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Lois Bujold: El aprendiz de guerrero

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Lois Bujold El aprendiz de guerrero

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La primera aventura de Miles Vorkosigan, un genio de la estrategia dotado de gran inteligencia pero encerrado en un cuerpo defectuoso. Un personaje entrañable e inolvidable, protagonista de la serie de mayor éxito de la moderna . Sus azañas son un agradable retorno a los temas y al tono ameno de la ciencia ficción campbelliana, y componen la más famosa creación de una de las mejores escritoras de la ciencia ficción de aventuras que ha aparecido en los últimos años.

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— Qué boda… — suspiró alegremente —. Para haber sido improvisado en medio de la nada, tus Dendarii propusieron todo un banquete. El capitán Auson es un tipo espléndido.

Miles sonrió con frialdad.

— Ya supuse que vosotros dos os llevaríais bien.

— Desapareciste en medio de la fiesta, tuvimos que empezar a brindar sin ti.

— Quería estar con vosotros — dijo sinceramente Miles —, pero tenía muchas cosas de última hora que resolver con el comodoro Tung.

— Es una lástima. — Ivan sofocó un eructo, miró entonces a la dársena y murmuró —: Ahora bien, puedo entender que quieras llevar a una mujer, dos semanas encerrado y todo eso, pero ¿tenías que elegir a una que me produjera pesadillas?

Miles siguió la dirección de los ojos de Ivan. Elli Quinn, escoltada por el cirujano de Tung, encaminaba hacia ellos su lento y ciego andar. El gris y blanco de su ropa delineaba el cuerpo de la joven atlética, pero, del cuello para arriba, la muchacha era un mal sueño de alguna raza extraña. La calva uniformidad del bulbo rosado de la cabeza estaba interrumpida por el negro agujero de la boca, dos hendiduras encima del mismo donde debiera estar la nariz y un punto a cada lado marcando las entradas a los canales auditivos; sólo el derecho seguía edjando pasar el sonido a su oscuridad. Ivan se estremeció incómodo y desvió la mirada.

El cirujanos de Tung llevó aparte a Miles para darle instrucciones de última hora, referentes al cuidado de Elli durante el viaje, así como algunos estrictos consejos para que él mismo se ocupase de su estómago aún convaleciente. Miles dio unas palmaditas en la petaca que llevaba en la cintura, ahora llena de un medicamento, y juró fielmente beber 30 centímetros cúbicos cada dos horas. Puso la mano de la marcenaria sobre su propio brazo y se puso de puntillas para decirle al oído:

— Ya está todo listo. Próxima parada, Colonia Beta.

La otra mano de la joven se movió en el aire y encontró luego el rostro de Miles. Su dañada lengua trató de formar palabras en la rígida boca; al segundo intento, Miles las interpretó correctamente como «Gracias, almirante Naismith». De haber estado un poco más cansado, hubiera llorado.

— Está bien — dijo Miles —, salgamos de aquí antes de que el comité de despedida despierte y nos demore otras dos horas.

Pero era demasiado tarde. Por el rabillo de un ojo vio una esbelta figura corriendo por el muelle. Baz venía detrás, a un paso más sensato.

Elena llegó sin aliento casi.

— ¡Miles! — le acusó —. ¡Ibas a irte sin decir adiós!

Miles suspiró y le dirigió una sonrisa.

— Atrapado otra vez.

Las mejillas de Elena estaban coloradas y sus ojos chispeaban por el ejercicio. Absolutamente deseable… Si había endurecido su corazón para esta separación, ¿por qué le dolía más entonces?

Baz llegó. Miles les hizo a ambos una reverencia.

— Comandante Jesek, comodoro Jesek. ¿Sabes Baz?, quizá debería haberte nombrado almirante. Estos cargos podrían llegara a confundirse en un mal transmisor…

Baz movió la cabeza, sonriendo.

— Ha amontonado suficientes cargos en mí, mi señor. Cargos y honor y mucho más… — Sus ojos buscaron a Elena —. Una vez creí que haría falta un milagro para hacer que un don nadie fuera alguien nuevamente. — Su sonrisa se hizo más amplia —. Tenía razón, y debo agradecérselo.

— Y yo te doy las gracias — dijo Elena con voz sosegada — por un obsequio que jamás había esperado poseer.

Miles irguió la cabeza con un gesto interrogativo. ¿Se refería a Baz? ¿Al rango que ahora tenía? ¿A su marcha de Barrayar?

— Mi propia persona; a mí misma — explicó.

