Lucky fue el primero en el tubo para subir. Pero esta vez, apenas tocó el piso, de un brinco felino se hizo a un lado.
Transcurrieron varios segundos antes de que Antón emergiese del tubo.
—¿Nervioso? —inquirió.
Lucky se sonrojó.
Uno tras otro, aparecieron los piratas. Antón no aguardó a todos ellos, sino que se encaminó por el corredor.
—Mira —dijo—, tal vez creas que hemos recorrido toda la nave. Casi todos lo asegurarían. Hasta tú mismo, ¿no dirías que la hemos recorrido por completo?
—No —respondió Lucky con voz calmosa—, no lo diría. No hemos ido al lavabo.
Antón frunció el ceño y por varios segundos el gesto afable se borró de su rostro; una ira ciega y violenta relampagueó en sus facciones.
Luego todo se desvaneció. Se acomodó el cabello que le caía sobre la frente, observando con interés el dorso de su mano izquierda.
—Bien, veremos qué hay allí.
Muchos de los piratas silbaron y los restantes emitieron exclamaciones del más diverso calibre cuando la puerta se abrió.
—Muy bonito —murmuró Antón—. Muy bonito. Lujurioso, se podría decir.
¡Y lo era! Sin duda alguna. Había duchas separadas, tres en total, con grifos para agua jabonosa -templada- y agua pura -caliente o fría-. Había también media docena de lavabos de cromo-marfil, provistos de jabón líquido, secadores de cabello, masajeadores vibratorios. Nada de lo necesario se había olvidado.
—¡Vaya! Nada de esto es falso —observó Antón—. Es como un programa de la cadena sub-etérica, ¿eh, Williams? ¿Qué opinas tú de esto?
—Estoy confundido.
La sonrisa de Antón se desvaneció como la estela de una nave espacial lanzada a toda velocidad.
—Yo no lo estoy. Dingo, ven aquí.
El jefe pirata se volvió hacia Lucky:
—Es un problema simple. Aquí tenemos una nave sin tripulación a bordo, equipada del modo más económico posible, como si hubiese sido preparada muy de prisa, pero con un lavabo que es la última palabra. ¿Por qué? Supongo que, justamente, se ha tratado de colocar la mayor cantidad posible de tuberías dentro del lavabo. ¿Y por qué? Para que no pensemos que uno o dos de los caños son falsos… ¿Cuál es, Dingo?
Dingo pateó un caño.
—No lo patees, maldito idiota. Desármalo.
Dingo obedeció. Una pistola micro-térmica emitió su rayo por un segundo. El pirata extrajo un manojo de conductores.
—¿Qué es eso, Williams? —preguntó Antón.
—Conductores —fue la respuesta seca.
—Eso ya lo sé yo, estúpido. —Una furia repentina lo invadía—. ¿Qué más? A ti te pregunto qué más. Estos conductores están preparados para hacer estallar toda la carga de atomita que haya a bordo, tan pronto como llevemos la nave a nuestra base.
Lucky se sobresaltó.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Te sorprende? ¿No sabías que ésta era una enorme trampa? ¿No sabías que se ha pensado que nosotros llevaríamos la nave a nuestra base para repararla? ¿No sabías que también han pensado que explotaríamos nosotros y la base y que quedaríamos reducidos a cenizas calientes? Tú estás aquí como cebo, para que nos engañemos por completo. ¡Pero yo no soy tonto!
Los piratas estrecharon su círculo. Dingo se relamía.
Con un movimiento veloz Antón levantó el desintegrador y no había piedad, ni siquiera sombra de piedad, en sus ojos.
—¡Aguarda! ¡Gran Galaxia! ¡Aguarda! No sé nada de todo esto. No tienes derecho a matarme sin motivos. —Los músculos de Lucky estaban tensos, listos para la pelea final, antes de la muerte.
