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Lois Bujold: Fronteras del infinito

Здесь есть возможность читать онлайн «Lois Bujold: Fronteras del infinito» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1992, ISBN: 84-406-2526-X, издательство: Ediciones B, категория: Космическая фантастика / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Lois Bujold Fronteras del infinito

Fronteras del infinito: краткое содержание, описание и аннотация

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Miles Vorkosigan, el entrañable personaje que se dio a conocer en , emprende gracias a la habilidad de la exitosa escritora de Lois McNaster Bujold nuevas aventuras. En esta ocasión se abordan asuntos de gran interés: los prejuicios sociales y sus consecuencias, una posible reflexión antirracista nacida en torno a la manipulación genética y una amena exploración de temas cuya conjunción resulta particularmente curiosa: religión, supervivencia y estrategia militar. Incluye los relatos: Las Montañas de la Aflicción Laberinto Fronteras del Infinito Premio Hugo a la mejor novela corta 1990 por .

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—La señora Csurik, milord. La madre de Lem.

El portavoz Karal bajo la cabeza y se alejó así, agachado, abandonando a Miles a su suerte. ¡Vuelve, cobarde!

—Señora… —dijo Miles. Tenía la garganta seca. Karal lo había metido en eso, mierda, y en medio de un espectáculo público… no, los otros huéspedes se estaban alejando un poco, la mayoría.

—Señor… —balbuceó la señora Csurik. Consiguió hacer una reverencia nerviosa.

—Ejem… siéntese por favor.

Con un movimiento violento de la barbilla, Miles expulsó al doctor Dea de su silla e hizo un gesto a la mujer para que se sentara en ella. Después, hizo girar la silla para mirarla cara a cara. Pym estaba de pie detrás de los dos, silencioso como una estatua y tenso como un cable. ¿Creía que la vieja iba a sacar una pistola de entre sus faldas? No… el trabajo de Pym era imaginar ese tipo de cosas, para que Miles pudiera poner toda su atención en el problema que tenía entre manos. Como objeto de estudio para el pueblo, Pym era casi tan atractivo como Miles. Se había mantenido aparte con mucha sabiduría y, sin duda, continuaría haciéndolo hasta que se llevara a cabo el trabajo sucio.

—Milord —repitió la señora Csurik y enmudeció de nuevo.

A Miles no le quedaba otra cosa que esperar. Rezó para que no se derrumbara y se echara a llorar de rodillas o alguna otra cosa por el estilo. Esperar era terrible. Sé fuerte mujer, pidió para sí.

—Lem… —tragó saliva—. Estoy segura de que no mató a la criatura. Nunca ha ocurrido algo así en mi familia. ¡Lo juro! Él dice que no lo hizo y yo le creo.

—Bien —dijo Miles con amabilidad—. Que venga y diga eso bajo pentarrápida y entonces yo le creeré también.

—Vamos, mama —urgió un jovencito delgado que la había acompañado y ahora estaba de pie, esperándola en los escalones como sí se estuviera preparando para salir disparado hacia la oscuridad—. No vale la pena, ¿no te das cuenta? —Y miró a Miles con rabia.

Ella le echó una mirada con el ceño fruncido —¿tal vez otro de sus cinco hijos?—, y volvió a mirar a Miles, buscando las palabras.

—Mi Lem sólo tiene veinte años, señor.

—Yo también tengo veinte años, señora Csurik —se sintió obligado a decir Miles. Hubo otra pausa breve—. Mire, voy a repetírselo —dejó escapar con impaciencia—. Y otra vez y otra hasta que el mensaje llegue al fondo de la persona a la que quiero llegar. No puedo condenar a un inocente. Las drogas de la verdad no me dejarán hacerlo. Lem puede verse limpio de toda sospecha. Sólo tiene que venir aquí. Dígaselo, ¿quiere? ¿Por favor?

Ella se quedó helada, de piedra, llena de recelo.

—No… no le he visto, milord.

—Pero tal vez lo vea.

Ella negó con la cabeza con violencia.

—¿Y con eso qué? Tal vez no.

Sus ojos se volvieron hacia Pym y luego más lejos, como si la imagen de Pym la hubiera quemado. El logo plateado de los Vorkosigan bordado sobre el cuello de Pym brillaba en el crepúsculo como los ojos de un animal que se movía sólo cuando Pym respiraba. Karal se acercaba a la galería con lámparas, pero todavía estaba lejos.

—Señora —dijo Miles, tenso—. El conde, mi padre, me ordenó que investigara la muerte de su nieta. Si su hijo significa tanto para usted, ¿cómo puede significar tan poco esa nieta? ¿Era su… primera nieta?

La cara de ella estaba marchita.

