Wickwrackrum pidió un alto y se detuvo para ajustar las correas de sus mochilas. El resto de la tarde sería tenso. Tendría que decidir si quería entrar en el Castillo con sus amigos. Hay límites para un espíritu aventurero, incluso para el de un peregrino.
—Eh, ¿no oís un ruido extraño? —preguntó Tyrathect desde el otro del valle. Errabundo prestó atención: un rugido, potente pero casi inaudible. Por un instante, el miedo se sumó a la curiosidad. Un siglo antes había estado en un terremoto descomunal. Este ruido era similar, pero el suelo no vibraba. ¿Significaba eso que no habría deslizamientos de tierra ni inundaciones? Se agazapó, mirando hacia todas partes.
—¡En el cielo! —exclamó Jaqueramaphan, señalando hacia arriba.
Un relumbrón colgaba en lo alto, una lanza de luz. Ningún recuerdo acudió a la mente de Wickwrackrum, ni siquiera una leyenda. Se desperdigó, fijando todos los ojos en esa luz lenta. ¡Coro de Dios! Debía de estar a kilómetros de altura, y sin embargo lo oía. Apartó los ojos, encandilado y dolorido.
—El brillo y el ruido aumentan —dijo Jaqueramaphan—. Creo que descenderá en aquellas colinas, sobre la costa.
Errabundo se incorporó y corrió hacia el oeste, gritando a los demás. Se acercaría a una distancia prudente, y observaría. No volvió a mirar hacia arriba. Era demasiado brillante. ¡Arrojaba sombras a plena luz del día!
Corrió un kilómetro. La estrella aún estaba suspendida en el aire. Errabundo no recordaba ninguna estrella fugaz que fuera tan lenta, aunque las más grandes eran muy estruendosas. Pero no existía ninguna historia acerca de gentes que hubieran estado cerca de esas cosas. Ese recuerdo aplacó su desbocada curiosidad de peregrino. Miró hacia todas partes. Tyrathect no estaba a la vista; Jaqueramaphan estaba agazapado cerca de unas rocas.
Y la luz era tan brillante que Wickwrackrum sintió una ráfaga de calor en los lugares donde no le cubría la ropa. El ruido desgarraba el cielo. Errabundo saltó sobre el borde del valle, rodó, se tambaleó, cayó por las abruptas paredes de roca. Ahora estaba relativamente a la sombra, sólo le cubría la luz del sol. El otro lado del valle titilaba en el resplandor; proyectando sombras movedizas. El ruido aún era un estruendo sordo, pero tan intenso que obnubilaba la mente. Errabundo atravesó el linde del bosque y continuó hasta que estuvo protegido por cien metros de arboleda. Eso debería haber ayudado, pero el ruido crecía cada vez más.
Afortunadamente, se desmayó un par de segundos. Cuando recobró el conocimiento, el ruido había cesado. La vibración que le dejó en los tímpanos le sumió en una gran confusión. Se tambaleó aturdido. Parecía estar lloviendo, sólo que algunas gotas fulguraban. Pequeñas fogatas ardían aquí y allá en el bosque. Se ocultó bajo las tupidas copas de los árboles hasta que dejaron de caer rocas ardientes. Los fuegos no se propagaron, gracias a que había sido un verano relativamente húmedo.
Errabundo aguardó en silencio a que cayeran más rocas ardientes o se reanudara el ruido del cielo. Nada. El viento amainó. Se podía oír a los pájaros, grillos y a la carcoma. Caminó hacia el linde del bosque y se asomó en varios lugares. Salvo por las franjas de brezal quemado, todo se veía normal. Pero su perspectiva era muy limitada: veía las altas paredes del valle, algunas colinas. ¡Allá estaba Gramil Jaqueramaphan, a unos trescientos metros. Tenía casi todos sus cuerpos agazapados en agujeros y huecos, pero un par de miembros miraban hacia donde había caído la estrella. Errabundo entornó los ojos. Gramil se comportaba como un bufón, pero a veces esa conducta parecía un disfraz. Si de veras era un majadero, era un majadero con una chispa de genio. Más de una vez, Wick le había visto de lejos, trabajando a pares con una extraña herramienta. Como ahora, que se acercaba a un objeto largo y puntiagudo a un ojo.
