Lois Bujold - Fronteras del infinito

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Fronteras del infinito: краткое содержание, описание и аннотация

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Miles Vorkosigan, el entrañable personaje que se dio a conocer en
, emprende gracias a la habilidad de la exitosa escritora de Lois McNaster Bujold nuevas aventuras. En esta ocasión se abordan asuntos de gran interés: los prejuicios sociales y sus consecuencias, una posible reflexión antirracista nacida en torno a la manipulación genética y una amena exploración de temas cuya conjunción resulta particularmente curiosa: religión, supervivencia y estrategia militar.
Incluye los relatos:
Las Montañas de la Aflicción Laberinto Fronteras del Infinito Premio Hugo a la mejor novela corta 1990 por
.

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Miles fue hasta la galería y se inclinó sobre la baranda. Había vuelto el hijo de Karal. Al otro lado del patio estaba Gordo Tonto, de pie, atado, la cadera alta, las orejas tranquilas, gruñendo de placer mientras el muchacho, sonriendo, le rascaba con vigor debajo del cabestro. El muchacho levantó la vista y vio a Miles. Se agachó, asustado, y se refugió en unas matas.

—Ah —murmuró Miles.

El doctor Dea se puso en pie y se acercó a él.

—Hace mucho que se fueron. ¿Le parece si preparo la pentarrápida?

—No, mejor el equipo de autopsia. Creo que eso es lo que vamos a tener que hacer primero.

Dea lo miró, atento.

—Pensé que había enviado a Pym, para que efectuara el arresto.

—No se puede arrestar a un hombre que no está. ¿Le gusta apostar, doctor? Le apuesto un marco a que no vuelven con Csurik. No, espere, tal vez me equivoque. Ojalá me equivoque… Ahí llegan.

Karal, Pyrn y un tercero venían caminando por el sendero. El tercero era un hombre grandote, de manos enormes, cejas espesas, el cuello grueso, muy hosco.

—Harra —llamó Miles—, ¿ése es su esposo? —El hombre le parecía hecho a la medida, justo lo que había imaginado. Y cuatro hermanos como él… más robustos, seguramente…

Harra se asomó por detrás del hombro de Miles y dejó escapar un suspiro.

—No, milord. Es Alex, el ayudante del portavoz.

—Ah. —Los labios de Miles se doblaron en un gesto de frustración silenciosa. Bueno, tenía que conceder la posibilidad de que fuera fácil.

Karal se detuvo bajo la galería y empezó a desarrollar una explicación confusa que pudiera justificar su regreso con las manos vacías. Miles lo cortó en seco con las cejas en alto.

—¿Pyrn?

—Se escapó, milord —dijo Pym, lacónico—. Seguramente le avisaron.

—De acuerdo. —Miles frunció el ceño mirando a Karal, que se había quedado callado con toda razón— Harra, ¿a cuánto estamos del cementerio?

—Por el arroyo, señor, al otro lado del valle. Unos dos kilómetros.

—Su equipo, doctor, vamos a dar un paseo. Karal, busque una pala.

—Milord, estoy seguro de que no es necesario perturbar la paz de los muertos —empezó Karal.

—Le aseguro que es del todo necesario. Hay un apartado para el informe de la autopsia en el procedimiento que me dio la oficina del magistrado de distrito. Y allí es donde voy a presentar mi informe completo cuando volvamos a Vorkosigan Surleau. Tengo permiso del familiar más cercano, ¿verdad, Harra?

Ella asintió, sin expresión, como una autómata.

—Tengo los dos testigos que se requieren, usted mismo y usted, señor — gorila— ayudante, tenemos al doctor y tenemos luz natural si no nos quedamos aquí discutiendo hasta el anochecer. Lo único que necesitamos es una pala. A menos que prefiera cavar con las manos, Karal. —La voz de Miles era dura y cortante y se iba cargando cada vez más de amenaza.

Karal sacudió la cabeza medio calva con un gesto de desesperación.

—El… el padre es el familiar más cercano según la ley, si está vivo y no tengo su…

—Karal —dijo Miles.

—¿Señor?

—Tenga cuidado de no cavar su propia tumba. Ya tiene un pie en ella, se lo aseguro.

La mano de Karal se abrió en un gesto de desesperación.

—Voy… voy a buscar la pala, milord.

La tarde era tibia; el aire dorado y adormecido de muchos veranos. La pala golpeaba con un ruido rítmico en las manos del ayudante de Karal. Más abajo, en la ladera, un arroyo brillante gorgoteaba por entre las piedras limpias y redondas. Harra estaba en cuclillas, observándolo todo, silenciosa, llena de amargura.

