El viejo ermitaño estrechó la mano de los científicos.
—No creo que usted conozca a los doctores Conway y Henree. —Apuntó Lucky. El ermitaño sacudió la Cabeza negativamente. El joven prosiguió—: Pues bien, son importantes funcionarios del Consejo de Ciencias. Luego que haya comido y descansado, usted hablará con ellos y, estoy seguro, le prestarán su ayuda.
Una hora más tarde, los dos consejeros enfrentaban a Lucky con expresión sombría. El doctor Henree prensaba tabaco en su pipa; luego, durante el relato de las aventuras de Lucky y su encuentro con los piratas, fumó en silencio.
—¿Le has contado esto a Bigman? —preguntó Henree.
—He hablado con él durante unos minutos.
—¿Y no te ha despellejado por no llevarlo contigo?
—Pues… no estaba complacido —admitió Lucky.
Pero las ideas de Conway tenían una dirección mucho más seria.
—Una nave de diseño sirio, ¿eh? —musitó.
—Sí, sin duda —repuso Lucky—. Al menos tenemos ese elemento de información.
—Esa información no valía el riesgo que has corrido —aseguró Conway, con tono seco—. Estoy mucho más preocupado por otra información que ahora tenemos. Es evidente que la organización de Sirio se ha infiltrado en el Consejo de Ciencias.
Henree asintió con aire serio.
—Sí, también yo me he dado cuenta. Es grave.
—¿Cómo lo habéis comprobado? —preguntó Lucky.
—¡Por la Galaxia! Está claro, muchacho —gruñó Conway—, aunque yo admito que hemos tenido una gran cantidad de gente trabajando en el equipamiento de la nave y aún, con la mejor de las intenciones, se pueden deslizar informes. Sin embargo, es cierto que la existencia de la trampa para bobos y en particular la exacta forma del fundente era conocida por los miembros del Consejo y, además, por muy pocos de ellos. En ese pequeño grupo hay un espía, y yo podría haber jurado que todos ellos eran de confiar. —Sacudió la cabeza—. Y es que aún no lo puedo creer.
—Pues no lo creas —dijo Lucky.
—¿Cómo?, ¿por qué no?
—Porque el contacto con el consulado Sirio fue muy eventual, pasajero. La Embajada de Sirio obtuvo esa información a través de mí, precisamente.
—En forma indirecta, por supuesto, a través de uno de sus espías conocidos —explicó Lucky mientras los dos consejeros lo observaban paralizados de asombro.
—No logro comprenderte —dijo Henree en voz apenas audible. Conway, evidentemente, estaba incapacitado para hablar.
—Era necesario. Tenía que presentarme ante los piratas sin despertar sus sospechas. Si me hubiesen hallado en una nave a la que creyeran en misión cartográfica, me habrían asesinado sin alternativas. Por otra parte, si me hallaban en una trampa para bobos, cuyo secreto conocían a través de un presunto golpe de suerte, me considerarían como un polizón. ¿No lo veis? En una nave cartográfica sólo sería un miembro de la tripulación que no logró huir a tiempo. En una nave preparada para estallar, no sería más que un pobre tipo que no sabía en qué lío se había metido.
—Podían haberte asesinado aun así. Podrían haber pensado que les tendías una trampa, que era un espía. Y, de hecho, casi ha sucedido así.
—Es verdad. Casi ha sucedido así —admitió Lucky.
Y ,entonces, Conway estalló:
—¿Y qué ha ocurrido con el plan original? ¿Íbamos o no a explotar en una de sus bases? Cuando pienso en los meses que invertimos en la construcción del Atlas, en el dinero que se gastó…
—¿De qué habría servido que explotara en una de las bases? Hablamos de un inmenso hangar de naves piratas, pero, en realidad, no era más que la expresión de un deseo. Una organización asentada en los asteroides por fuerza estará descentralizada. Los piratas tal vez no tengan más de tres o cuatro naves en cada lugar. No ha de haber espacio para instalar más. Hacer estallar tres o cuatro naves significaría muy poco, comparado con lo que se podría haber hecho si yo me hubiera infiltrado en la organización pirata.