Wickwrackrum salió del bosque, manteniéndose en el linde y haciendo el menor ruido posible. Trepó cuidadosamente por las piedras, deslizándose de una loma a la otra, hasta llegar a la cresta del valle, a unos cincuenta metros de Jaqueramaphan. Oyó que el otro pensaba para sí mismo. Si se acercaba más, Gramil le oiría, a pesar de su sigilo.
—¡Sst! —dijo Wickwrackrum.
El zumbido y los murmullos cesaron en un instante de alarmada sorpresa. Jaqueramaphan guardó la misteriosa herramienta óptica en una mochila y recobró la compostura, pensando en silencio. Se miraron un instante y Gramil se señaló los tímpanos del hombro. Escucha.
—¿Puedes hablar así? —preguntó con voz muy aguda, a una intensidad en la que algunas personas no pueden entablar una conversación voluntaria, en la que los oídos para sonidos graves son sordos —La altohabla podía ser confusa, pero era muy direccional y se Perdía a poca distancia. Nadie más le oiría. Errabundo asintió.
—La altohabla no es problema.
El truco era usar tonos puros que resultaran claros.
—Echa una ojeada sobre la cresta de la colina, amigo peregrino. Hay algo nuevo bajo el sol.
Errabundo avanzó treinta metros, mirando en derredor. Ahora veía el estrecho, un destello plateado bajo el sol de la tarde. Detrás de él, el lado norte del valle se perdía en las sombras. Adelantó un miembro, deslizándolo entre las lomas para mirar la planicie donde había caído la estrella.
«Coro de Dios», pensó en silencio. Hizo subir otro miembro para obtener una visión de paralaje. La cosa parecía una gran choza de adobe montada sobre estacas. Pero era la estrella fugaz, debajo el suelo estaba rojo y brillante. Telones de niebla se elevaban desde el brezo húmedo. La tierra estaba desgarrada en grietas concéntricas.
—¿Dónde está Tyrathect? —preguntó a Jaqueramaphan.
Gramil se encogió de hombros.
—Un par de kilómetros atrás, sin duda. La tengo vigilada… Pero ¿ves a los demás, los soldados del Castillo de Reductor?
—¡No! —Errabundo miró al oeste de la zona de aterrizaje. Allá… Estaban a un kilómetro, con ropa de camuflaje, arrastrándose por el terreno ondulante. Veía al menos a tres guerreros. Eran tipos corpulentos, de seis miembros cada uno—. ¿Cómo llegaron tan pronto? —Miró el sol—. Hace menos de media hora que empezó todo esto.
—Tuvieron suerte. —Jaqueramaphan regresó a la cresta y echó un vistazo—. Apuesto a que ya estaban en tierra firme cuando bajó la estrella. Todo esto es territorio de Reductor. Han de tener patrullas. —Se agazapó para que sólo dos pares de ojos fueran visibles para los de abajo—. Es una formación de emboscada.
—No pareces contento de verles. Son tus amigos, ¿recuerdas? La gente que has venido a ver.
Gramil meneó sus cabezas con sarcasmo.
—Ya, ya. No me lo refriegues. Creo que has sabido desde el principio que no simpatizo con Reductor.
—Me lo imaginé.
—Bien, la farsa ha terminado. Lo que ha bajado esta tarde tiene más valor para mis amigos, que cualquier cosa que pudiera haber aprendido en Isla Oculta.
—¿Qué hay de Tyrathect?
—Ja. Nuestra estimada compañera es totalmente auténtica, me temo. Apuesto a que es una reductorista encumbrada, no el Servidor de bajo rango que parece a primera vista. Sospecho que mucha gente de su calaña está atravesando las montañas, feliz de largarse de la República de los Lagos Largos. Oculta tus traseros, amigo. Si ella nos localiza, esos guerreros nos pillarán.
Errabundo se hundió aún más en los huecos y surcos que tachonaban el brezal. Tenía una excelente vista del valle. Si Tyrathect no estaba en las inmediaciones, la vería antes que ella pudiera verle a él.
—Errabundo.
—Sí.
—Tú eres un peregrino. Has recorrido el mundo… desde el alba de los tiempos, según quieres hacernos creer. ¿Hasta dónde llegan en verdad tus recuerdos?
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