Cuando el gran Alex sacó el pequeño cajón —¡tan pequeño! —, el sargento Pym se fue a dar una vuelta de inspección por el perímetro de madera del cementerio. Miles no lo culpaba. Esperaba que el suelo hubiera estado frío a esa profundidad. Alex abrió la caja y miró y el doctor Dea le hizo un gesto para que se alejara y se puso manos a la obra. El ayudante también salió a buscar algo qué hacer al otro lado del cementerio.

Dea miró el bultito envuelto en tela y con sumo cuidado lo levantó y lo colocó encima de un material especial extendido sobre el suelo bajo el sol brillante. Los instrumentos de su investigación estaban dispuestos sobre el plástico en un orden preciso.

El doctor desenvolvió las telas de las fundas especiales, todas de colores y dibujos brillantes y Harra se acercó para tomarlas de sus manos, alisarlas y doblarlas. Las preparó para cuando hubiera que volver a usarlas. Después se alejó de nuevo.

Miles jugueteó con el pañuelo, la mano dentro del bolsillo, listo para ponérselo sobre la boca y la nariz y fue a ver lo que hacía Dea por encima de su hombro. Feo, pero no tan feo. Había visto y olido cosas peores. Dea, con una máscara con filtro sobre la cara, dictaba el procedimiento en un grabador que le colgaba del hombro. Primero un examen visual; después, uno táctil; por último, con el detector.

—Aquí, milord —dijo e hizo un gesto para que Miles se le acercara—, es casi seguro que esto fue la causa de la muerte, aunque voy a hacer los exámenes de toxinas de inmediato. Le rompieron el cuello. Ve, ahí, en el detector, ahí es donde está partida la columna y luego hicieron fuerza para volver a poner los huesos en su lugar.

—Karal, Alex. —Miles hizo un gesto para que se acercaran y cumplieran con su papel de testigos.

Los dos obedecieron a regañadientes.

—¿Podría haber sido un accidente? —preguntó Miles.

—Puede, pero es una posibilidad muy remota. El realineamiento de los huesos fue deliberado, eso seguro.

—¿Llevaría mucho tiempo?

—Segundos. La muerte fue instantánea.

—¿Cuánta fuerza física hace falta? Un hombre grande o…

—Cualquier adulto suficientemente motivado.

El estómago de Miles se revolvió al imaginar la escena que conjuraban las palabras de Dea. La cabecita mal sostenida podía caber con facilidad en la mano de un hombre. La torsión, el ruidito del cartílago que se quiebra… si había una cosa que Miles conocía de memoria era la sensación táctil exacta de la rotura de un hueso… ah, sí.

—La motivación —prosiguió Dea— no es mi departamento. —Hizo una pausa—. Quiero que conste que cualquier examen externo cuidadoso pudo haber descubierto todo esto. Yo lo he visto enseguida. Un técnico experimentado, aunque no fuera médico —dijo y lanzó una mirada glacial—, un técnico que es tuviera prestando atención a lo que hacía, claro, tendría que haberlo visto.

Miles también miró a Karal a los ojos, esperando.

—Así que murió aplastada… —susurró Harra. Tenía la voz quebrada de rabia y desprecio.

—Milord —dijo Karal, con cuidado—, lo cierto es que sospeché la posibilidad…

Sospechar, una mierda. Lo sabías.

—Pero creí… y todavía creo… —sus ojos expresaban un desafío cauteloso— que si se armaba revuelo, sólo conseguiríamos causar más dolor. Ya no se podía hacer nada por el bebé. Mis deberes son para con los vivos.

—También los míos, portavoz Karal. Por ejemplo, mi deber para con el próximo pequeño súbdito imperial que se encuentre en peligro mortal por los actos de aquellos que deberían ser sus protectores, y todo por la falta grave de ser —y Miles dejó escapar una sonrisa extraña— físicamente diferente. Desde el punto de vista del conde Vorkosigan, éste no es sólo un caso más. Es un caso testigo, la muestra de miles de casos… Revuelo… —hizo sonar la erre con fuerza. Harra se hamacaba al ritmo de su voz—. Todavía no ha visto nada.

Karal dejó de hablar como si lo hubieran doblado en dos y guardado en un rincón.

Después vino una hora de operaciones que sólo dieron datos negativos; no había más huesos rotos, los pulmones de la criatura estaban limpios, su aparato digestivo y su corriente sanguínea libre de toxinas, excepto las que provenían de la descomposición. El defecto por el que había muerto no se extendía hacia la columna, informó Dea. Una cirugía plástica muy simple habría podido corregir la boca de gato si la niña hubiera podido acceder a ese tipo de operación, claro. Miles se preguntó si esa afirmación consolaba a Harra y pensó que, con toda seguridad, la angustiaría más aún.

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