comida y del equipo no necesario para la maniobra inmediata de la nave había sido transportada al navío pirata.

Los tres piratas, juntos, le llevaron su primera comida. Eran hombres secos, bronceados por el implacable sol del espacio.

En silencio le entregaron la bandeja, inspeccionaron la cabina con gran precaución y permanecieron allí, de pie, mientras el prisionero abría las latas y aguardaba a que el contenido se entibiara; luego se llevarían las sobras.

Lucky les dijo:

—Siéntense, caballeros. No tienen que permanecer de pie mientras yo como.

No respondieron. Uno de ellos, el más flaco y descarnado de los tres, con una nariz que en alguna pelea había resultado rota y ahora estaba desviada hacia un lado, y una nuez que se proyectaba, aguda, hacia afuera, miró a sus compañeros, como si se sintiera movido a aceptar la invitación. Pero no halló ningún eco entre sus compañeros.

La comida siguiente vino de la mano de Nariz Rota, solo. El hombre dejó la bandeja, volvió hasta la puerta y la abrió. Luego de mirar a uno y otro lado en el corredor, cerró la puerta nuevamente y dijo:

—Me llamo Martín Maniu.

Lucky sonrió:

—Y yo Bill Williams. Los otros dos no quieren hablar conmigo, ¿eh?

—Son amigos de Dingo. Pero yo no lo soy. Tal vez seas un hombre del gobierno, como piensa el capitán, tal vez no lo seas. No sé. Pero, para mí personalmente, quien le haga a esa basura de Dingo lo que tú le has hecho, es buena persona. Ese Dingo es astuto y pega fuerte. Me venció una vez, en un duelo con pistolas impelentes, hace tiempo, cuando yo era nuevo; casi me incrustó en un asteroide. Y sin motivo. Después aseguró que había sido un error, pero mira, él no es de los que cometen errores con una pistola de ésas. Te has hecho muchos amigos, sí señor, al traer a rastras a esa hiena.

—Me alegro mucho.

—Pero cuídate de él. No lo olvidará jamás. No te quedes solo con él en los próximos veinte años. Te lo advierto. No es cuestión de vencerlo. En este caso está el engaño ése de cortar el metal con el bióxido de carbono. No hay quien no se ría de él y se ha puesto malo con el chiste. Y te aseguro que está muy furioso; es lo mejor que le ha ocurrido hasta ahora. Hombre, espero que el jefe te acepte y es casi seguro que lo hará.

—¿El jefe? ¿El capitán Antón?

—No, el jefe, el tipo importante. Eh, tú, la comida que tenías a bordo es muy buena. Especialmente la carne —el pirata hizo chasquear los labios con fuerza—. Te puedes enfermar comiendo estas papillas de levadura, sobre todo si estás solo y a cargo de la nave.

Lucky limpiaba los restos de su comida.

—¿Quién es ese tipo?

—¿Quién?

—El jefe.

Maniu se encogió de hombros.

—¡Espacio! No lo sé. No pensarás que un tipo como yo se lo va a cruzar a cada instante; alguno de los compañeros ha hablado de él. Y además tiene que haber algún jefe.

—Es complicada la organización.

—Hombre, hasta que te metes dentro, no lo sabes. Oye, yo estaba casi muerto cuando llegué aquí. Ya no sabía qué hacer. Y pensé: bueno, asaltaremos unas cuantas naves y luego cogeré lo mío y me marcharé. Cualquier cosa era mejor que morirse de hambre, como yo me moría.

—¿Y no ha sido así?

—No. Jamás he estado en una expedición de ataque. Pocas veces interviene uno de nosotros. Van unos pocos, como Dingo; él sale todo el tiempo y le gusta a esa basura. La mayoría de las veces, cuando vamos, nos dan algunas mujeres. —El pirata sonrió—. Hasta he tenido mujer y un hijo. Ahora te costaría creerlo, ¿no? Pues sí, teníamos un proyecto propio: nuestra nave espacial. Muy de vez en vez tengo que cumplir alguna misión en el espacio, como ahora, por ejemplo. Es una vida tranquila, y tú podrías llevarla si te unes a nosotros. Un chico guapo como tú puede conseguir mujer en un segundo y asentarse. Y también hallarás mucha acción, si es eso lo que buscas. ¡Sí, señor! Bill, espero que el jefe te acepte.

Lucky le acompañó hasta la puerta.

—Y ahora, ¿adonde vamos?, ¿a una de las bases?

—A alguna de las rocas, creo. La que esté más cerca. Te quedarás allí hasta que llegue la orden. Es lo que se hace siempre. —Al cerrar la puerta, agregó—: No le digas a los muchachos, ni a nadie, que he estado hablando contigo, ¿eh, chico?

—No tengas cuidado.

Con suavidad, lentamente, una vez solo, Lucky acomodó su puño en la palma de su mano. ¡El jefe! ¿Eran simples habladurías? ¿Chismorreos? ¿O tenían algún significado? ¿Y qué quería decir el resto de la conversación? Debía aguardar. ¡Galaxia! Si Conway y Henree tuvieran el sentido común suficiente como para no interferir por un tiempo.

Lucky no tuvo oportunidad de ver la «roca» cuando el Atlas se aproximó, hasta que, precedido por Martín Maniu y seguido por un segundo pirata, emergió de la cámara de aire y se halló en el espacio, con un asteroide a menos de cien metros de sus pies.

Era un asteroide típico; Lucky estimó que su largo mayor no llegaría a cuatro kilómetros. Era anguloso y escarpado, como si se tratara del pico de una montaña que un gigante hubiese arrancado para arrojar al espacio. El lado que recibía luz del sol se veía grisáceo y castaño, y era evidente que rotaba; las sombras, cambiantes, se deslizaban sin cesar.

Al abandonar la cámara de aire saltó hacia abajo, hacia la superficie rocosa, flexionando sus piernas. La roca flotó lentamente, elevándose hacia él. Cuando sus manos tocaron el suelo, la inercia lo forzó a dejar caer su cuerpo, en un lentísimo movimiento, hasta que logró cogerse de una piedra y pudo ponerse de pie.

Se irguió; la roca casi ofrecía la ilusión de una superficie planetaria. Sin embargo, por detrás de los picos más cercanos, nada había que no fuese el mismo espacio. Las estrellas, visiblemente móviles mientras la roca tiraba, se veían como definidos brillos intensos. La nave espacial, que había sido puesta en órbita en torno a la roca, permanecía inmóvil arriba.

Un pirata señaló el camino hacia una elevación rocosa que en nada se diferenciaba de las otras; el individuo recorrió los quince metros de distancia en dos largos pasos. Mientras aguardaban, una sección de la piedra se deslizó hacia un costado y de la abertura surgió una figura vestida con traje espacial.

—Muy bien, Herm —dijo uno de los piratas, con voz áspera—, aquí está. Lo dejamos a tu cuidado ahora.

La voz que sonó a continuación en el receptor de Lucky era suave y fatigada:

—¿Cuánto tiempo permanecerá conmigo, caballeros?

Hasta que regresemos a buscarle. Y no hagas preguntas.

Los piratas se volvieron y saltaron hacia arriba. La gravedad de la roca no podía detenerlos; flotaron suavemente y luego de unos minutos, Lucky vio un diminuto reflejo de cristales, cuando uno de los hombres corrigió su dirección mediante una pequeña pistola impelente, usada en forma rutinaria con esos fines y que integraba el equipamiento básico de cualquier traje. Su depósito de gas estaba en unos cartuchos diminutos, llenos de bióxido de carbono.

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