—¡No tengo derecho! —los ojos de Antón centelleaban, pero su desintegrador dejó de apuntar—. Y te atreves a decir que no tengo derecho. En esta nave tengo todos los derechos.
—No puedes matar a un hombre valioso. La gente de los asteroides necesita de buenos hombres. No desprecies a uno sin motivos.
Un murmullo repentino, inesperado, se elevó de entre los piratas. Una voz dijo:
—Tiene buenas agallas, capitán. Podemos usarlo…
La voz se apagó cuando Antón echó una mirada en su dirección.
El jefe pirata se enfrentó a Lucky:
—¿Por qué eres un hombre valioso, Williams? Respóndeme y lo tomaré en cuenta.
—Le puedo hacer frente a cualquiera aquí. A puño limpio o con cualquier arma.
—¿Ah, sí? —los dientes de Antón quedaron al descubierto—. ¿Habéis oído, vosotros?
Hubo un gruñido afirmativo.
—Tú eres el desafiante, Williams. Cualquier arma. ¡Estupendo! Si sales de ésta con vida, no te mataré. Podrás ocupar un puesto en mi tripulación.
—¿Tengo tu palabra, capitán?
—Tienes mi palabra y yo jamás quebranto mi palabra. La tripulación me ha oído. Si sales de ésta con vida.
—¿Contra quién pelearé?
—Con Dingo. Uno de los buenos. Quienquiera que logre vencerlo es muy bueno.
Lucky midió la enorme masa de huesos y nervios de pie frente a él; los ojillos del pirata brillaban con anticipada alegría y, con pesar, se dijo que estaba de acuerdo con el jefe.
Sin embargo, con voz firme, preguntó:
—¿Con armas o a puño limpio?
—¡Armas! Cilindros impelentes, para ser exacto. Cilindros impelentes en el espacio completamente abierto.
Por unos segundos Lucky no logró conservar una expresión neutra.
Antón sonrió.
—¿Temes que la prueba no sea adecuada para ti? No temas. Dingo es el mejor hombre con un cilindro impelente en todo nuestro grupo.
El corazón de Lucky estaba a punto de detenerse. Este tipo de duelo era sólo para expertos. ¿Quién no lo sabía? En sus días de estudiante lo había practicado como un juego.
En una pelea contra un profesional, significaba la muerte. ¡Y él no era un profesional!
Los piratas se apiñaron en la parte exterior del Atlas y de su propia nave de diseño sirio. Algunos estaban de pie, sostenidos por el campo magnético de sus botas; otros, a fin de favorecer la visión, estaban suspendidos de cortos cables magnéticos unidos al casco del navío espacial.
A una distancia de ochenta kilómetros dos planchas metálicas habían sido fijadas para cumplir las veces de vallas. Comprimidas a bordo de la nave, las planchas metálicas no medían más de diez centímetros cuadrados; al desplegarse en el espacio libre, se revelaron como piezas laminadas de berilo al magnesio, de treinta metros de lado cada una. En el vacío no mostraban estar averiadas y nada empañaba el brillo del metal; ambas giraban y los reflejos centelleantes del sol en sus superficies pulidas emitían rayos que eran, sin duda, visibles a mucha distancia.
—Conocéis las reglas —la voz de Antón sonaba recia en los oídos de Lucky y, tal vez, también en los de Dingo.
El joven divisaba la figura de su contendiente, cubierta por el traje espacial, como una mancha de luz a más de un kilómetro de distancia. El cohete salvavidas que los había llevado hasta el lugar ya se alejaba, en su camino de regreso hacia la nave pirata.
—Conocéis las reglas —repitió la voz de Antón—. El primero que sea obligado a retroceder hacia su propia portería es el perdedor. Si ninguno de los dos retrocede a su portería, perderá aquel cuya arma impelente quede agotada primero. No habrá tiempo límite. No hay posición fuera de juego. Tenéis cinco minutos para colocaros en vuestros puestos. El arma impelente no puede ser utilizada hasta que se dé la voz de iniciación del duelo.
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