—No, señor. La hermana mayor de Lem tiene dos. Y ellas sí que están bien —agregó con énfasis.

Miles suspiró.

—Si realmente cree que su hijo es inocente de este crimen, debe ayudarme a probarlo. ¿O es que tiene alguna duda?

Ella se movió, inquieta. Había una sombra de duda en sus ojos, sí… no sabía, mierda, la mujer no estaba segura. El tratamiento con pentarrápida seria inútil con ella… sí, seguro. Como droga mágica y maravillosa, el instrumento con el que Miles tanto contaba, la pentarrápida parecía estar teniendo una utilidad maravillosamente nula en este caso.

—Vamos, mamá —repitió el joven— No vale la pena. El señor mutante ha venido aquí a matar. Y tiene que hacerlo. Es parte de un espectáculo.

Toda la razón del mundo, pensó Miles con amargura. Ese era un joven perceptivo.

La señora Csurik dejó que su hijo, enojado y avergonzado, la persuadiera y se la llevara, asiéndola del brazo. Se detuvo en los escalones y miró por encima del hombro con rabia y amargura.

—Es tan fácil para usted, ¿verdad?

Me duele la cabeza, pensó Miles.

Y aún le esperaba algo peor antes de que terminara la noche.

La voz de la segunda mujer raspaba en la garganta de su dueña, era una voz grave y furiosa.

—No me hable, sargento Karal. Tengo derecho a echarle una mirada a ese señor mutante.

Era alta, dura y nudosa. Como su hija, pensó Miles. No había hecho ningún intento de arreglarse. Un arroyuelo leve de sudor de verano le corría sobre el vestido de trabajo. ¿Y cuánto había caminado? El cabello gris le colgaba en una cola detrás de la cabeza y unos pocos mechones habían escapado del cordón que lo sostenía. Si la amargura de la señora Csurik le había provocado un dolor fuerte detrás de los ojos, la rabia de esta mujer era como un nudo que se cerraba sobre su estómago.

La mujer se sacudió a Karal, que intentaba detenerla, y subió hasta Miles a la luz de las lámparas.

—Ah.

—Es… es la señora Mattulich, señor —le aclaró Karal, presentándola—. La madre de Harra.

Miles se puso de pie, logró hacer una inclinación de cabeza formal.

—¿Cómo está, señora? —Era absolutamente consciente de su altura, una cabeza más baja que la de ella. De joven, la señora Mattulich había sido tan alta como Harra, pensaba Miles, pero la edad de sus huesos estaba empezando a vencerla.

La mujer se limitó a mirarlo con los ojos bien abiertos. Era una masticadora de hojas de goma a juzgar por las leves manchas negruzcas alrededor de su boca. Ahora, su mandíbula trabajaba sobre unos pedacitos diminutos, mordiéndolos con demasiada fuerza. Lo estaba estudiando abiertamente, sin subterfugios, sin el más mínimo gesto de disculpa, observando la cabeza, el cuello, la espalda torcida, las piernas cortas y deformes. Miles tuvo la desagradable impresión de que ella veía a través de su cuerpo hasta las grietas escondidas de sus huesos. Frente a esa mirada, él levantó el mentón dos veces en un tic nervioso e involuntario, que controló con un esfuerzo.

—De acuerdo —dijo Karal con rudeza—, ya lo ha visto. Ahora váyase por el amor de Dios, Mara. —Abrió la mano haciendo un gesto de disculpa a Miles—. Mara… está muy perturbada por todo esto, milord. Discúlpela.

—Su única nieta —le dijo Miles a la mujer en un esfuerzo por ser amable, aunque la angustia peculiar de ella repelía cualquier intento de amabilidad con una rabia que sangraba y se deshacía—. Entiendo su dolor, señora. Pero habrá justicia para la pequeña Raina. Lo he jurado.

—¿Cómo puede haber justicia ahora? —se enfureció ella, en una voz espesa y grave— Es demasiado tarde… siglos tarde… para la justicia, señorcito mutante. ¿De qué me sirve su mierdosa justicia ahora?

—¡Ya es suficiente, Mara! —insistió Karal. Frunció el ceño, apretó los labios y la obligó a apartarse escoltándola con firmeza fuera de la galería.

Los últimos visitantes le abrieron paso con un aire de respetuosa piedad, excepto dos adolescentes flacos que se apartaron de ella como si fuera veneno. Miles tuvo que revisar su imagen mental de los hermanos Csurik. Si esos dos eran otro ejemplo, no había ningún equipo de robustos toros amenazantes de las colinas, después de todo. Lo cual no era una mejoría, claro, porque parecía que podían moverse a la misma velocidad que los hurones, si les hacía falta. Miles frunció los labios en un gesto de frustración.

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