Le pareció que en ese razonamiento había una falacia en algún lado, pero no tuvo tiempo para desentrañarla. Los Dendarii estaban invadiendo la dársena desde distintos accesos, de dos en dos y de tres en tres, y en un flujo constante luego. Las luces aumentaron a la máxima intensidadd, como en el ciclo diurno. Sus planes de partir inadvertido se estaban desintegrando rápidamente.

— Bueno — dijo, apremiante —, adiós, entonces.

Estrechó precipitadamente la mano de Baz. Elena, con los ojos anegados de lágrimas, le apretó en un abrazo cercano a la trituración de huesos. La punta de los pies de Miles buscaban indignamente el suelo. Absolutamente tarde…

Para cuando ella le bajó, la multitud se reunía en torno suyo; las manos se alargaban para estrechar la suya, para tocarle o sólo para acercarse a él, como si estuvieran buscando su calor. Bothari había tenido un arrebato; en su mente, Miles le dedicó al sargento un saludo apologético.

La dársena era ahora un mar agitado de gente que coreaba balbuceos, vítores, hurras y pataleos. Pronto todo aquello adquirió ritmo; se hizo un canto: «¡Naismith! ¡Naismith! ¡Naismith!»

Miles alzó sus manos en resignado consentimiento, maldiciendo en su interior. Siempre había algún idiota en la multitud que empezaba esas cosas. Elena y Baz le cargaron sobre los hombros y entonces quedó acorralado. Ahora tendría que improvisar un maldito discurso de despedida. Bajó las manos; para su sorpresa, se apaciguaron… Volvió a levantarlas; rugieron. Las bajó lentamente, como un director de orquesta. El silencio se hizo absoluto. Era terrorífico.

— Como podéis ver, soy alto porque todos vosotros me habéis subido — comenzó a decir, ajustando la voz para llegar hasta la última fila. Una risa complacida corrió entre ellos —. Vosotros me habéis encumbrado con vuestro coraje, tenacidad, obediencia y demás virtudes militares. — Eso era, había que lisonjearlos; se lo estaban tragando, aunque seguramente se debiera en la misma medida a su confusión, a sus irascibles rivalidades, su voracidad, ambición, indolencia, y credulidad; sigue, sigue —. No puedo subiros a mi vez; por lo tanto, revoco la situación provisional de vuestros contratos y os declaro cuerpo permanente de los Mercenarios Dendarii.

Los vítores, silbidos y pataleos sacudieron la dársena. Muchos eran recién venidos, curiosos, pertenencientes al grupo de Oser, pero prácticamente toda la tripulación original de Auson estaba allí. Vio entre ellos al mismo Auson, radiante, y a Thorne, con lágrimas en las mejillas.

Alzó las manos pidiendo silencio otra vez y lo obtuvo.

— Me reclaman asuntos urgentes, por un período indefinido. Os pido y exijo que obedezcáis al comodoro Jesek como lo haríais conmigo. — Buscó la mirada de Baz —. No os defraudará.

Pudo sentir el hombro del maquinista temblando debajo de él. Era absurdo que baz pareciera tan exaltado: Jesek, de entre todos ellos, sabía que Miles era una farsa.

— Os doy las gracias a todos y os digo adiós.

Sus pies golpearon el suelo con un ruido sordo cuando se dejó caer. Y que Dios se apiade de mí, amén; murmuró para sí. Se encaminó hacia el tubo flexible, escapando, sonriendo, saludando con la mano.

Jesek, bloqueando los apretujones, le habló al oído.

— Mi señor, para mi curiosidad… antes de su partida, ¿me permitirá saber a qué casa sirvo?

— ¿Cómo, no lo sabes todavía? — Miles miró con asombro a Elena.

La hija de Bothari encogió los hombros.

— Seguridad.

— Bueno, no voy a andar gritándolo en este gentío, pero si alguna vez te compras una librea, lo cual no parece muy posible, elígela marrón y plateada.

— Pero… — Baz se detuvo de golpe, allí entre la multitud, con un pequeño nudo en la garganta —. Pero eso es… — Se puso pálido.

Miles sonrió, maliciosamente complacido.

— Adiéstrale poco a poco, Elena.

El silencio del tubo flexible le succionó, le asiló; el ruido del exterior sacudía sus sentidos, porque los Dendarii habían recomenzado su canto, Naismith, Naismith, Naismith. El piloto feliciano escoltó a bordo a Elli Quinn; detrás entró Ivan. Al saludar por última vez antes de adentrarse por el tubo, la última persona a quien vio Miles fue a Elena. Abriéndose paso hacia ella entre la multitud, con rostro serio, dolorido y pensativo, estaba Elena Visconti.

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