—Pero no has tenido éxito —dijo Conway—. A pesar de todos los riesgos absurdos que has corrido, no lo has logrado.
—Por desgracia el capitán pirata que abordó el Atlas era demasiado suspicaz o, tal vez, demasiado inteligente para nosotros. Trataré de no volver a subestimarlos. Pero no todo es negativo. Ahora ya es un hecho para nosotros que Sirio está detrás de ellos. Además, tenemos a mi amigo el ermitaño.
—No nos significará gran ayuda —observó Conway—. Por lo que has dicho acerca de él, me ha parecido que sólo estaba interesado en mezclarse con los piratas lo menos posible, así que bien poco será lo que sepa.
—Quizá pueda decirnos más cosas que las que él mismo cree —opinó Lucky secamente—. Por ejemplo, hay una cierta información que podrá darnos y que me permitirá continuar con mis esfuerzos trabajando contra la piratería desde dentro.
—No irás allá otra vez —dijo Conway con tono terminante.
—Eso no es lo que me propongo —repuso Lucky.
—¿Dónde está Bigman? —preguntó Conway, los ojos llenos de desconfianza.
—Aquí, en Ceres. No te preocupes. En realidad —y una sombra atravesó las facciones de Lucky—, ya tendría que estar aquí El retraso ya comienza a molestarme un poco.
John Bigman Jones utilizó su pase especial para franquear el puesto de guardia en la puerta de la Torre de Control. Mientras corría, casi, a lo largo de los pasillos, murmuraba palabras incoherentes.
Un rubor pronunciado en su cara nariguda había disminuido la intensidad de sus pecas y los mechones de su pelo rojizo parecían las estacas de una cerca. Muchas veces Lucky le había dicho que hacía crecer su cabello verticalmente para ganar algunos centímetros de estatura, pero él siempre negaba el hecho con gran énfasis.
La puerta de acceso a la Torre se abrió tan pronto como Bigman interceptó el rayo de la célula fotoeléctrica y luego de trasponerla, el hombrecito echó una mirada alrededor.
Dentro había tres hombres. Uno de ellos tenía puestos los auriculares y estaba a cargo del receptor sub-etérico; otro estaba frente a la calculadora y el tercero vigilaba la pantalla visora del radar.
—¿Quién ha sido el cerebro que me ha llamado chiquitín? —preguntó airado Bigman.
Perplejos y ceñudos, los tres se volvieron hacia él, al mismo tiempo.
El individuo de los auriculares se quitó uno, el de la oreja izquierda.
—¡Por el espacio! ¿Quién eres tú? ¿Cómo diablos te has metido aquí?
Bigman se irguió sacando pechó.
—Me llamo John Bigman Jones; mis amigos me dicen Bigman. Todos los demás me aman señor Jones. Nadie puede llamarme chiquitín y seguir entero y tan fresco. Quiero saber quién de vosotros ha cometido ese error.
El hombre de los auriculares repuso:
—Me llamo Lem Fisk y puedes llamarme como te plazca, siempre que lo hagas en cualquier otro lugar. Vete de aquí o me bajaré, te cogeré de una pierna y te echaré fuera.
El individuo que atendía la calculadora dijo:
—Eh, Lem, éste es el pobre diablo que corría por la pista hace unos minutos. No tiene sentido que perdamos el tiempo con él. Llama a los guardias para que lo echen.
—Tonterías —respondió Lem Fisk—, no necesitamos a los guardias para ocupamos de este tío.
Se quitó los auriculares, reguló el receptor sub-etérico en el punto de señal automática, y luego dijo:
—Bien, hijo, has venido y nos has hecho una pregunta amable de un modo amable. Yo te daré una respuesta amable. Yo te he llamado chiquitín, pero aguarda, no te enfurezcas. Es que ha habido una razón. Mira, tú eres un tipo alto de veras, eres como un trago largo de agua. Y mis amigos se han reído con ganas cuando yo te he dicho chiquitín.
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