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Iain Banks: El uso de las armas

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Iain Banks El uso de las armas

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Cheradenine Zakalwe es un agente de Circunstancias Especiales, la sección de élite para la que ningún medio resulta reprobable: la guerra, el espionaje y el asesinato son lícitos cuando lo que está en juego son los intereses de la Cultura. Zakalwe ha sido empujado a tomar parte en innumerables conflictos, habiéndole tocado pertenecer al bando perdedor en demasiadas ocasiones. Por ello, ha decidido retirarse. Pero Ciscunstancias Especiales necesita sus servicios en un planeta donde Zakalwe había servido anteriormente y donde está a punto de desencadenarse una guerra a gran escala, y la agencia sabe a qué puede recurrir para presionarle… Una nueva novela ambientada en el deslumbrante universo de “Pensad en Flebas” y “El jugador”.

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—¡Cullis! —rugió mientras dejaba atrás habitaciones vacías y exquisitos murales de un delicado estilo pastoral—. Maldito sea tu jodido culo de vejestorio, Cullis… ¡despierta!

Sus pies patinaron sobre el suelo de otro rellano. Las botellas tintinearon furiosamente y el cañón del arma chocó con los bajorrelieves que lo adornaban arrancándoles algunos trozos. El zumbido volvió a vibrar en sus oídos. El joven saltó hacia adelante, la escalera bailó y los cristales se hicieron pedazos sobre su cabeza. Los torbellinos de polvo blanco estaban por todas partes. El joven logró incorporarse y vio a Cullis sentado en el suelo quitándose los trocitos de yeso del pecho con una mano mientras se frotaba el ojo bueno con la otra. Una nueva explosión más alejada hizo temblar la escalera.

Cullis tenía el aspecto de alguien que se encuentra muy mal. Alzó una mano y la movió a través del polvo.

—Esto no es niebla y eso no era un trueno, ¿verdad?

—No —gritó el joven mientras bajaba a saltos por la escalera.

Cullis tosió y le siguió tambaleándose.

El joven llegó al patio justo a tiempo de ver la nueva andanada de proyectiles. Uno de ellos estalló a su izquierda cuando salía del palacio. Subió de un salto al semioruga e intentó ponerlo en marcha. La explosión destrozó el tejado de los aposentos reales. Un diluvio de tejas y baldosas cayó sobre el patio y los proyectiles improvisados se convirtieron en nubéculas de polvo creando sus propias explosiones tributarias de la detonación principal. El joven se puso una mano sobre la cabeza y hurgó debajo del salpicadero buscando un casco. Un trozo de mampostería de gran tamaño rebotó sobre el capó del transporte dejando una abolladura bastante profunda y una nube de polvo.

—Oh…, mieeeeeerda —dijo.

Logró encontrar un casco y se lo puso en la cabeza.

—¡Bastardos asque…! —gritó Cullis.

Tropezó cuando le faltaba muy poco para llegar al semioruga y se derrumbó sobre el polvo. Lanzó un juramento, se incorporó y saltó al vehículo. Dos proyectiles más cayeron a su izquierda haciendo impacto en los aposentos reales.

Las nubes de polvo creadas por el bombardeo empezaron a moverse por entre los edificios pegándose a las fachadas. La luz del sol se abrió paso a través del caos que se había adueñado del patio hendiéndolo como si fuera una cuña gigantesca que mezclaba las sombras con la claridad.

—Estaba convencido de que bombardearían los edificios del Parlamento —dijo Cullis en voz baja mientras contemplaba los restos llameantes de un camión que ardía al otro extremo del patio.

—¡Bueno, pues no lo han hecho!

El joven volvió a tirar de la palanca de encendido maldiciéndola ferozmente.

—Tenías razón. —Cullis suspiró y puso cara de perplejidad—. Oye, ¿qué habíamos apostado exactamente?

—¿A quién le importa eso ahora? —rugió el joven.

Su pie se movió velozmente pateando algo por debajo del salpicadero. El motor del semioruga tosió y cobró vida.

Cullis se quitó unos restos de teja del cabello mientras su camarada se pasaba la correa del casco por debajo del mentón y le entregaba otro casco. Cullis lo aceptó con un suspiro de alivio y empezó a abanicarse la cara con él mientras se daba palmaditas en el pecho más o menos allí donde estaba el corazón, como si estuviera intentando darse ánimos y convencerse de que todo iba bien.

Y un instante después apartó la mano y contempló con incredulidad el líquido rojo que la manchaba.

