Iain M. Banks
El uso de las armas
«Ligera destrucción mecánica»
Zakalwe haciendo su trabajo;
esas nubéculas de humo que giran perezosamente sobre la ciudad,
agujeros negros en el aire del mediodía, el resplandor del Punto de Impacto;
¿te han dicho lo que deseabas saber?
O azotado por la lluvia que te arranca la piel sobre el desierto de cemento,
isla fortaleza rodeada por las aguas;
caminaste entre las máquinas hechas pedazos,
y observaste mediante ojos libres de drogas
buscando artefactos de otra guerra,
y el lento castigo que desgasta el alma y la maquinaria.
Jugaste con plataformas, deslizadores y naves,
con armas, unidades y campos,
y escribiste una alegoría de tu regreso
con las lágrimas y la sangre de otros;
la vacilante poesía de tu ascenso
desde una mera gracia tambaleante.
Y aquellos que te encontraron
te hicieron suyo y te alteraron.
(«Eh, muchacho, tú contra nosotros, el hombre contra los proyectiles cuchillo.
Enfréntate a nuestra velocidad, nuestra inercia y nuestro secreto sangriento:
¡el camino que lleva al corazón de un hombre atraviesa su pecho!»)
Pobre niño salvaje…
Creían que eras su juguete, un resto viviente del pasado
y se felicitaban de haberte encontrado
porque la utopía engendra pocos guerreros.
Pero tú sabías que tu presencia creaba una incógnita
en cada plan trazado.
Te tomaste muy en serio nuestro juego
y comprendiste lo que ocultaban nuestros trucos
y nuestras glándulas alteradas,
y creaste tu propio significado con los huesos y los restos.
La trampa en que habían caído esas existencias de invernadero
no estaba hecha de carne,
y lo que nosotros nos limitamos a saber
tú lo sentiste
en lo más profundo de tus células deformes.
Rasd-Coduresa Diziet Embless Sma da’Marenhide. Agente de CE, Año 115 (Tierra, Calendario Khmer). Traducción propia del original marain. Inédito.
—Dime, ¿qué es la felicidad?
—¿La felicidad? La felicidad…, la felicidad es despertar una soleada mañana de primavera sintiéndote agotado después de haber pasado tu primera noche con una hermosa y apasionada… asesina profesional.
—Mierda… Así que la felicidad se reduce a eso, ¿eh?
* * *
La copa de cristal reposaba entre sus dedos como si fuera una masa de luz sudorosa caída en una trampa. El líquido que contenía era del mismo color que sus ojos y giraba en lentos y perezosos remolinos bajo los rayos del sol mientras lo observaba con los párpados entrecerrados. La superficie iridiscente del líquido proyectaba reflejos sobre su rostro cubriéndolo con venillas de oro en continuo movimiento.
Apuró la copa y la contempló mientras el alcohol bajaba hasta llegar a su estómago. Sintió un cosquilleo en la garganta, y le pareció que la luz le hacía cosquillas en los ojos. Hizo girar la copa entre sus manos moviéndola deprisa pero con mucho cuidado, aparentemente fascinado por las desigualdades del pie y la sedosa lisura de las partes no talladas. La sostuvo delante del sol y entrecerró un poco más los párpados. El cristal centelleó como si contuviera un centenar de arco iris en miniatura, y los diminutos hilillos de burbujas atrapados en el esbelto tallo del recipiente brillaron con un resplandor que resultaba aún más dorado porque tenía el azul del cielo como fondo, y se fueron enroscando sobre sí mismos hasta formar una doble espiral.
Bajó la copa muy despacio y sus ojos se posaron sobre la ciudad sumida en el silencio. Contempló los tejados, los pináculos y las torres y, más allá de ellos, los grupos de árboles que indicaban la posición de los escasos parques de explanadas y caminos polvorientos; y su mirada se fue alejando hasta dejar atrás la distante línea de las murallas con sus dientes de sierra, las llanuras blanquecinas y las colinas azul humo que bailaban entre la calina que se extendía bajo un cielo sin nubes.
Movió el brazo sin apartar los ojos de aquel panorama y arrojó la copa por encima de su hombro lanzándola hacia la fresca penumbra del salón que había detrás de él. La copa se perdió entre las sombras y se hizo añicos.
—Bastardo —dijo una voz pasados unos segundos. La voz sonaba débil, como ahogada por una tela, y parecía tener cierta dificultad para articular las palabras—. Creí que era la artillería pesada. He estado a punto de cagarme de miedo…
—¿Quieres ver mierda por todas partes? Oh, diablos, y encima parece que he mordido el cristal… Mmmmm…, estoy sangrando. —Unos instantes de silencio—. ¿Me has oído? —Cuando volvió a hablar la voz pastosa sonó un poco más fuerte que antes—. Estoy sangrando… ¿Quieres ver el suelo lleno de mierda y sangre de noble cuna? —Un roce ahogado, un tintineo cristalino y, unos momentos después, otro murmullo:— Bastardo…
El joven del balcón giró lentamente sobre sí mismo dando la espalda a la ciudad y entró en el salón tambaleándose de forma casi imperceptible. El salón estaba lleno de ecos y la temperatura era unos cuantos grados más baja que en el balcón. El mosaico del suelo tenía miles de años y había sido cubierto en una época más reciente con una capa transparente a prueba de arañazos y golpes que protegía los diminutos fragmentos de cerámica. En el centro de la estancia había una gigantesca mesa para banquetes cubierta de tallas y adornos con sillas a su alrededor. Junto a las paredes se dispersaba una confusión de mesas de menor tamaño, más sillas, cómodas y armarios. Todas las piezas del mobiliario habían sido talladas en la misma madera oscura, y pesaban mucho.
Algunas paredes estaban adornadas con frescos de colores algo apagados, pero todavía impresionantes, en los que predominaban los campos de batalla; otras paredes estaban pintadas de blanco y acogían enormes mándalas formados por armas antiguas. Cientos de lanzas, cuchillos, espadas, escudos, mazas, lanzas, boleadoras y flechas habían sido cuidadosamente colocadas para crear grandes remolinos de filos y pinchos que hacían pensar en un diluvio de metralla emanado de una explosión imposiblemente simétrica. Armas de fuego bastante oxidadas se apuntaban las unas a las otras como dándose aires de importancia sobre el tiro obstruido de las chimeneas.
Las paredes también contenían unos cuantos cuadros ennegrecidos y varios tapices deshilachados, pero quedaban bastantes espacios vacíos que habrían podido acoger muchos más. Enormes ventanas triangulares de cristales multicolores arrojaban cuñas de luz sobre el mosaico y la madera. Los muros de piedra blanca se alzaban hasta el techo y terminaban en curvas rojas que sostenían enormes vigas de madera negra, que se extendían sobre toda la longitud del salón como si fueran una tienda gigantesca formada por una multitud de dedos angulosos.
El joven dio una patada a una silla y se dejó caer en ella.
—¿De qué sangre estás hablando? —preguntó.
Apoyó una mano sobre la superficie de la gran mesa para banquetes y se llevó la otra al cuero cabelludo moviéndola como si tuviera la cabeza cubierta por una espesa mata de pelo, aunque la llevaba afeitada.
—¿Eh? —exclamó la voz.
Parecía venir de algún lugar situado debajo de la gran mesa a la que acababa de sentarse.
—¿Qué conexiones aristocráticas ha podido tener un viejo vagabundo borracho como tú?
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