El motor dejó de funcionar. Cullis oyó la voz del joven insultándolo como si fuera un ser vivo y el chasquido metálico que se produjo cuando volvió a tirar de la palanca del encendido. El motor carraspeó y sus toses entrecortadas se convirtieron en un débil ronroneo acompañado por el silbido de los proyectiles que seguían cayendo del cielo.

Cullis bajó la vista y contempló el acolchado del asiento sobre el que estaba sentado. Una salva de explosiones atronó a lo lejos entre los remolinos de polvo. El semioruga se estremeció.

La superficie del asiento se había vuelto de color rojo.

—¡Médico! —gritó.

—¿Qué?

—¡Médico! —gritó Cullis para hacerse oír por encima de otra explosión mientras le enseñaba su mano manchada de rojo—. ¡Zakalwe, estoy herido!

La pupila de su ojo bueno estaba dilatada por el horror y la sorpresa. Los dedos de su mano temblaban incontrolablemente.

El joven puso cara de exasperación y le apartó la mano con brusquedad.

—¡Es vino, imbécil!

Se inclinó hacia adelante, sacó una de las botellas que había metido bajo la guerrera de Cullis y la dejó caer sobre su regazo.

Cullis miró hacia abajo, muy sorprendido.

—Oh —dijo—. Bien. —Metió la mano dentro de su guerrera y extrajo cautelosamente unos cuantos trocitos de cristal—. Ya me extrañaba que me quedara tan bien… —murmuró.

El motor cobró vida de repente y rugió como si los torbellinos de polvo y el temblor del suelo le hubieran puesto furioso. Las explosiones que se sucedían en los jardines creaban surtidores de tierra marrón, que salían disparados hacia lo alto pasando sobre el muro del patio para acabar aterrizando a su alrededor acompañados por los fragmentos de las estatuas destrozadas.

El joven luchó durante unos momentos con el cambio de marchas. El semioruga se puso en marcha de repente con tanta brusquedad que él y Cullis casi salieron despedidos de sus asientos. El vehículo se lanzó hacia adelante, salió del patio y empezó a moverse por la polvorienta carretera que había más allá. Unos segundos después, casi todo el edificio en el que habían estado sucumbió a la detonación combinada de los proyectiles enviados por una docena de piezas d e artillería de gran calibre y se desplomó sobre el patio, sepultando el recinto y todo lo que había a su alrededor bajo inmensos montones de cascotes y vigas destrozadas a las que se unieron nubes de polvo aún más voluminosas.

Cullis se rascó la cabeza y le murmuró algo al casco en cuyo interior acababa de vomitar.

—Bastardos —dijo unos segundos después.

—Tienes toda la razón, Cullis.

—Bastardos asquerosos.

—Sí, Cullis.

El semioruga dobló una esquina y se alejó rugiendo en dirección al desierto.

PRIMERA PARTE:

El buen soldado

1

Avanzó por la sala de turbinas arrastrando consigo un anillo eternamente cambiante compuesto de amistades, admiradores y animales —una nebulosa congregada alrededor del foco de atracción que era su persona—, hablando con los invitados, dando instrucciones a sus sirvientes, haciendo sugerencias y ofreciendo cumplidos a la multitud de artistas que les entretenían con espectáculos de lo más variado. La música llenaba el espacio saturado de ecos que había sobre las viejas máquinas de superficies relucientes, y se iba sedimentando discretamente entre la muchedumbre de invitados vestidos con ropajes multicolores que no paraban de hablar. Saludó con una grácil reverencia y una sonrisa al Almirante que acababa de pasar junto a ella, y los dedos de su mano hicieron girar el tallo de la delicada flor negra que sostenían acercando los pétalos a su nariz para que pudiera captar su embriagadora fragancia.

Dos de los hralzs que había a sus pies saltaron hacia arriba lanzando chillidos estridentes y sus patas delanteras intentaron encontrar un asidero en el liso regazo de su traje de noche. Sus hocicos húmedos se elevaron hacia la flor. La mujer se inclinó y golpeó suavemente los dos morros con la flor. Los animales saltaron al suelo, menearon las cabezas y empezaron a estornudar. Los invitados que había a su alrededor se rieron. La mujer se agachó para acariciar el lomo de un hralz. Rascó sus grandes orejas y sintió la tensión que el gesto provocó en la tela del traje. El mayordomo fue hacia ella abriéndose paso con gran educación por entre la multitud que la rodeaba, y la mujer alzó la cabeza.

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